Opus Dei de diciembre de 2020
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Comentario
de la Solemnidad de la Natividad del Señor.
Evangelio (Lc 2,1-14)
En aquellos días se promulgó un edicto de César
Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento se
hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno
a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret,
ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para
empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se
encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo
primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había
lugar para ellos en el aposento.
Había unos pastores por aquellos contornos, que
dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso
un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y
se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo:
— No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran
alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de
David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal:
encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.
De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de
la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace».
Comentario
El feliz anuncio a los pastores sigue resonando en
nuestros oídos, año tras año, sin que lleguemos a acostumbrarnos. Nuestro
corazón se llena de nuevo de alegría al escuchar el relato del nacimiento del
Hijo de Dios, como si fuera la primera vez. El viaje de Nazaret a Belén, María
a punto de dar a luz, José en busca de un lugar para el parto, el Niño que
nace, los pañales y el pesebre, el anuncio a los pastores, y su apresurada
visita. Todo parece nuevo en esta nueva Navidad.
San Lucas encuadra el nacimiento de Jesús dentro de la
historia del mundo. El emperador Augusto había logrado instaurar en sus enormes
dominios un largo periodo de paz, conocida como la Pax Augusta,
pero fue después de muchas guerras, de muchos sometimientos, de mucha
esclavitud. Por eso, aquel “primer empadronamiento” podía parecer un gesto de
orgullo por parte de la autoridad, pero de ello se sirvió Dios para que se
cumplieran las Escrituras, pues estaba escrito por medio del Profeta que en
Belén de Judá había de nacer el Mesías (cf. Mt 2,5). El viaje de José con su
esposa encinta, no exento de riesgos, era un acto de obediencia humana, pero
sirvió de cauce para que María y José obedecieran a Dios, plenamente confiados
en que todo saldría bien. Probablemente, José pasó por el agobio ante la
dificultad para encontrar el lugar más apropiado para aquel virginal
alumbramiento. Pero su fortaleza, serenidad y confianza en Dios se impusieron
para que María pudiese dar a luz “a su hijo primogénito”, “el primogénito entre
muchos hermanos” (Romanos 8,29), en un lugar aparentemente poco apropiado para
Dios, un pesebre, un rincón desconocido de una de las provincias de ese gran
imperio. Pero la diligencia de José y la presencia de María convirtieron aquel
pobre lugar en el más digno no solo de aquel imperio sino de toda la tierra.
Hasta los animales de aquel establo participaban de aquel prodigio: “Conoce el
buey a su amo, y el asno, el pesebre de su dueño”, dice el profeta Isaías.
Pero de pronto, el cielo se abre, la gloria de Dios es
incontenible, y se manifiesta no a los grandes de la tierra sino a unos
pastores. Eran hombres quizá rudos, poco valorados en aquella sociedad, pero
fueron los elegidos por Dios para ser testigos directos del gran
acontecimiento. Quedaron deslumbrados y atemorizados por el anuncio que venía
del ángel, y por la muchedumbre de la corte celestial que alababa a Dios.
Conocerían quizá las profecías que hablaban del Mesías que había de nacer en la
ciudad de David: “Pero tú, Belén Efrata, aunque tan pequeña entre los clanes de
Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en Israel” (Miqueas 5,2). Sin
embargo, no podían imaginar que aquella noche, en aquellos contornos que ellos
tan bien conocían por su trabajo, iba a cumplirse aquella divina promesa. Dios
los miró con complacencia por su buena voluntad, por su condición humilde.
Superado el temor inicial ante tan inesperada visita, se llenaron de una
alegría y paz que jamás habían experimentado. Se cumplieron en ellos las
palabras del profeta que escuchamos en la primera lectura de la misa de esta
noche: “Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría” (Isaías 9,2).
Para poder participar del gozo del nacimiento del Salvador,
necesitamos mirar a María y a José, a los pastores, y admirarnos como lo haría
un niño, lleno de asombro. Iremos también nosotros a adorar al Niño y
aprenderemos las lecciones de la “cátedra de Belén”, como le gustaba a San
Josemaría referirse a este misterio. Quizá la lección que más hay que aprender
hoy es la humildad, la de saberse pequeños delante de Dios, y así se cumplirán
en nosotros las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos: “El que reciba en
mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe
a mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9,37). Hoy el niño es Jesús, el enviado
del Padre. Acojámosle.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/evangelio-solemnidad-navidad-25-diciembre/
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