CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO 28 de enero de 2019
Leopoldo López ha sido clave para
establecer una red de alianzas con el fin de reconstituir la unidad de los
partidos contrarios al chavismo. Durante meses, diseñó un plan para acabar con
la dictadura sin romper el hilo constitucional y se empeñó en que lo liderara
Juan Guaidó
Leopoldo López: "Españoles, abran los
ojos"
¡Gloria
al bravo pueblo, que el yugo lanzó, la Ley respetando, la virtud y el honor!
Bajan del avión cantando el himno venezolano a voz en grito y no paran hasta
llegar al control de migraciones. Son un grupo de los llamados «repatriados».
Llegan de Colombia, de República Dominicana, de los países fronterizos de
Venezuela, a los que habían huido por el hambre y la devastación. Ahora Nicolás
Maduro les paga un billete de vuelta en chárter para luego hacerles fotos en el
aeropuerto de Maiquetía y distribuirlas entre las cancillerías del mundo: «Ven,
señores: ¡El pueblo vuelve! ¡El pueblo es felizzzz con su presidente
legítimo!». Las cámaras del régimen les esperan a la salida. Cogen imágenes
-sonrían, sonrían- y les siguen mientras, cual ganado, van montándose en 14
relucientes autocares rojos que se pierden en la noche. En la noche más negra
que he visto jamás.
El
paisaje desde el aeropuerto de Maiquetía hasta Caracas parece un cruce entre
Cuba y Corea del Norte. El perfil de alguna palmera deshilachada se menea con
la brisa. En la Plaza Bolívar queda el patético recuerdo de una decoración
navideña. El resto es pura sombra y soledad. «Y eso que es sábado», me dice
Arturo, el conductor, que desafía el terror en un blindado. «La policía
política se llevó anteayer a mi ahijado y dos amigos. Ocho años de cárcel les
piden». Su delito es haber participado en la cacerolada celebrada en la modesta
parroquia de La Pastora la noche del 22 de enero, víspera de lo que Arturo y
millones de venezolanos llaman ya «El Día de la Esperanza».
La
expectación en Caracas, y en toda Venezuela, es tierna, conmovedora. Una frase
se repite como un mantra: «Esta vez es distinto». La diferencia es que ahora
todo parece perfectamente planificado, como una jugada de ajedrez. «¡Es obra de
Trump!», claman al unísono partidarios y detractores del chavismo. No, no lo
es.
La
lluviosa madrugada del 6 de agosto de 2017, Leopoldo López fue devuelto a casa
después de cinco demoníacas noches en la cárcel de Ramo Verde. Ya conocía bien
aquel siniestro lugar. Había sobrevivido entre sus muros, prácticamente
aislado, tres años y medio. Pero aquellos últimos cinco días, cortesía de la
dictadura, habían sido los peores. López nunca ha querido hablar de lo que le
hicieron esa semana. Ni siquiera con sus amigos más íntimos. Pero el ex alcalde
de Caracas, Antonio Ledezma, al que arrastraron con él a una celda contigua, es
tajante: «Lo torturaron. Duramente». Una amiga que vio a López a los pocos días
de su regreso a casa opina lo mismo: «Lo encontré mal. Leo, que había sido
siempre tan animoso, el más fuerte de todos nosotros, incluso durante su
larguísimo cautiverio, estaba intoxicado, roto». Putrefacto discípulo del
castrismo, el chavismo ha aprendido el arte de la tortura: cómo combinar el
veneno con la amenaza. Y el mito se resquebrajó.
Leopoldo
López es un mudo. Una sombra. Desde septiembre de 2017 hasta hoy, sólo se ha
comunicado una vez con el público. Fue en marzo de 2018, a través del New York
Times: «Si me censuro, la dictadura me derrota». El titular, pactado después de
meses de conversaciones por Skype, deja en evidencia la lucidez y la angustia
del preso político. Del político, punto. De un hombre que, incluso entre los
dirigentes venezolanos, genios de la retórica, destacaba por su capacidad de
movilizar con la palabra. Ahí están los mítines, a los Speakers' Corner, que lo
lanzaron como jovencísimo alcalde de Chacao. Ahí está su impresionante mensaje
a la nación del 18 de febrero de 2014, cuando se entregó a la dictadura, medio
cuerpo fuera de un tanque, su mujer Lilian Tintori, un ángel doliente a su
lado: «¡Si mi detención vale para despertar del pueblo, merecerá la pena!». Y
ahí está también su réplica a la decisión unilateral de Maduro de concederle el
arresto domiciliario con el objetivo indisimulado de enfriar la calle. El 8 de
julio de 2017, recién llegado de Ramo Verde, López se encaramó al muro de su
casa y, con la bandera de Venezuela en un puño, proclamó: «Reitero mi
compromiso de luchar hasta conquistar la libertad de Venezuela. Si mantener ese
compromiso significa volver a la cárcel, estoy más que dispuesto». El pueblo
vibró, el mundo se estremeció y el tirano decidió encerrarlo otra vez. Cinco
días más. La vuelta de tuerca. «Ahora sí te ha quedado claro, ¿no? La boca,
cerrada». Y López calló.
El
segundo regreso a casa de López, y su decisión de acatar la orden de Maduro,
marca el punto más bajo de la larga agonía venezolana. La dictadura logró
entonces lo que siempre había buscado: convencer a la población de que la
oposición no era una opción. De que no había alternativa. No es que la calle se
enfriara; es que se hundió. Y en su hundimiento se giró contra el hombre al que
habían proclamado su Mandela y futuro presidente. Las redes sociales e incluso
las conversaciones entre amigos y aliados se llenaron de conjeturas, sospechas
y maledicencias: «Leopoldo ha cedido»; «Leopoldo se ha acomodado»; y, lo peor,
«Leopoldo nos ha traicionado: dijo que sería el último en salir de la cárcel, y
ahí está, en una casa del suburbio rico de Caracas, protegido del hambre y la
criminalidad». Su mujer tampoco se salvó de la furia. Convertida en icono
político por méritos propios, Tintori quedó fuera de juego tras la
excarcelación de López. Embarazada, pasó de ser aclamada como la Madre de
Venezuela a ser vista como la señora de un ex. La resistencia entró en crisis.
La diáspora se disparó. La consigna de la pareja, ¡fuerza y fe!, adquirió un
punto de ironía fatal.
Y sin
embargo... Acallado, humillado, malentendido, presuntamente desactivado, López
rechazó las propuestas, amicales y no tanto, de abandonar Venezuela. Se quedó
en su país, y desde su casa empezó a diseñar una estrategia política de largo recorrido.
Una estrategia que ha tenido distintas etapas y ejes, y que culminó el pasado
23 de enero con la proclamación de su discípulo Juan Guaidó como presidente
encargado de Venezuela. Es decir, con la generación no ya de una nueva
esperanza, sino de algo mucho más importante: una nueva realidad. No es
cuestión de caer en la falacia retrospectiva ni de ver los hitos del último año
y medio como las piedrecitas de un divino Pulgarcito. Pero sí es de justicia, y
necesario para la Historia, mirar debajo de la costra y asignar a cada uno su
responsabilidad. El heroísmo parece un atributo sencillo de detectar. Héroe es
el hombre que descubre su pecho y señalándose el corazón le dice al tirano:
«Aquí, aquí». Pero héroe también es el que, asumiendo sus miedos y sus
miserias, fuera del foco y golpeado en las encuestas, contribuye con
inteligencia, generosidad y discreción a la salvación de su país.
El
primer frente de la estrategia de López fue el internacional. El terreno estaba
abonado. Su mujer, sus padres, la esposa de Antonio Ledezma, Mitzy Capriles, y
la insobornable María Corina Machado llevaban años denunciando la deriva
totalitaria de Maduro ante la comunidad internacional. Lilian incluso había sido
recibida por Donald Trump, y hasta por su mujer Melania, que pidió estar en la
reunión. El atrabiliario Trump, tanto más comprometido con la democracia en
Cuba y Venezuela que el Nobel Obama. La implacable represión de la primavera de
2017 -el violinista acribillado, los diputados desafiando las balas y el gas-
también agitaron las conciencias mundiales. Ah, cuando el share sirve al bien.
Y, sin embargo, ya sabemos cómo es la diplomacia: cínica, condescendiente y
somnolienta; con qué facilidad la real politik se impone a la moral. Así pues,
desde su vuelta a casa, López decidió compensar su incomunicación con el pueblo
con una cada vez más estrecha interlocución con el extranjero. Sorteando la
vigilancia, a veces directamente por teléfono, otras vía intermediarios,
estableció contactos privados y frecuentes con la élite política mundial.
Pence, Tajani y Almagro. Macri y Piñera. Pastrana, Quiroga y Ricardo Lagos.
Luego llegó Iván Duque. Incluso Bolsonaro. Siempre González y Aznar. Y tantos
otros de ese inmenso y fértil espacio a la derecha del chavismo: la democracia.
Esta
discreta red internacional de afinidades y alianzas se reforzó con la
presencia, en puntos clave, de sus colaboradores más cercanos: Carlos Vecchio
en Miami, David Smolansky en Washington, Isadora Zubillaga en Madrid y Lester
Toledo para América Latina. En año y medio, el equipo de López logró varios
hitos notables. Primero, la gira europea de septiembre de 2017, en la que Julio
Borges y Freddy Guevara, entonces presidente y vicepresidente de la Asamblea
Nacional, fueron recibidos, en ristra, por Macron, Merkel, May y Rajoy. Ni una
santa en vida ni un jefe de Estado. Segundo, la concesión, en noviembre, del
Premio Sajarov del Parlamento Europeo a los presos políticos venezolanos.
Tercero, la imposición de sanciones personales a Maduro y los jerarcas de la
dictadura. Y cuarto, el desconocimiento internacional de las elecciones
presidenciales convocadas por Maduro a mayor gloria de sí mismo.
Este
hecho, capital y decisivo, fue el resultado de meses de activismo. En cuanto
fracasaron las perversas negociaciones de República Dominicana -el mediador
Zapatero, demudado, histérico-, López coordinó una nueva campaña internacional
para alertar al mundo del fraude en marcha. En marzo, Borges, Ledezma y Vecchio
volvieron a París y a Madrid a entrevistarse con Macron y Rajoy. De Washington
a Buenos Aires, la red se activó. El resultado fue que el 20 de mayo más de 50
países dieron la espalda a Maduro. Tácita y hasta explícitamente, lo declararon
un usurpador. Sin ese repudio, sin ese desconocimiento del dictador, el
reconocimiento en cascada de Juan Guaidó jamás se habría producido. Ahí reside
la actual incongruencia de Pedro Sánchez y la UE. «Que Maduro convoque
elecciones», dicen. ¿En calidad de qué?
El segundo
eje de la estrategia de López fue la reconstitución de la unidad de los
partidos contrarios al chavismo. Cualquiera que conozca mínimamente la historia
de estos 20 años venezolanos o a sus protagonistas sabe hasta qué punto esto
era difícil. Envidias, recelos, rencores... El divide y vencerás siempre había
funcionado, con el diálogo como cuña. Y podría haber seguido operando porque
existían profundas diferencias sobre la estrategia a seguir. Por resumir, un
grupo consideraba amortizada y anulada la Asamblea Nacional por la presencia en
ella de partidos como Acción Democrática y un Nuevo Tiempo, enfermizamente
condescendientes con el régimen, y miraban ya a una intervención militar
americana como única vía para el derrocamiento de Maduro. Otro grupo, los
abanderados del diálogo, seguían insistiendo en la carraca de la guerra civil.
Esa que el actual secretario de Estado español para Iberoamérica me arrojó a la
cara en una cena en honor a Iván Duque en Madrid: «¡Vais a provocar un
derramamiento de sangre!». Y en medio estaba López, aferrado a una estrategia
madurada en la lectura histórica y la reflexión política: acabar con la
dictadura sin romper el hilo constitucional. Es decir, preservar la Asamblea
Nacional como órgano legítimo desde el cual ejecutar la Transición. Ricardo
Lagos se lo había dicho muchas veces en privado: «La vuestra no puede ser vista
como una lucha entre gobierno y oposición; debe ser vista como lo que es: una
contienda entre poderes: el legítimo legislativo contra el ejecutivo dictador».
Era una cuestión jurídica: las transiciones, mejor de Ley a Ley, por citar al
guionista de la Transición española, Torcuato Fernández Miranda. Pero también
de manejo de la opinión pública, como ha quedado demostrado. Si aun siendo
híperlegalistas y megaescrupulosos, Guaidó y su equipo han tenido que combatir
la acusación de golpistas y los pellizcos terceristas de la UE, sólo cabe
imaginar lo que hubiera ocurrido de haber optado por un método más expeditivo.
En
todo caso, el mérito de López fue cerrar el abanico, consensuar una posición
común: una obra de ingeniería política. En la mente de todos los implicados
pesaba probablemente el coste, en vidas humanas, de sus frivolidades y
disputas. Pero aun así. De hecho, las discrepancias duraron hasta el último
minuto. Unos, incluidos varios líderes extranjeros, querían que el 10 de enero,
con el mismo aliento, Guaidó declarase a Maduro oficialmente usurpador y se
colocara a sí mismo la banda presidencial. Otros, consideraban más prudente
esperar unos días. No imponer la decisión, sino más bien lanzar una esperanza a
rodar y que cogiera fuerza de abajo hacia arriba. Eso opinaba López. Y de su
equipo surgió la idea de convocar cabildos abiertos en todo el país, germen de
la gran movilización del 23 de enero. Así, no fue hasta ese día, con Venezuela
en el punto de ebullición democrática, con marchas en más de 200 ciudades del
mundo, cuando Juan Guaidó juró como presidente encargado bajo el amparo de la
Constitución. Lo dijo Ledezma: «El muerto, como Lázaro, se levantó».
Comiendo
una hamburguesa en una terraza de la glorieta de Bilbao de Madrid, Gerardo
define a su ahijado Juan Guaidó como «gallardete, fuerte, organizado, un
hidalgo». Wilmer, el padre de Guaidó, taxista, recién llegado de Tenerife,
asiente con una sonrisa luminosa. Ciertamente, su hijo parece el hombre ideal
para encabezar la Transición venezolana. Y no sólo por su juventud. Como parte
de la generación que entró en política en 2007, activados por el asalto de
Chávez a Radio Caracas Televisión, tiene amigos en todo el arco de la
resistencia democrática. Incluidos los sectores más tibios. Todos eran
activistas estudiantiles, aunque acabaran en partidos distintos. Sin embargo,
no estaba escrito que el líder que los reagrupara fuera Guaidó. Es cierto que, según
el pacto alcanzado en 2015, tocaba a un diputado de Voluntad Popular asumir la
presidencia de Asamblea Nacional el 5 de enero de 2019. Sin embargo, lo natural
es que ese diputado hubiera sido el jefe de la bancada, Freddy Guevara. Aunque
estuviera refugiado en la embajada de Chile para evitar su detención. Y así lo
sugirieron, de forma insistente, muchos colaboradores de López, que invocaron
su autoridad en el partido, en el Parlamento y en la calle. Pero López se
empeñó: Guaidó.
Sonriente
como su padre, de aspecto sólido y voz suave, Guaidó no se cansa de repetir a
los venezolanos: «Tenemos un Plan País y hay esperanza». Esto también forma
parte de una estrategia meditada durante muchos años, primero en una sucia
celda de Ramo Verde y luego en un pequeño jardín donde un padre y una hija
juegan al ajedrez como si fueran libres. El gran aliado de la dictadura
chavista ha sido la letanía sobre la ausencia de alternativa. Desde Obama hasta
el Papa, la han asumido y difundido todos cuantos no han querido encarar su
responsabilidad en la devastación de un país. Ahora la alternativa no sólo
existe, sino que avanza, gana adeptos, se consolida. Incertidumbres quedan
muchas. Los cubanos maniobran en la sombra. Putin manda mercenarios. Y el
siniestro Diosdado Cabello sigue con el mazo dando. Sobre todo, aún queda el
campo minado, literalmente, de la complicidad entre la cúpula de las Fuerzas
Armadas y la dictadura. Pero también aquí la figura de Guaidó, nieto de
militares, la Ley de Amnistía en su mano tendida, puede tener un efecto
benéfico. Y, sobre todo, también a esta tarea, la más delicada, la de la sutura
entre la democracia y la fuerza, está entregado el preso político Leopoldo
López. No es el único, claro. Venezuela es a la vez cementerio y reserva de
héroes.
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