Opus Dei 27 de diciembre de 2020
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Reflexión
para meditar el 28 de diciembre. Los temas propuestos son: las circunstancias
en las que vino Jesús; san José actúa con fe y realismo; los Inocentes y el
dolor de las madres.
«LEVÁNTATE, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y
quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para
matarlo» (Mt 2,13). Con estas pocas palabras el ángel despierta a José para que
salve la vida del Niño Jesús. Quizá nos ha llamado la atención que esta vez el
relato no comenzase por un consolador no temas; esta vez sí que hay
motivos para temer porque lo que está a punto de suceder es dramático. Un rey,
por envidia y miedo, busca a Cristo para matarle. Jesús encuentra enemigos siendo
todavía un niño frágil.
José, sin embargo, no se deja dominar por miedo y
despierta delicadamente a María. Ayer mismo han disfrutado de la visita de los
Magos. El olor a incienso y el brillo del oro que les han regalado siguen
llenando el lugar donde descansan. Y, sin embargo, ya es necesario escapar,
salir sin llamar la atención.
Podemos aprender del contraste de esta escena
evangélica, al no perder de vista las sufrientes circunstancias en las que Dios
quiso hacerse Niño. «Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto,
es también aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un
corazón sensible y abierto al dolor del prójimo (...). Contemplar el pesebre
aislándolo de la vida que lo circunda sería hacer de la Navidad una linda fábula
que nos generaría buenos sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora
de la Buena Noticia que el Verbo Encarnado nos quiere regalar. Y la tentación
existe»[1].
EN EL CORAZÓN de María se empieza a hacer presente la
profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). La
madre de Cristo se está acostumbrando a salir enseguida, sin precipitación pero
sin demoras innecesarias. Esta vez tampoco hay tiempo para despedirse. ¿Por qué
Jesús es una amenaza para Herodes? María y José tal vez no lo entienden pero no
juzgan los planes divinos. No se rebelan. Rezan antes de salir para que Dios
les proteja y les bendiga en este nuevo viaje. Las dificultades no les nublan
la vista, aunque temen por el Niño.
A José, quizá, una vez más, le asalta la misma
incertidumbre que en ocasiones anteriores: ante el embarazo de María, cuando
partieron hacia Belén a pocos días de dar a luz, la falta de lugar en la posada
y ahora la necesidad de huir en medio de la noche. San Josemaría se
impresionaba ante su reacción: «¿Habéis visto qué hombre de fe? (...) ¡Cómo
obedece! “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”, le ordena el mensajero
divino. Y lo hace.¡Cree en la obra del Espíritu Santo!»[2]. El padre
terrenal de Jesús ha asumido su misión y sabe que un minuto de retraso puede
ser perjudicial. Contempla a María absolutamente abandonada en Dios y en él,
así que deciden partir en medio de la oscuridad.
«San José fue el primer invitado a custodiar la
alegría de la Salvación. Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo,
san José –testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz
de Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la voz
de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a lo que le
rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo (...). Al igual que san
José, necesitamos coraje para asumir esta realidad, para levantarnos y tomarla
entre las manos»[3].
POR ORDEN de Herodes, un pelotón de soldados sale de
Jerusalén para «matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca,
de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había
averiguado de los Magos» (Mt 2,16). La entera ciudad de David se llena del
quejido de unas criaturas inocentes y del dolor de sus madres. «Se cumplió
entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías: una voz se oyó en Ramá,
llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite
consuelo, porque ya no existen» (Mt 2,17-18).
¿Cómo puede despertar tanta violencia una criatura
indefensa? Esos niños han dado la vida por Jesús[4]. Mueren sin
saber siquiera que mueren. Sus madres ven truncadas aquellas vidas inocentes y
no saben por qué. Aparentemente no hay explicación para este suceso; representa
el sufrimiento a primera vista inútil e injusto de unos niños que sellan con
sus vidas la verdad que aún no conocen. María quizá imagina a estas madres
rotas por el dolor, sin lágrimas suficientes para llorar tanto sufrimiento. No
lo entiende, pero sabe que tiene un sentido y posiblemente empieza a atisbar
que los planes de Dios no saldrán adelante sin mucho sacrificio.
El lenguaje se queda mudo ante semejante sufrimiento.
María lo acoge en su corazón y guardó ese recuerdo toda la vida. Aquellos
Inocentes dieron testimonio de Cristo, «non loquendo sed moriendo»[5], no hablando,
sino muriendo, como «primicias para Dios y para el Cordero» (Ap 14,4). Quizá,
con el pasar de los años, María encontró a alguna de aquellas mujeres de Belén.
No sería fácil consolarla, pero seguramente tendría palabras para serenar y
curar esos corazones: las vidas de aquellos Santos Inocentes se unirían a la de
su Hijo.
[1] Francisco, Carta a los Obispos en la Fiesta de
los Santos Inocentes, 28-XII-2016.
[2] San Josemaría, En diálogo con el Señor, meditación
“San José, nuestro Padre y Señor”, n. 3.
[3] Francisco, Carta a los Obispos en la Fiesta de
los Santos Inocentes, 28-XII-2016.
[4] Cfr. San Agustín, Sermón 373 en la Epifanía.
[5] Oración Colecta de la Misa.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/28-de-diciembre-santos-inocentes/
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