ALBERTO BARRERA TYSZKA 29 de enero de 2019
La
discusión sobre la legalidad o no del juramento de Juan Guaidó como presidente
encargado de Venezuela es inútil. El conflicto, en estos momentos, no se basa
en la interpretación de una ley. Lo que ocurre es el clímax de un profundo
proceso de deterioro y corrupción de la democracia: fue Maduro quien se
autoproclamó como presidente, tras unas elecciones fraudulentas el 20 de mayo
del año pasado. Así como también, en diciembre del 2015, se autodesignaron los
magistrados del Tribunal Supremo de Justicia que hoy pretenden juzgar la
supuesta autodesignación del parlamento. El actual gobierno de Nicolás Maduro
es genéticamente ilegal. Juan Guaidó no es una causa sino una consecuencia. No
estamos frente a un problema de exégesis de la Constitución sino ante una
enorme crisis política. A medida que, tanto interna como externamente, las
presiones aumentan, el enfrentamiento crece. ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Acaso
se puede acordar una salida?
La
acción política del chavismo se basa en la lógica militar. Está fundada en el
contraataque. Apuesta por el desgaste del adversario y espera el momento
adecuado para lanzarse en un movimiento de contraofensiva. Así han reaccionado
siempre los oficialistas durante los veinte años del chavismo. Así actuaron
durante el paro petrolero de 2002 y durante las protestas populares de 2017.
Así, también, en distintas oportunidades y con diferentes mediadores, han usado
las mesas de negociación para ganar tiempo. Es una estrategia de guerra.
Entienden el diálogo como otra acción bélica. Solo lo aceptan si pueden sacarle
provecho. Su objetivo sigue siendo el mismo: contraatacar. Aprovechar la crisis
para profundizar aun más la revolución. En esta oportunidad no es diferente.
Todas las señales apuntan hacia esa misma dirección: el chavismo no está
dispuesto a negociar.
Pero
nunca antes el panorama internacional había sido tan adverso. Esto también
tiene que ver con un problema real. La crisis venezolana se desbordó, saltó las
fronteras y es cada vez menos manejable. Se trata de un tema crítico, en
términos de apoyo y de servicios, para todos los países vecinos, y de una
amenaza preocupante con respecto al aumento de la xenofobia y de la violencia.
En este contexto, el surgimiento de un liderazgo alternativo y la posibilidad
de tener otro interlocutor en el poder representa también la posibilidad de una
solución a un enorme problema en la región.
Obviamente,
el protagonismo de líderes con políticas tan cuestionables e irritantes como el
presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o el de Brasil, Jair Bolsonaro, le
otorgan una complejidad adicional a la percepción internacional de la crisis.
Su apoyo a Guaidó, de alguna manera, refuerza la narrativa chavista, basada en
el “imperialismo” y en la denuncia de una “invasión gringa”. Sin embargo, el
abrumador apoyo de los países latinoamericanos, así como la reacción de la
Unión Europea, pluraliza cualquier visión esquemática sobre el conflicto. Por
más que el chavismo insista en reducir el tema a los códigos más básicos de la
izquierda y la derecha, la complejidad de la realidad se hace cada vez más
evidente.
Cinco
años les han bastado a los líderes oficialistas para derrochar toda la herencia
simbólica que les dejó Hugo Chávez. Al final de la tarde del pasado 23 de
enero, el régimen de Maduro usó todos los recursos retóricos y convocó al
pueblo a una vigilia nocturna alrededor de la sede del gobierno. Como dan cuenta
las filmaciones de algunos periodistas, esa noche las calles que rodean el
Palacio de Miraflores estuvieron completamente vacías. Nadie asistió a la
vigilia. Esa silenciosa soledad fue una metáfora perfecta de lo que le ocurre.
El relato de la Revolución bolivariana ya no funciona ni fuera ni dentro del
país.
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