Francisco Fernández-Carvajal 24 de enero de 2019
—
Vocación de los Doce. Dios es el que llama, y el que da las
gracias para perseverar.
— En
el cumplimiento de su vocación, el hombre da gloria a Dios y encuentra la
grandeza de su vida. A todos nos ha llamado Cristo para que le sigamos, le
imitemos y le demos a conocer.
—
Fieles a la personal llamada que hemos recibido de Dios.
I. Después
de una noche en oración1,
Jesús eligió a los doce Apóstoles, para que estuvieran con Él y continuaran
luego su misión en la tierra. Los Evangelistas dejaron consignados sus nombres,
y hoy los recordamos en la lectura del Evangelio de la Misa2.
Llevan ya varios meses siguiendo al Maestro junto a otros discípulos por los
caminos de Palestina, dispuestos a una entrega sin límites. Ahora son objeto de
una predilección muy particular.
Con
esta elección, el Señor pone los fundamentos de su Iglesia: estos doce hombres
son como los doce Patriarcas del nuevo Pueblo de Dios, su Iglesia. Este nuevo Pueblo
no se forma ya por una descendencia según la carne, como se había constituido
Israel, sino por una descendencia espiritual. ¿Por qué llegaron estos hombres a
gozar de un favor tan grande por parte de Dios? ¿Por qué ellos precisamente y
no otros? No cabe preguntarse por qué fueron elegidos. Simplemente, los llamó
el Señor; y en esta libérrima elección de Cristo –llamó a los que quiso–
estriba su honor y la esencia de su vocación. No me habéis elegido
vosotros a mí -les dirá más tarde-, sino que yo os elegí a
vosotros3. La elección es siempre cosa de Dios. Los Apóstoles no se
habían distinguido por ser sabios, poderosos, importantes...; son hombres
normales y corrientes que han respondido con fe y generosidad a la llamada de
Jesús.
Cristo
elige a los suyos, y este llamamiento es su único título. San Pablo, por
ejemplo, para subrayar la autoridad con la que enseña y amonesta a los fieles,
comienza con frecuencia sus Cartas de este modo: Pablo,
siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el
Evangelio de Dios4.
Llamado y elegido no por los hombres ni por obra de los hombres, sino
por Jesucristo y Dios Padre5.
Presente en todo su discurso está esta realidad: la elección divina.
Jesús
llama con imperio y ternura, como Yahvé a sus profetas y enviados: Moisés,
Samuel, Isaías... Nunca los llamados merecieron en modo alguno la vocación para
la que fueron elegidos, ni por su buena conducta, ni por sus condiciones
personales. San Pablo lo dirá explícitamente: Nos llamó con vocación
santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio6.
Es más, Dios suele llamar a su servicio y para sus obras a personas con
virtudes y cualidades desproporcionadamente pequeñas para lo que realizarán con
la ayuda divina. Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre
vosotros muchos sabios según la carne7.
El Señor nos llama también a nosotros para que continuemos su obra redentora en
el mundo, y no nos pueden sorprender y mucho menos desanimar nuestras
flaquezas, ni la desproporción entre nuestras condiciones y la tarea que nos
pone Dios por delante. Él da siempre el incremento; nos pide nuestra buena
voluntad y la pequeña ayuda que pueden darle nuestras manos.
II. Llamó
a los que quiso. La vocación es siempre, y en primer lugar, una elección
divina, cualesquiera que fueran las circunstancias que acompañaron el momento
en que se aceptó esa elección. Por eso, una vez recibida no se debe someter a
revisión, no cabe discutirla con razonamientos humanos, que siempre son pobres
y cortos. Dios da siempre las gracias necesarias para perseverar, pues, como
enseña Santo Tomás, a quienes Dios elige para una misión los prepara y dispone
de suerte que sean idóneos para desempeñar aquello para lo que fueron elegidos8.
En el cumplimiento de esta misión, el hombre descubre la grandeza de su vida,
«porque la llamada divina y, en última instancia, la revelación que Dios hace
del misterio de su ser es, simultáneamente, una palabra que desvela el sentido
y el ser de la vida del hombre. Es en la audición y en la aceptación de la
palabra divina como el hombre llega a comprenderse a sí mismo y a adquirir, por
tanto, una coherencia en su ser (...). De ahí que el comportamiento más fuerte
ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser acontecen
en mi compromiso ante el Dios que llama»9.
La fidelidad a la vocación es fidelidad a Dios, a la misión que nos encarga,
para lo que hemos sido creados: el modo concreto y personal de dar gloria a
Dios.
Para
aquellos Doce comenzó aquel día una vida nueva junto a Cristo.
Uno de ellos, Judas, no fue fiel, a pesar de haber sido expresamente elegido.
Los demás, al pasar los años, recordarían aquel momento de su elección como el
más trascendental de su vida. De estos hombres quiso servirse el Señor, a pesar
de que ninguno de ellos, desde un punto de vista humano, tenía las condiciones
requeridas para una tarea de tanta envergadura. Sin embargo, fueron dóciles y
recibieron las gracias oportunas, y también cuidados divinos muy particulares.
Por eso llevarían a cabo la misión encomendada por el Señor hasta los
confines de la tierra.
El
Señor también llama hoy a sus apóstoles para que estén con Él (recepción
de los sacramentos y vida de oración, trato íntimo y profundo con el Maestro,
santidad personal) y enviarlos a predicar (apostolado en todos los ambientes).
Y, aunque el Maestro hace algunos llamamientos específicos, la vida cristiana
de todo fiel, hasta la más común y corriente, comporta una vocación singular:
una invitación a seguir a Cristo con una vida nueva cuya clave Él posee: si
alguno quiere venir en pos de mí...10.
Los primeros cristianos siempre consideraron su condición como fruto de una
vocación divina: los bautizados de Roma o de Corinto serán los santos
por vocación11.
A
todos –de una forma u otra– nos ha llamado Cristo para que le sigamos de cerca,
le imitemos y le demos a conocer, haciendo presente en el mundo la obra de la
Redención hasta que Él venga: «todos los fieles de cualquier estado
y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un
modo más humano de vivir»12.
Esta plenitud de la vida cristiana pide la heroicidad de las virtudes, y se
pondrá particularmente de manifiesto en circunstancias en las que el estilo de
vida o los fines que muchos se han propuesto en su vida están lejos del ideal
cristiano. El Señor nos quiere santos, en el sentido estricto de
esta palabra, en medio de nuestras ocupaciones, con una santidad alegre,
atractiva, que arrastra a otros al encuentro con Cristo. Él nos da las fuerzas
y las ayudas necesarias. Estos medios que el Señor concede a todos para
seguirle y serle fieles, de los que será temerario prescindir, son
especialmente necesarios cuando Dios llama a un celibato apostólico en medio de
esas tareas seculares.
Que
sepamos decirle muchas veces a Jesús que cuenta con nosotros, con nuestra buena
voluntad de seguirle, allí donde nos encontramos; sin límite, ni condiciones.
III. El
descubrimiento de la personal vocación es el momento más importante de toda la
existencia. De la respuesta fiel a esta llamada depende la propia felicidad y
la de otros muchos. Dios nos crea, nos prepara y nos llama en función de un
designio divino. «Si hoy tantos cristianos viven a la deriva, con escasa
profundidad y limitados por estrechos horizontes, se debe, sobre todo, a la
falta de una clara conciencia de su peculiar razón de ser y de existir (...).
Lo que eleva al hombre, lo que le da realmente una personalidad, es la
conciencia de su vocación, la conciencia de su tarea concreta. Eso es lo que
llena una vida y le da contenido»13.
La
primera decisión en el seguimiento de Cristo constituye el fundamento de otras
muchas respuestas a lo largo de la vida. La fidelidad se hace día a día,
ordinariamente en cosas que parecen de poca trascendencia, en los pequeños
deberes de la jornada, rechazando todo aquello que pueda dañar lo que es la
esencia de nuestro vivir.
No
basta con mantener la vocación, es preciso renovarla, reafirmarla
constantemente: cuando parece fácil, y en los momentos en que todo cuesta,
cuando los ataques del mundo, del demonio o de la carne se manifiestan con todo
su poder. Siempre tendremos las ayudas necesarias para ser fieles. Cuantas más
dificultades, más gracias. Y con la lucha ascética bien determinada –con
un examen particular bien concreto– el amor crece y se enrecia
con el paso del tiempo, y la entrega, lejos de toda rutina, se hace más
consciente, más madura. «No se trata de un crecimiento de orden cuantitativo,
como el de un montón de trigo, sino cualitativo, como cuando el calor se hace
más intenso, o como cuando la ciencia, sin llegar a conclusiones nuevas, se
hace más penetrante, más profunda, más unificada, más cierta. Así, la caridad
tiende a amar más perfectamente, de modo más puro, más estrechamente, a Dios
por encima de todo, y al prójimo y a nosotros mismos, para que glorifiquemos a
Dios en el tiempo y en la eternidad»14.
Ese es el crecimiento que el Señor nos pide.
Esforzarse
para crecer en la santidad, en el amor a Cristo y a todos los hombres por Cristo
es asegurar la fidelidad y, por tanto, la alegría, el amor, una vida llena de
sentido.
San
Pablo se servía de una comparación tomada de las carreras en el estadio para
explicar que la lucha ascética del cristiano ha de ser alegre, verdadero
deporte sobrenatural. Y al considerar el Apóstol que no ha llegado a la
perfección, lucha por alcanzar lo prometido: una cosa intento: lanzarme
hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio
al que Dios nos llama desde lo alto15.
Desde que Cristo se metió en su vida en el camino de Damasco, se entregó con
todas sus fuerzas a buscarle, a amarle y a servirle. Eso hicieron los Apóstoles
desde aquel día en que Jesús pasó a su lado y los llamó. No desaparecieron en
aquel instante sus defectos, pero día a día siguieron al Maestro en una amistad
creciente, y fueron fieles. Eso hemos de hacer nosotros: corresponder
diariamente a las gracias que recibimos, ser fieles cada jornada. Así
llegaremos hasta la meta, donde Cristo nos espera.
1 Cfr. Lc 6,
12. —
2 Mc 3,
13-19. —
3 Jn 15, 16. —
4 Gal 1, 1. —
5 2 Tim 1, 9. —
6 Ibídem. —
7 1 Cor 1, 26. —
8 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3. q. 27, a. 4. —
9 P.
Rodríguez, Vocación, Trabajo, Contemplación, EUNSA,
Pamplona 1986, p. 18. —
10 Mt 16,
24. —
11 Cfr. Rom 1, 1-7; 2 Cor 1,
1. —
13 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª
ed., Madrid 1984, pp. 84-85. —
14 R.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid
1976, p. 106. —
15 Cfr. Flp 3,
13-14.
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