Francisco Fernández-Carvajal 25 de enero de 2019
—
Tiene su fundamento en la filiación divina.
— Cruz
y alegría. Causas de la tristeza. Remedios.
— El
apostolado de la alegría.
I. Cuando
el mundo surgió de las manos de Dios, todo desbordaba bondad, y esta tuvo su
punto culminante con la creación del hombre1.
Pero con el pecado llegó al mundo el mal, y como hierba mala arraigó en la
naturaleza humana. Unida siempre al bien, la alegría verdadera vino plenamente
a la tierra aquel día en que Nuestra Señora dio su consentimiento y en su seno
se encarnó el Hijo de Dios. En Ella ya reinaba un profundo gozo, porque había
sido concebida sin el pecado de origen y su unión con Dios Padre, Dios Hijo y
Dios Espíritu Santo era plena. Con su respuesta amorosa a los designios divinos
se convierte en causa, en todo el sentido de la palabra, de la nueva alegría
del mundo, pues en Ella nos llegó Jesucristo, que es el júbilo plenodel
Padre, de los ángeles y de los hombres: en quien Dios Padre tiene puestas todas
sus complacencias2,
y la misión de Santa María, entonces y ahora, es darnos a Jesús, su Hijo. Por
eso llamamos a Nuestra Señora Causa de nuestra alegría.
Hace
pocas semanas contemplábamos el anuncio del Ángel a los pastores: No
temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: hoy en la ciudad de David...3.
La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del
dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más
diversas y supieron seguirle: es la alegría colmada del anciano Simeón al tener
en sus brazos al Niño Jesús4;
o el inmenso gozo –gaudio magno valde5–
de los Magos al encontrar de nuevo la estrella que les conducía hasta Jesús,
María y José; y la de todos aquellos que un día inesperado descubrieron a
Cristo: ¿Por qué no le habéis prendido?, preguntarán más tarde los
príncipes de los sacerdotes y los fariseos a los servidores, que posiblemente
se ganaron un arresto o un despido al desobedecer: Es que jamás hombre
alguno -dijeron- habló nunca como este hombre6;
es la dicha de Pedro en el Tabor: Señor, bueno es quedarnos aquí7;
o el júbilo que recuperan, al reconocer a Jesús, dos discípulos que caminaban
hacia Emaús con profundo desaliento...8;
y el alborozo de los Apóstoles cada vez que ven a Cristo Resucitado...9.
Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi
espíritu está transportado de alegría en Dios, salvador mío10.
Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un
corazón humano.
La
alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la
persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el amor11.
Por su misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y
partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida, Sabiduría
infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda
en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad
y en el fracaso: Yo os daré una alegría -había prometido el
Señor en la Última Cena- que nadie os podrá quitar12.
Cuanto más cerca estamos de Dios, mayor es la participación en su Amor y en su
Vida; cuanto más crezcamos en la filiación divina, mayor y más tangible será
nuestra alegría. ¿Es alegre, positivo, optimista, mi modo habitual de ser y de
comportarme? ¿Pierdo fácilmente la alegría por una contradicción, por un
contratiempo? ¿Me dejo llevar con frecuencia por los estados de ánimo?
II. ¡Qué
distinta es esta felicidad de aquella que depende del bienestar material, de la
salud ¡tan frágil!, de los estados de ánimo ¡tan cambiantes!, de la ausencia de
dificultades, del no padecer necesidad...! Somos hijos de Dios y nada nos debe
turbar; ni la misma muerte.
San
Pablo recordaba a los primeros cristianos de Filipos: Alegraos siempre
en el Señor; os lo repito, alegraos13.
Y les señalaba enseguida la razón: El Señor está cerca. En medio
del ambiente difícil, a veces duro y agresivo, en el que se movían, el Apóstol
les indica la mejor medicina: estad alegres. Y es admirable este
mandato del Apóstol, pues cuando él escribe esa Carta está
encadenado en la cárcel. Y en otra ocasión, en circunstancias
extraordinariamente difíciles, escribirá: abundo y sobreabundo de gozo
en todas mis tribulaciones14.
Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las
circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios,
en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. «¿Cómo es posible estar
alegres ante la enfermedad y en la enfermedad, ante la injusticia y sufriendo
la injusticia? ¿No será esa alegría una falsa ilusión o una escapatoria
irresponsable?: ¡no! La respuesta nos la da Cristo: ¡solo Cristo! Solo en Él se
encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia
humana. Solo en Él –en su doctrina, en su Cruz Redentora, cuya fuerza de
salvación se hace presente en los Sacramentos de la Iglesia– encontraréis
siempre la energía para mejorar el mundo, para hacerlo más digno del hombre,
imagen de Dios, para hacerlo más alegre.
«Cristo
en la Cruz: esta es la única clave auténtica. En la Cruz, Él acepta el
sufrimiento para hacernos felices; y nos enseña que, unidos a Él, también
nosotros podemos dar un valor de salvación a nuestro sufrimiento, que así se
transforma en gozo: en la alegría profunda del sacrificio por el bien de los
demás y en la alegría de la penitencia por los pecados personales y los pecados
del mundo.
»A la
luz de la Cruz de Cristo, por tanto, no hay lugar para el temor al dolor,
porque entendemos que en el dolor se manifiesta el amor: la verdad del amor, de
nuestro amor a Dios y a todos los hombres»15.
En el
Antiguo Testamento ya había dicho el Señor por boca de Nehemías: No os
entristezcáis, porque la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza16.
En efecto, la alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para
alcanzar la victoria17,
un admirable remedio para todos los males. Este gran bien solo lo perdemos por
el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, la desgana en el trato con Dios,
el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que
nos llega de formas tan diversas: dolor, enfermedad, fracaso, contradicción,
cambio de planes, humillaciones... La tristeza hace mucho daño en nosotros y a
nuestro alrededor. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto
aparece: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de ti la
congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad alguna en ella18.
En
cualquier circunstancia que tienda a abatirnos podemos recuperar la alegría si
sabemos abrir el corazón: hablar, airear el alma. Cuando acudimos a la oración
o vamos con corazón contrito a la Confesión tomamos una actitud eficaz para
encontrar el camino de la alegría, sobre todo cuando se perdió a causa del
pecado o de descuidos culpables en el trato con el Señor. El olvido de sí
mismo, el no andar excesivamente preocupados de las propias cosas, la humildad,
en definitiva, es condición imprescindible para abrirnos a Dios como buenos
hijos, fundamento de toda alegría verdadera. En la oración confiada –que es
hablar con Dios– surgirá la aceptación de una contrariedad (quizá la causa
oculta de ese estado triste), o la decisión de abrir el alma en la dirección
espiritual –para decir aquello que nos preocupa–, o de ser generosos en eso que
Dios nos pide y que quizá –por nuestras escasas luces– nos cuesta darle.
III. El
apostolado que nos pide el Señor es, en buena parte, sobreabundancia de alegría
sobrenatural y humana, transmitir la alegría de estar cerca de Dios. Cuando
esta «se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo,
impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana, contagiando a toda la sociedad.
»Hijos
míos –decía el Papa Juan Pablo II–, solo si tenéis en vosotros esta gracia
divina, que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres»19.
Un
campo importante, donde debemos sembrar mucha alegría, es en la familia. La
nota dominante en el propio hogar ha de ser la sonrisa habitual –aunque estemos
cansados, aunque tengamos asuntos que nos preocupen–, y entonces esta manera
optimista, cordial, afable, de comportarnos es también «la piedra caída en el
lago»20, que provoca una onda más amplia, y esta otra más: acaba
creando un clima grato en el que es posible convivir y en el que, con
naturalidad, se desarrolla un apostolado fecundo con los hijos, con los padres,
con los hermanos... Por el contrario, un gesto adusto, intolerante, pesimista,
reiterativo.... aleja a los demás de uno mismo y de Dios, crea nuevas tensiones
y con facilidad se falta a la caridad. Dice Santo Tomás que nadie puede
aguantar ni un solo día a una persona triste y desagradable; y, por tanto, todo
hombre está obligado, por un cierto deber de honestidad, a convivir amablemente
(con alegría) con los demás21.
Vencer los estados de ánimo, el cansancio, las preocupaciones personales, será
siempre una mortificación muy grata al Señor.
Este
espíritu alegre, optimista, sonriente, que tiene como fundamento hondo la
filiación divina, hemos de extenderlo al trabajo, a los amigos, a los vecinos,
a esas personas con las que quizá solo vamos a tener un breve encuentro en la
vida: al cliente que ya no veremos más, al enfermo que una vez sano ya no
deseará ver al médico, a esa persona que nos ha preguntado la dirección de una
calle... Se llevarán de nosotros un gesto cordial, y el haberles encomendado a
su Ángel Custodio... Y muchos encontrarán en la alegría del cristiano el camino
que conduce al Señor, que quizá de otra manera no hallarían.
«¡Cómo
sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su
Madre, que no puede contener su alegría —“Magnificat anima mea Dominum!” —y su
alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh,
Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de
tenerlo»22. Junto a Ella hacemos hoy un «propósito sincero: hacer amable
y fácil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida»23.
1 Cfr. Prov 8,
30-31. —
2 Cfr. Mt 3,
17. —
3 Lc 2,
10. —
4 Cfr. Lc 2,
29-30. —
5 Cfr. Mt 2,
10. —
6 Jn 7,
46. —
7 Mc 9,
5. —
8 Cfr. Lc 24,
13-35. —
9 Cfr. Jn 16,
22. —
10 Lc 1,
46-47. —
11 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4 ss. —
12 Jn 16,
22. —
13 Flp 4,
4. —
14 2
Cor 7, 4. —
15 A.
del Portillo, Homilía en la Misa para los participantes en el
Jubileo de la juventud, 12-IV-1984. —
16 Neh 8, 10. —
17 Cfr. 1 Mac 3, 2 ss.—
18 Eclo 30, 24-25. —
19 Juan
Pablo II, Discurso 10-IV-1979. —
20 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 831. —
21 Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 114, a. 2 ad 2. —
22 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 95. —
23 Ibídem,
n. 63.
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