Francisco Fernández-Carvajal 07 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Seguimiento de Cristo y conocimiento propio. El examen
de conciencia.
— Espíritu de examen. Humildad. Vencer la pereza al
hacer esta práctica de piedad.
— Modo y disposiciones para hacerlo. Contrición.
Propósitos.
I. En el Evangelio
de la Misa nos habla el Señor de las exigencias que lleva consigo el seguirle,
el atender a la llamada que dirige a todos. Y nos hace esta advertencia: ¿Quién
de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los
gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no
puede acabarla, se pongan a burlarse de él... ¿O qué rey, si va a dar la
batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres
podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?1.
Cuando se emprende un gran asunto es preciso valorar,
calibrar las posibilidades, echar mano de los recursos oportunos para llevarlo
a buen fin. Ser discípulo de Cristo, procurar seguirle fielmente en medio de
nuestras ocupaciones, es la empresa suprema que ha de acometer todo hombre. Y
para llevarla a buen término es necesario conocer bien los medios que poseemos
y saber utilizarlos, ser conscientes de aquello que nos falta para pedirlo
confiadamente al Señor, arrancar y tirar lo que estorba. Y esta es la misión
del examen de conciencia. Si lo hacemos bien, con hondura, nos
lleva a conocer la verdad de nuestra vida. «Conocimiento de sí, que es el
primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios»2.
Los buenos comerciantes hacen balance cada día del
estado de sus negocios, examinan sus ganancias o sus pérdidas, saben dónde se
puede mejorar o detectan con prontitud la causa de una mala gestión y procuran
poner remedio antes de que se originen mayores males para la empresa. Nuestro
gran negocio, en cada jornada, es la correspondencia a la llamada del Señor. No
existe nada que nos importe tanto como acercarnos más y más a Cristo.
En el examen de conciencia se confronta nuestra vida
con lo que Dios espera de nosotros, con la respuesta diaria a su llamada. Y es
lo que nos permite pedir perdón y recomenzar de nuevo muchas veces; por eso,
«el examen es el paso previo y el punto de partida cotidiano para encendernos
más en el amor a Dios con realidades –obras– de entrega»3.
Esforzarnos en hacerlo con profundidad «impide que en nuestra alma arraiguen los
gérmenes de la tibieza y nos facilita vivir lejos de las ocasiones de pecar.
»Si de veras pretendemos conseguir esa limpieza de
corazón, que nos llevará a ver a Dios en todo, necesitamos tomar muy en serio
el examen diario de nuestra alma. Quien se contentara con una visión rutinaria,
superficial, acabaría deslizándose por el plano inclinado de la negligencia y
de la pereza espiritual, hacia la tibieza, esa miopía del alma que prefiere no
discernir entre el bien y el mal, entre lo que procede de Dios y lo que
proviene de nuestras propias pasiones o del diablo »4.
Es el amor lo que nos mueve a examinarnos y da esa
particular agudeza al alma para detectar aquellas cosas de nuestro actuar que
no agradan a Dios. Hagamos el propósito para todos los días de nuestra vida de
«hacer a conciencia el examen de conciencia»5.
Veremos, en poco tiempo quizá, la gran ayuda que representa en el camino que
lleva a Cristo.
II. Para hacer
a conciencia este balance al terminar la jornada, será de gran ayuda
fomentar a lo largo del día el espíritu de examen, como «el buen
banquero que cotidianamente, al anochecer, computa sus pérdidas y ganancias.
Pero eso no puede hacerse con detalle, si en todo momento no registra en los
libros las cuentas. Una mirada a todas y cada una de las anotaciones muestra el
estado de todo el día»6.
Para construir la torre que Dios espera de nosotros,
para presentar esa batalla contra los enemigos del alma –según los ejemplos que
el Señor nos pone en el Evangelio–, debemos ser conscientes de los recursos con
que contamos, de las ayudas que precisamos, de los muros en los que no hemos
puesto el debido cuidado, o de flancos que hemos dejado desguarnecidos y a
merced del enemigo: defectos que conocemos y que debiéramos corregir;
inspiraciones para hacer el bien, para servir a los demás con más alegría, y a
las que quizá no correspondemos; mediocridad espiritual consentida, por no ser
generosos en la mortificación pequeña; sobreestimar, como si fueran fines, los
bienes materiales; dejarse dominar por la comodidad; considerar como el bien
mayor la propia tranquilidad; hacer con tibieza lo que a Dios se refiere.
No es fácil el conocimiento propio; hemos de ir
prevenidos contra «el demonio mudo»7,
que intentará cerrarnos la puerta de la verdad para que no veamos las
imperfecciones y flaquezas, los defectos arraigados en el alma, y que tenderá a
disculpar las faltas de amor a Dios, los pecados y las imperfecciones, y a
considerarlos como si fueran detalles de poca importancia o debidos a las
circunstancias externas, Para conocernos con hondura y sin paliativos nos podrá
ayudar el preguntarnos con frecuencia: ¿dónde tengo puesto de modo más o menos
habitual el corazón?..., ¿en mí mismo..., en mis dolencias..., en el éxito, en
el posible fracaso..., en el trabajo en sí, sin convertirlo en una ofrenda a
Dios?; ¿con qué frecuencia acudo a Dios a lo largo del día para pedirle perdón,
para darle gracias, para requerir su ayuda?; ¿qué intenciones me mueven a
actuar?, ¿en qué está ocupada habitualmente mi mente?; ¿ha sido mío o ha sido
de Dios este día?, ¿le he buscado a Él, o me he buscado a mí mismo?...
Para conocernos de verdad, para saber con qué
contamos, es necesario que pidamos la humildad, porque sin ella estamos a
oscuras. La humildad nos lleva a iniciar el examen con el conocimiento profundo
de que somos pecadores.
Otro enemigo del examen de conciencia es la pereza,
que en las cosas de Dios es tibieza. Una de sus primeras manifestaciones es
precisamente el poco empeño en examinarse. Sucede entonces en el
alma como en la tierra que el campesino ha dejado en barbecho, sin atender una
temporada: no tardan en crecer en el alma los cardos de los defectos, los
espinos de las pasiones desordenadas que ahogan la semilla de la gracia. Pasé
junto al campo del perezoso, y junto a la viña del insensato, y todo eran
cardos y ortigas que habían cubierto su haz, y la cerca estaba destruida8.
En el examen de conciencia diligente, hondo, humilde,
descubrimos la raíz de las faltas de caridad, de trabajo, de alegría, de
piedad, que quizá se repiten con frecuencia. Entonces, podremos luchar y vencer
con la ayuda de la gracia.
III. El
examen de conciencia no es una simple reflexión sobre el
propio comportamiento: es diálogo entre el alma y Dios. Por eso, al
iniciarlo debemos ponernos, en primer lugar, en presencia del Señor,
como cuando hacemos un rato de oración, A veces nos bastará una jaculatoria o
una breve oración. En ocasiones nos pueden servir las palabras con que aquel
ciego de Jericó, Bartimeo, se dirigió a Jesús en demanda de luz para sus ojos
ciegos: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!9:
da luz a mi alma para entender lo que me separa de Ti, lo que debo arrancar y
tirar, aquello en lo que debo mejorar: trabajo, carácter, presencia de Dios,
alegría, optimismo, apostolado, preocupación por hacer la vida más grata a
quienes conviven conmigo...
Después, en el examen propiamente dicho, nos puede
ayudar el considerar cómo ha visto el Señor nuestro día. Procuremos, con ayuda
de nuestro Ángel Custodio, verlo reflejado en Dios como en un espejo, pues
«jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios»10.
Luego, a continuación, se puede examinar el comportamiento concreto: para con
Dios, para con el prójimo, para con uno mismo... Esto puede hacerse recorriendo
brevemente las horas del día, o las diferentes situaciones en las que nos hemos
encontrado, dando especial importancia al cumplimiento del plan de vida, a los
propósitos formulados el día anterior, a los consejos recibidos en la dirección
espiritual. Con todo, esta práctica piadosa es muy personal. En la dirección
espiritual nos pueden ayudar mucho en el modo de llevarla a cabo.
Lo más importante del examen hecho cerca del Señor,
que ordinariamente durará muy pocos minutos, es el dolor, la contrición. Si
esta es sincera, brotarán algunos propósitos, pocos (muchas veces uno solo),
concretos y quizá pequeños: buscar alguna industria humana para tratar con más
frecuencia al Ángel Custodio; cuidar mejor la puntualidad en el trabajo o en la
Santa Misa; sonreír aunque estemos cansados o algo enfermos; ser más amables;
poner más intensidad y lucha en la oración; acudir en ese día con más
frecuencia a la Santísima Virgen, a San José, a Jesús presente en los sagrarios
de los muchos templos de la ciudad o de la única iglesia del pueblo; acabar
bien la tarea, sin chapuzas; vivir mejor las mortificaciones habituales,
concretando alguna especial en las comidas, en el orden personal; invitar a
aquellos amigos al próximo retiro espiritual, sin dejar pasar un día más...
Dolor hondo, aunque las faltas sean leves, y propósitos para los que pediremos
ayuda a Dios, porque si no, aunque sean pequeños, no saldrán adelante.
También veremos las buenas obras de ese día, y eso nos
llevará a ser agradecidos con el Señor. Así podremos retirarnos a descansar con
el alma llena de paz y de alegría, con deseos de recomenzar al día siguiente
ese camino de amor a Dios y al prójimo.
1 Lc 14,
28-32. —
2 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1. —
3 A.
del Portillo, Carta 8-XII-1976, n. 8. —
4 Ibídem.
—
5 Ibídem.
—
6 San
Juan Clímaco, Escala del paraíso, 4. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 236. —
8 Prov 24,
30-31. —
9 Cfr. Mc 10,
51. —
10 Santa
Teresa, Moradas, 1, 2, 9.
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