Diego Zalbidea 19 de diciembre de 2020
@diego_zalbidea
En
la discreción y en el silencio de los sacramentos nos espera Jesús para que le
abramos libremente nuestra alma.
Hay un gran revuelo en el Monte de los Olivos. A
empujones han llevado hasta allí a una mujer que había sido sorprendida con un
hombre que no era su marido. Es fácil imaginar el dolor de Jesús pensando en el
sufrimiento de esa pobre mujer y en la ceguera de esos hombres: ¡Qué poco
conocen a su Padre Dios! En realidad la arrastran hasta allí para tender a
Jesús una emboscada: «Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué
dices?» (Jn 8,5). En el fondo no les interesa la respuesta; aquellos hombres,
utilizando las leyes de Dios, quieren una justificación a su personal sentencia
ya dictada. Por eso no serán capaces de entender el primer gesto lleno de
elocuencia que el Señor les ofrece: «Jesús, se agachó y se puso a escribir con
el dedo en la tierra» (Jn 8,6). Después se incorpora y, con claridad, les dice:
«El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8,7). Y,
al final, vuelve a inclinarse y a escribir en el polvo que estaba bajo sus
pies.
Discretas acciones y gestos
En este pasaje vemos que Jesús, aunque se pone de pie
para hablar públicamente, cuando desea escribir algo que responda personalmente
a la vida de aquella mujer lo hace inclinado en el suelo. Esa suele ser la
forma mediante la cual se comunica con nosotros: agachado, escondido, como ocultando
su divinidad en discretas acciones y pequeños gestos. A veces nos cuesta
valorar lo que está escrito en la tierra; en numerosas ocasiones no
somos capaces de reconocerle ahí. Aquello pasa tan desapercibido que el
evangelista no nos ha contado ni siquiera lo que Jesús escribió. El Hijo de
Dios aparece en la escena –de la misma manera como lo hace también en nuestra
vida– pero no quiere imponer su presencia, ni su opinión, ni siquiera quiere
especificar de manera indudable una correcta interpretación de la ley de
Moisés, tal como se lo pedían. Jesús «no cambió la historia constriñendo a
alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que
fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente. Y la
santidad no es sino custodiar esta gratuidad»[1].
Quizá muchas veces nos hemos preguntado por qué Dios
no se manifiesta más claramente, por qué no habla más alto. A lo mejor incluso
hemos querido rebelarnos ante esta forma suya de ser e ingenuamente hemos
buscado corregirla. Benedicto XVI nos prevenía ante aquella
tentación, haciéndonos ver que se repite constantemente a lo largo de la
historia: «Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el
mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del
Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que
se hace accesible, manipulable, a la mano del hombre. Esta es una tentación constante
en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios
comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos»[2].
Deseamos no sucumbir a esa tentación. Nos gustaría
maravillarnos y adorar al Dios escondido en las situaciones que vivimos cada
día, en las personas que nos rodean, en los sacramentos a los que acudimos con
frecuencia como la confesión y la santa Misa. Queremos encontrar a Jesús en
esta tierra nuestra donde escribe, con su propia mano, palabras de cariño y
esperanza. Por eso le pedimos comprender sus razones para actuar de esa forma,
le rogamos tener la sabiduría para valorar el misterio de ese respeto exquisito
de nuestra libertad. En la escena evangélica vemos que Jesús no se enfada ni
con la mujer que había pecado ni con los acusadores que le tendieron una
trampa. Se pone en medio de ambos y toma consigo las piedras, los gritos, la
condena. Nos puede venir a la mente lo que narra el libro de los Reyes cuando
nos dice que Dios no está en el viento fuerte que parte las rocas, ni en el
terremoto, ni en el fuego; Dios es un susurro de brisa suave. Ahí lo encontró
Elías y ahí queremos descubrirlo nosotros (cfr. 1 R 19,11-13).
Cuando parece demasiado vulnerable
Puede suceder que esta forma de ser de Dios nos
inquiete. Podemos pensar que ese silencio hace muy fácil que sus derechos sean
pisoteados, nos puede venir la idea de que ese mecanismo resulta demasiado
arriesgado, que lo hace demasiado vulnerable. Efectivamente, Dios nos ha dado
un grado tan alto de libertad que podemos realmente escoger nuestros caminos,
tan distintos unos de otros, usando la voluntad auxiliada por su gracia. Pero
si podemos alguna vez ofender a Dios no es porque él sea demasiado susceptible.
Al contrario, es muy confiado, muy libre en las relaciones que establece con
nosotros. Puede parecer fácil pasar por encima del amor que en
realidad merece, pero eso sucede porque ha querido poner su corazón en el suelo
para que nosotros pisemos blando. El Señor no sufre ni se siente ofendido por
lo que eso supone para sí, sino por el daño que nos hace a nosotros mismos. A
las mujeres que lloraban camino al Calvario, Jesús les advierte: «No lloréis
por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc
23,28.31).
Sin embargo, lo más sorprendente es que el Señor no se
queja, no se enfada, no se cansa. Incluso, si alguna vez le hemos dejado poco
espacio en nuestro corazón, no se aleja dando un portazo. Dios
siempre se queda cerca, sin hacer ruido, como oculto en los sacramentos, con la
esperanza de que volvamos a permitirle hospedarse plenamente en nuestra alma
cuanto antes.
Es verdad que, como Jesús nos ofrece una y otra vez su
amor, pueden ser muchas las veces en que le fallamos. Pero a él no le preocupa
lo inmensa que sea la llaga de su corazón si eso la convierte en la puerta para
que entremos y descansemos en su amor. Dios no es ingenuo y, por eso, nos ha
dicho que lo hace de mil amores: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt
11,30). A los hombres, sin embargo, tanta bondad nos puede sobrepasar y
podemos, incluso inconscientemente, reaccionar con cierto descreimiento.
Podemos no llegar a comprender la verdadera magnitud de ese regalo. En palabras
de san Josemaría, puede suceder que los hombres «rompen el yugo suave, arrojan
de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor
y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que
renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse»[3].
La cercanía de la confesión
Volviendo a la escena del Monte de los Olivos, en
donde habían tendido una trampa a Jesús, podemos ver que aunque aquella mujer
no se había respetado a sí misma, sus acusadores no han sido capaces de
reconocer en ella a una hija de Dios. Pero Cristo la mira de otra forma. ¡Qué
diferencia entre la mirada de Jesús y la nuestra! «A mí, a ti, a cada uno de
nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres
precioso a mis ojos”»[4]. Santa Teresa
de Jesús, de alguna manera, experimentó esa mirada divina con frecuencia:
«Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se
muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mirar con amor.
Paréceme que una sola vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por
vuestras, basta por premio de muchos años de servicio»[5]. La mirada de
Cristo no es candorosa sino profunda y, por eso mismo, comprensiva, llena de
futuro. «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado
cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de
amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado»[6].
En el sacramento de la confesión comprobamos que a
Jesús le basta el arrepentimiento para creer firmemente que le amamos. Le bastó
el de Pedro y le basta el nuestro: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te
quiero» (Jn 21,17). Al acercarnos al confesionario, en aquellas palabras y
gestos que dan forma al sacramento, estamos diciendo a Jesús: «Te he ofendido
de nuevo, he vuelto a buscar la felicidad fuera de ti, he despreciado tu
cariño, pero Señor, sabes que te quiero». Entonces escuchamos nítidamente, como
lo hizo aquella mujer: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11). Y nos llenamos de
paz. Si a veces podemos pensar que Dios ha tomado pocas precauciones para
no ser ofendido por nosotros, todavía más fácil nos lo ha puesto para ser
perdonados por él. Un padre de la Iglesia pone estas palabras en los labios de
Jesús: «Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos
no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros.
Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis
entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más
dilatado pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida,
sino el pago de vuestro precio»[7].
Por todo esto, deseamos ser muy finos con esta
delicadeza con la que nos trata Dios. Nos preocupa la mera posibilidad de
abusar de tanta confianza. No nos gusta rebajar lo sagrado, transformarlo tan
solo en una rutina para cumplir cada cierto tiempo. El sacramento de la
confesión ha sido ganado con la sangre de Jesús y no queremos dejar de
agradecerla, también con los hechos. Queremos escuchar siempre ese perdón
divino, por lo que se nos hace fácil remover cualquier obstáculo para sabernos
otra vez mirados y empujados hacia el futuro por Dios.
La Misa de Jesús es nuestra Misa
Santo Tomás de Aquino explica el valor que tiene la
salvación obrada por Jesús en el Calvario: «Cristo, al padecer por caridad y
por obediencia, presentó a Dios una ofrenda mayor que la exigida como
recompensa por todas las ofensas del género humano»[8]. Y esa misma
ofrenda sanadora la podemos ofrecer como si fuera nuestra propia ofrenda;
Cristo nos la regala cada día en la celebración de la Eucaristía. Por eso a san
Josemaría le gustaba decir que es «"nuestra" Misa»[9], de cada uno
de nosotros y de Jesús. ¡Qué fácil es, si queremos, ser corredentores! ¡Qué
fácil es cambiar el curso de la historia junto a él!
San Agustín, al contemplar la escena del evangelio que
hemos meditado, notaba que «sólo dos se quedan allí: la miserable y la
Misericordia. Cuando se marcharon todos y quedó sola la mujer, levantó los ojos
y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también
la voz de la mansedumbre»[10]. Qué
suavidad la de Jesús para invitarla a la santidad. Ya no va a estar sola en su
lucha. Sabrá siempre que la mirada de Jesús la acompaña. Una vez que hemos
gustado esa suavidad no queremos vivir de otra forma: «Te he paladeado y me
muero de hambre y de sed»[11]. Qué natural
es entonces tratar con esa suavidad y respeto a Jesús presente en la
Eucaristía. No supone distancia, ni es mera educación o cortesía protocolaria;
es cariño verdadero, hecho de libertad y de admiración. Hasta en la manera de
acercarnos a comulgar, en el silencio ante el Sagrario o en las genuflexiones
pausadas descubrimos una oportunidad de corresponder a tanto amor derramado por
cada uno. No son más que muestras de la pureza interior que deseamos y que
tantas veces habremos pedido a la Virgen rezando la comunión espiritual.
En la santa Misa comprobamos de manera especial que
«cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros
quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de
sentido»[12]. ¡Cuántas
gracias nos gustaría darle a Dios por hacer tan asequible la santidad! Así es
fácil vernos, como aquella mujer, lanzados hacia la esperanza por Jesús: «Vete
y a partir de ahora no peques más» (Jn 8,11). Esa es la mejor noticia posible.
Jesús la ha convencido de que el pecado no es inevitable, no es su destino, no
es la última palabra. Hay una luz fuera del túnel que, en nuestro caso, llega
vigorosamente a través de los sacramentos. Ya nadie la condena, ¿por qué habría
de condenarse ella a sí misma? Ahora sabe que, fortalecida por Jesús, puede
volver, hacer feliz a su marido, ser ella misma muy feliz.
[1] Francisco, Homilía en la Misa de Nochebuena
24-XII-2019.
[2] Benedicto XVI, Audiencia 1-VI-2011.
[3] San Josemaría,Es Cristo que pasa, n. 185.
[4] Francisco, Homilía en la Misa de Nochebuena
24-XII-2019.
[5] Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14.
[6] San Agustín, Sermón 142.
[7] San Pedro Crisólogo, Sermón 108: PL
52, 499-500.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma
Teológica, III, q. 48, a. 2, co.
[9] San Josemaría, Camino, n. 533.
[10] San Agustín, Tratado sobre el evangelio
de San Juan, 33, 5-6.
[11]San Agustín, Confesiones, X, 38.
[12] Fernando Ocáriz, Luz para ver y fuerza
para querer, ABC, 18-IX-2018.
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