Francisco Fernández-Carvajal 27 de enero de 2019
— Los
«pecados de la lengua». Callar cuando no se puede alabar.
— No
formar juicios precipitados. El amor a la verdad nos llevará a buscar una
información veraz y a contribuir con los medios a nuestro alcance a la
veracidad en los medios de comunicación.
— El
respeto a la intimidad.
I. Las
gentes de corazón sencillo se quedan pasmadas ante los milagros y la
predicación del Señor. Otros, ante los hechos más prodigiosos, no quieren creer
en la divinidad de Jesús. El Señor acaba de arrojar un demonio –nos dice San
Marcos en el Evangelio de la Misa1–
y, mientras que la gente se quedó admirada2, los
escribas que habían bajado de Jerusalén decían: Tiene a Beelzebul y en virtud
del príncipe de los demonios arroja a los demonios. Por falta de buenas
disposiciones las obras del Señor son interpretadas como obras del demonio.
¡Todo puede ser confundido si falta rectitud en la conciencia! En el colmo de
su obcecación, llegan a decir de Jesús que tenía un espíritu inmundo3.
¡Él que era la misma santidad!
Por
amor a Dios y al prójimo, por amor a la justicia, el cristiano debe ser justo
también en el decir, en un mundo en que tanto se maltrata con las palabras. «Al
hombre se le debe el buen nombre, el respeto, la consideración, la fama que ha
merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto más se nos revela su
personalidad, su carácter, su inteligencia y su corazón. Y tanto más nos damos
cuenta (...) del criterio con que debemos “medirlo”, y qué quiere decir ser
justos con él»4. Con frecuencia, el poco dominio de la lengua, «la ligereza en
el obrar y en el decir», son manifestaciones de «atolondramiento y de
frivolidad»5, de falta de contenido interior y de presencia de Dios. ¡Y
cuántas injusticias se pueden cometer al emitir juicios irresponsables sobre el
comportamiento de quienes conviven, trabajan o se relacionan con nosotros! El
Apóstol Santiago nos dejó escrito que la lengua puede llegar a ser un
mundo de iniquidad6.
Toda
persona tiene derecho a conservar su buen nombre, mientras no haya demostrado
con hechos indignos, públicos y notorios, que no le corresponde. La calumnia,
la maledicencia, la murmuración... constituyen grandes faltas de justicia con
el prójimo, pues el buen nombre es preferible a las grandes riquezas7,
ya que, con su pérdida, el hombre queda incapacitado para realizar una buena
parte del bien que podía haber llevado a cabo8.
El origen más frecuente de la difamación, de la crítica negativa, de la
murmuración, es la envidia, que no sufre las buenas cualidades del prójimo, el
prestigio o el éxito de una persona o de una institución.
Murmuran
también quienes cooperan a su propagación de palabra, a través de la prensa o
de cualquier medio de comunicación, haciendo eco y dando publicidad a hechos o
dichos calumniosos comentados al oído; o bien mediante el silencio, por ejemplo
cuando se omite la defensa de la persona injuriada, pues el silencio –muchas
veces– equivale a una aprobación de lo que se oye; también se puede difamar
«alabando», si se rebaja injustamente el bien realizado. En otras ocasiones,
comentar rumores infundados es una verdadera injusticia contra la buena fama del
prójimo. Cuando la difamación se realiza a través de revistas, periódicos,
radio, televisión, etc., aumenta la difusión y, por tanto, la gravedad. Y no
solo las personas tienen derecho a su honor y a su fama, sino también las
instituciones. La difamación contra estas tiene la misma gravedad que la que se
comete contra las personas, y a veces aumenta esta gravedad por las
consecuencias que puede tener el desprestigio público de las instituciones
desacreditadas9.
Podemos
preguntarnos hoy en nuestra oración si en los ambientes en los que se
desarrolla nuestra vida (familia, trabajo, amigos...) se nos conoce por ser
personas que jamás hablan mal del prójimo, si realmente vivimos en toda ocasión
aquel sabio consejo: «cuando no puedas alabar, cállate»10.
II.
Debemos pedirle al Señor que nos enseñe a decir lo que conviene, a no
pronunciar palabras vanas, a conocer el momento y la medida en el hablar, y
saber decir lo necesario y dar la respuesta oportuna; «a no conversar
tumultuosamente y a no dejar caer como una granizada, por la impetuosidad en el
hablar, las palabras que nos salen al paso»11.
Cosa por desgracia frecuente en muchos ambientes.
Nosotros
viviremos ejemplarmente este aspecto de la caridad y de la justicia si, con la
ayuda de la gracia, mantenemos un clima interior de presencia de Dios a lo
largo de nuestra jornada, si evitamos con prontitud los juicios negativos. La
justicia y la caridad son virtudes que hemos de vivir, en primer lugar, en
nuestro corazón, pues de la abundancia del corazón habla la boca12.
Ahí, en nuestro interior, es donde habitualmente debemos tener un clima de
comprensión hacia el prójimo, evitando el juicio estrecho y la medida pequeña,
pues «muchos, también gentes que se tienen por cristianas (...), imaginan,
antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no solo lo piensan,
sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la
muchedumbre»13.
El
amor a la justicia ha de llevarnos a no formar juicios precipitados sobre
personas y acontecimientos, basados en una información superficial. Es
necesario mantener un sano espíritu crítico ante informaciones que pueden ser
tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos
vienen envueltos en opiniones personales; y cuando se trata de noticias sobre
la Fe, la Iglesia, el Papa, los Obispos, etcétera, estas noticias, si están
dadas por personas sin fe o sectarias, con gran facilidad llegan deformadas en
su más íntima realidad.
El
amor a la verdad debe defendernos de un cómodo conformismo, y nos llevará a
discernir, a huir de las simplificaciones parciales, a dejar a un lado los
canales informativos sectarios, a desechar el «se dice», a buscar siempre la
verdad y a contribuir positivamente a la buena información de los demás:
enviando cartas aclaratorias a la prensa, aprovechando una información parcial
o sectaria para hablar con veracidad y sentido positivo de ese tema dentro del
círculo de personas en el que se desenvuelve nuestro vivir diario..., y, por
supuesto, no colaborando –ni con una sola moneda– al sostenimiento de ese
periódico, de esa revista, de ese boletín. Si todos los cristianos actuásemos así,
cambiaríamos muy pronto la confusa situación de atropello a la dignidad de las
personas que se produce en muchos países.
Comencemos
nosotros por ser justos en nuestros juicios, en nuestras palabras, y procuremos
que esa virtud se viva a nuestro alrededor, sin permitir la calumnia, la
difamación, la maledicencia, por ningún motivo. Una manifestación clara de ser
justos y de amor a la verdad es rectificar la opinión –si es necesario, también
públicamente– cuando advertimos que, a pesar de nuestra buena intención, nos
hemos equivocado o tenemos un nuevo dato que obliga a replantear un juicio
anterior.
III. Es
un hecho que quien tiene deformada la vista ve deformados los objetos; y quien
tiene enfermos los ojos del alma verá intenciones torcidas y oscuras donde solo
hay deseos de servir a Dios, o bien verá defectos que en realidad son propios.
Ya aconsejaba San Agustín: «procurad adquirir las virtudes que creáis que
faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los
tendréis vosotros»14.
Pidamos mucho al Señor ver siempre, y en primer lugar, lo bueno, que es mucho,
de quienes están con nosotros. Así sabremos disculpar sus errores y ayudarles a
superarlos.
Vivir
la justicia en las palabras y en los juicios es, también, respetar la intimidad
de las personas, protegerla de curiosidades extrañas, no exponer en público lo
que debe permanecer en privado, en el ámbito de la familia o de la amistad. Es
un derecho elemental que vemos frecuentemente dañado y maltratado. «No costaría
trabajo alguno señalar, en esta época, casos de esa curiosidad agresiva que
conduce a indagar morbosamente en la vida privada de los demás. Un mínimo
sentido de la justicia exige que, incluso en la investigación de un presunto
delito, se proceda con cautela y moderación, sin tomar por cierto lo que solo
es una posibilidad. Se comprende claramente hasta qué punto la curiosidad
malsana por destripar lo que no solo no es un delito, sino que puede ser una
acción honrosa, deba calificarse como perversión.
»Frente
a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una
trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su
derecho al silencio. En esta defensa suelen coincidir todos los hombres
honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima
decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa
reserva sus alegrías, sus penas y dolores de familia»15.
«“Sancta
Maria, Sedes Sapientiae” —Santa María, Asiento de la Sabiduría. —Invoca con
frecuencia de este modo a Nuestra Madre, para que Ella llene a sus hijos, en su
estudio, en su trabajo, en su convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha
traído»16.
1 Mc 3,
22-30. —
2 Cfr. Lc 11,
14. —
3 Mc 3,
30. —
4 Juan
Pablo II, Alocución 8-XI-1978. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 17. —
8 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2. —
9 F.
Fernández Carvajal, Antología de textos, voz Difamación.
—
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 443. —
11 San
Gregorio de Nisa, Homilía I, sobre los pobres que han de ser
amados. —
12 Mt 12,
34. —
13 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 67. —
14 San
Agustín, Comentario al Salmo 30. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 69. —
16 ídem, Surco,
n. 607.
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