Luis Gómez Calcaño 22 de diciembre de 2020
Ser ciudadano es, según dicen las constituciones,
pertenecer a una comunidad política que nos protege y nos exige. Sin embargo,
en Venezuela esa palabra fue adquiriendo un sentido paralelo y negativo. Cuando
alguna autoridad pretende reducirnos al anonimato, cuando no nos quiere
reconocer con el mínimo respeto de llamarnos “señor” o “señora”, nos interpela
y nos dice: “ciudadano, la cédula”, iniciando una cadena de interacciones que
muchas veces termina mal. Pero cuando se pierde hasta esa mínima expresión simbólica
de la pertenencia, cuando el título de “ciudadano” es más un riesgo que una
garantía de protección, porque se ha desligado completamente de las garantías
formales ofrecidas, se entra plenamente en los procesos de desciudadanización.
La palabra es fea, pero la realidad que designa lo es más aún. El término ha
sido muy usado por los críticos del neoliberalismo para denunciar la pérdida de
derechos sociales atribuida a las reformas que pretenden someter la vida social
a la lógica del mercado; pero también es aplicable al despojo sistemático de
los derechos civiles y políticos que emprenden los regímenes autoritarios.
Dejar de ser ciudadano es replegarse a una vida
“privada”, en el mal sentido de la palabra: privada de derechos.
Es perfectamente posible ser individuo, padre de
familia, trabajador y fanático del béisbol sin ser ciudadano. Es posible, pero
implica hacer ciertas concesiones: cocinar con leña, hacer colas de varios días
por gasolina, ser obsecuente con la autoridad que controla el acceso al
surtidor, a las cajas de comida, al hospital. Pero ni siquiera ellas garantizan
vivir: eso dependerá del azar de los suministros médicos, de si el asaltante
está de malas o si al torturador se le pasa o no la mano.
El desciudadano, después de haber dicho muchas veces,
indignado, “no hay derecho”, termina por darse cuenta de que sí, tiene razón,
no hay derecho ni derechos, y de tanto estar
indignado ya no sabe qué es la dignidad; decide arreglárselas por su cuenta,
“resolver” por aquí y por allá.
El desciudadano sabe que las reglas de juego ni
siquiera son las de la jungla, donde quién se come a quién está determinado por
un ecosistema estable y predecible, sino algo mucho peor: son las de una jungla
donde los predadores han destrozado el equilibrio entre las especies, en nadie
se puede confiar y cualquier acuerdo dura hasta que convenga traicionarlo. La
otra cara de la desciudadanización es que no solo se pierden los derechos sino
los deberes: el desciudadano es un criminal en potencia porque no encuentra
límites legales ni éticos en su lucha por sobrevivir.
Su lema podría ser: “¿Y a mí qué?”. Traficar drogas,
armas o personas se hacen prácticas habituales donde convergen actores privados
y públicos que se protegen y refuerzan mutuamente.
El desciudadano ya no recuerda qué es la política: era
algo que hacían los políticos y en lo que alguna vez participó cuando lo
convocaban. La vieja frase “yo no tengo tiempo para estar metido en política,
tengo que trabajar, tengo que buscar la comida para mis hijos” está más vigente
que nunca; en lugar de una excusa de quienes evaden el compromiso, es ahora una
verdad urgente y reforzada por el miedo.
El emigrante venezolano de los últimos años es un
desciudadano por definición: ha dado el último paso que le faltaba para
reconocer que se han roto los lazos que le unían a los derechos formales que le
da la Constitución y obligaban al
Estado frente a él. De hecho, su nacionalidad se convierte en un obstáculo más
que en una protección, desde el momento en que le es casi imposible obtener una
simple cédula de identidad, por no hablar de un pasaporte. Aunque hay convenciones
internacionales que lo protegen con palabras grandilocuentes, su condición de
extranjero le limita de entrada buena parte de sus derechos. Dependerá de la
buena voluntad, más que de las leyes, de los países de recepción el
reconocérselos.
En su obra Los orígenes del totalitarismo,
Hannah Arendt se ocupó del tema de los desplazados por las revoluciones y
guerras de la primera mitad del siglo XX, destacando que la noción de derechos
humanos surgió inicialmente ligada a la pertenencia a comunidades nacionales,
por lo que los millones de personas que habían perdido su nacionalidad al huir
de la opresión bolchevique o nazi no encontraban una base jurídica para el
reconocimiento de sus derechos; peor aún, sus propios gobiernos se los habían
ido arrebatando gradualmente hasta convertirlos en parias, lo cual había hecho
de la emigración una huida para salvar la vida más que una decisión libre.
En el caso de los emigrantes venezolanos, algunos
países receptores se han resistido a calificarlos como “refugiados”, ya que
consideran que son ante todo migrantes económicos y no perseguidos por las
causales que indica la Convención Sobre el Estatuto de los Refugiados: “raza,
religión, nacionalidad, membresía de un grupo social o de opinión política en
particular”.
Es cierto que la Declaración de Cartagena, de 1984,
considera refugiados “a las personas que han huido de sus países porque su
vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada,
la agresión extranjera, los conflictos internos,
la violación masiva de los derechos
humanos u otras circunstancias que hayan
perturbado gravemente el orden público.” Pero ella no es vinculante y
solo ha sido ratificada por algunos países latinoamericanos.
Los migrantes venezolanos huyen de la violación masiva
de sus derechos humanos, que ha sido constatada por numerosas fuentes
nacionales e internacionales; sin
embargo, el reciente caso de los que perdieron la vida al ser devueltos de
Trinidad y Tobago muestra que tanto para el régimen de ese país como para el de
Venezuela, ellos no eran ciudadanos, no tenían derechos, ni siquiera el derecho
a la vida. El Comisionado de la Secretaría General de la OEA para la crisis de
migrantes y refugiados venezolanos, David Smolansky, ha denunciado la deportación
de refugiados coordinada por ambos gobiernos: es una repetición siniestra de
las que efectuaron muchos países europeos cuando deportaban judíos a la
Alemania nazi y emigrantes rusos y de otros países bajo dominación soviética a
sus lugares de origen.
Con o sin coordinación, lanzar al mar a refugiados
conociendo el riesgo para sus vidas no solo califica como delito de lesa
humanidad, sino que más allá de lo formal, retrata la vileza de ambos regímenes
y de sus dirigentes.
Luis Gómez Calcaño
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