Francisco Fernández-Carvajal 29 de enero de 2019
—
Parábola del sembrador. Nosotros somos colaboradores del Señor. Dar doctrina.
Las disposiciones de las almas pueden cambiar.
—
Optimismo en el apostolado. El Señor permite que en muchas ocasiones no veamos
los frutos. Paciencia y constancia. «Las almas, como el buen vino, se mejoran
con el tiempo».
— El
fruto es siempre superior a la semilla que se pierde. Muchos de nuestros amigos
están esperando que les hablemos de Cristo.
I. Salió
el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el
Evangelio1. El campo, el camino, los espinos y los pedregales recibieron
la semilla: el sembrador siembra a voleo y la simiente cae en todas partes. Con
esta parábola quiso declarar el señor que Él derrama en todos su gracia con
mucha generosidad. Lo mismo que el labrador no distingue la tierra que pisa con
sus pies, sino que arroja natural e indistintamente su semilla, así el Señor no
distingue al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al
valiente del cobarde2.
Dios siembra en todos; da a cada hombre las ayudas necesarias para su
salvación.
En la
oficina, en la empresa, en la farmacia, en la consulta, en el taller, en la
tienda, en los hospitales, en el campo, en el teatro..., en todas partes, allí
donde nos encontremos, podemos dar a conocer el mensaje del Señor. Él mismo es
quien esparce la semilla en las almas y quien da a su tiempo el crecimiento.
«Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra»3.
Somos colaboradores suyos y en su campo: Jesús, «por medio de los cristianos,
prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa
con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo»4,
con infinita generosidad.
Nos
toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra. No
deberíamos desaprovechar ninguna ocasión de dar a conocer a nuestro Dios:
viajes, descanso, trabajo, enfermedad, encuentros inesperados..., todo puede
ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El
Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer
crecer la semilla; eso es propio del Señor5:
que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende solo de Dios,
de su gracia que nunca niega. Debemos recordar siempre «que los hombres no son
más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas,
y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios
pueda utilizarlos»6.
Gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: estar en buen estado.
En
todas partes cayó la semilla del sembrador: en el campo, en el camino, en los
espinos, en los pedregales. «Y ¿qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre
piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no
tendría razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra,
ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con
las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra
buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que
pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la
semilla fructifique en ese terreno»7.
No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios. Nuestra oración y nuestra
mortificación, si somos humildes y pacientes, pueden conseguir del Señor la
gracia necesaria que transforme las condiciones interiores de las almas que
queremos acercar a Dios.
II.
Siempre es eficaz la labor en las almas. El Señor, de forma muchas veces insospechada,
hace fructificar nuestros esfuerzos. Mis elegidos no trabajarán en vano8,
nos ha prometido.
La
misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras
recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la
cama de un hospital, o con un trabajo escondido y monótono que permaneció
inadvertido a los ojos humanos. En ambos casos, el Señor quiere que se
alegren juntamente el sembrador y el segador9.
El apostolado es tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la
recolección.
La
tarea apostólica es también labor paciente y constante. De la misma
manera que el labriego sabe esperar días y más días hasta ver despuntar la
simiente, y más aún hasta la recolección, así debemos hacer nosotros en nuestro
empeño de acercar almas a Dios. El Evangelio y la propia experiencia nos
enseñan que la gracia, de ordinario, necesita tiempo para fructificar en las
almas. Sabemos también de la resistencia a la gracia en muchos corazones, como
pudo suceder con el nuestro anteriormente. Nuestra ayuda a otros se manifestará
entonces en una mayor paciencia –muy relacionada con la virtud de la fortaleza–
y en una constancia sin desánimos. No intentemos arrancar el fruto antes de que
esté maduro. «Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los
demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el
tiempo»10.
La
espera no se confunde con la dejadez ni con el abandono. Por el contrario,
mueve a poner los medios más oportunos para aquella situación concreta en la
que se encuentra esa persona a la que queremos ayudar: abundancia de la luz de
la doctrina, más oración y alegría, espíritu de sacrificio, profundizar más en
la amistad...
Y
cuando la semilla parece que cae en terreno pedregoso o con espinos, y que
tarda en llegar el fruto deseado, entonces hemos de rechazar cualquier sombra
de pesimismo al ver que el trigo no aparece cuando queríamos. «A menudo os
equivocáis cuando decís: “me he engañado con la educación de mis hijos”, o “no
he sabido hacer el bien a mi alrededor”. Lo que sucede es que aún no habéis
conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis
el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa
es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera,
esas almas volverán a Él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero
habrá otros para recoger lo que habéis sembrado»11.
Sobre todo estará Cristo, para quien nos hemos esforzado.
Trabajar
cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de
intención, buena señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea solo
para la gloria de Dios. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado,
que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque
tarden en venir los frutos.
»Si
perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también
a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución
cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y
otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»12.
III. Otra
semilla, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el
ciento, otra el sesenta y otra el treinta.
Aunque
una parte de la siembra se perdió porque cayó en mal terreno, la otra parte dio
una cosecha imponente. La fertilidad de la buena tierra compensó con creces a
la simiente que dejó de dar el fruto debido. No debemos olvidar nunca el
optimismo radical que comporta el mensaje cristiano: el apostolado siempre da
un fruto desproporcionado a los medios empleados. El Señor, si somos fieles,
nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración,
las horas de trabajo que ofrecimos por otros, las conversaciones que sostuvimos
con nuestros amigos, las horas de enfermedad ofrecidas, el resultado de aquel
encuentro del que nunca más tuvimos noticias, los frutos de todo lo que aquí
nos pareció un fracaso, a quiénes alcanzó aquella oración del Santo Rosario que
rezamos cuando veníamos de la Facultad o de la oficina... Nada quedó sin fruto:
una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El gran error del
sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar
poco propicio para que fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no
saber sembrar bien la semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras
palabras, o nos diga que no le interesan, o...
En el
apostolado hemos de tener presente que Dios ya sabe que unas personas
responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al hombre criatura libre,
el Señor –en su Sabiduría infinita– contó con el riesgo de que usara mal su
libertad: aceptó que algunos hombres no quisieran dar fruto; «cada alma es
dueña de su destino, para bien o para mal (...). Siempre nos impresiona esta
tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de
nuestra nobleza»13.
Dios
se complace en los que corresponden voluntariamente a su
gracia. Un alma que se decide libremente a aceptar sus gracias en lugar de
rechazarlas, ¡cuánta gloria da a Dios!; una persona que se empeña en dar frutos
de santidad con la ayuda divina en lugar de quedarse en la tibieza, ¡cuánto se
complace Dios en ella!; pensemos cuánto le han agradado los santos, cuánto le
ha glorificado la Santísima Virgen en el tiempo de su estancia en la tierra.
Este ha de ser el fundamento de nuestro optimismo en el apostolado.
Dios
nos podría haber creado sin libertad, de modo que le diéramos gloria como dan
gloria los animales y las plantas, que se mueven por las leyes necesarias de su
naturaleza, de sus instintos, sometidos a la servidumbre de unos estímulos
externos o internos. Podríamos haber sido como animales más perfeccionados,
pero sin libertad. Sin embargo, Dios nos ha querido crear libres para
que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él. Sepamos decir
libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor14.
Hacernos esclavos de Dios por amor compensa al Señor de todas las ofensas que
otros pueden hacerle por utilizar mal la libertad.
Vivamos
la alegría de la siembra, «cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y
ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que
plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de
que, “buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente”, dediquen sus
esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia»15.
1 Mc 4,
1-20. —
2 Cfr. San
Juan Crisóstomo Homilías sobre San Marcos, 44, 3. —
3 San
Agustín, Sermón 73, 3. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 157. —
5 Cfr. 1
Cor 3, 7. —
6 San
Pío X, Enc. Haerent animo, 9. —
7 San
Juan Crisóstomo, o. c., 44. —
8 Is 65,
23. —
9 Cfr. Jn 4,
36. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 78. —
11 G.
Chevrot, El pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1981, p. 267.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 207. —
13 Ídem, Amigos
de Dios, 33. —
14 Lc 1,
38. —
15 Conc. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 28.
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