Paulina Gamus 18 de abril de 2021
Un
grupo de amigas habíamos hecho un viaje en el avión de una de ellas, a Chicago
—tres días— y luego Nueva York una semana. Salimos de Caracas el 4 de abril de
2002. El objetivo estrictamente cultural: visitar museos.
Los
vientos de Chicago, aún comenzando abril, eran implacables y me causaron una de
las peores gripes que he tenido. Así llegué a Nueva York, guapeando para no
perder ni por un segundo las maravillas de una de mis ciudades predilectas.
El 11
teníamos entradas para ver en Broadway el musical del grupo ABA. Estando allí
una llamada de mi hija: heridos y muertos en la marcha que iba a Miraflores.
Una de las heridas, en la cara, una amiga nuestra. No pudimos seguir disfrutando
del espectáculo.
Fuimos
a cenar a un restaurante italiano, rostros sombríos. Alrededor de las 11:00
p.m. la llamada del esposo de una de las compañeras de viaje: «¡Cayó Chávez!».
Champaña
para celebrar, jolgorio que los demás comensales allí presentes no podían
entender. Solo dos camareros colombianos nos secundaban en la
celebración.
El día
12 , el último en NYC, mi malestar era tan agudo (ya no era gripe
sino influenza) que decidí quedarme reposando en el hotel. Vi la entrevista a
Carlos Andrés por un canal de la TV local. Vi el extraño juramento de
Carmona. No entendí nada de aquel hombre al que yo solía admirar —cuando era
líder empresarial— representando esa extraña ceremonia en solitario.
Decidí
encender la radio para oír algo de música y tratar de recuperar el sueño de la
noche anterior. Entonces, se coló la voz de un venezolano que le decía tres
obscenidades de cada cuatro palabras al entrevistador cubano que a duras penas
podía traducir a un inglés cojitranco. No voy a repetir aquella perorata
arrabalera. Solo que el sujeto anunció que esa «coño’e madradada» no se quedaba
así y que las fuerzas leales ya se estaban organizando para el regreso de
Chávez. Por supuesto que no le creí, esbocé una sonrisa burlona y apagué la
radio. Esa noche, en la cena, les conté a las compañeras de viaje el disparate
del obsceno.
Al día
siguiente, 13 de abril, retorno a Caracas. El aeropuerto de La Carlota, de
donde habíamos partido 12 días antes, cerrado para vuelos privados. Fuimos al
Aeropuerto Caracas, en Charallave. Allí nos esperaban algunos familiares
angustiados con las noticias sobre el embrollo que ocurría. Un guardia nacional
comenzó a revisar nuestros equipajes y le oí decirle a un compañero: «Se están
restituyendo las instituciones». Llegué a mi casa. Llamadas histéricas de mi
familia como si yo, que apenas aterrizaba en Venezuela, pudiese saber algo de
lo que ocurría.
A las
9:00 p.m. logré comunicarme por celular con Marta Colomina. Me dijo:
«Todo perdido, estoy escondida».
Tomé
doble dosis de Valium y me acosté a dormir. A las 7:00 a.m. del 14-4 una
de mis hermanas me increpó por teléfono: «¿Cómo puedes dormir con lo que está
pasando?» ¡Si pudiera resolverlo estaría despierta, pero tengo fiebre, me
siento mal y voy a seguir durmiendo!
Esa
noche mi marido decidió no despegarse del televisor para ver el regreso de
Chávez. Yo seguí durmiendo. No existe para mí una mejor evasión que dormir
—sobre todo en situaciones angustiosas— y siempre me funciona.
Pero
algo tenía que escribir sobre aquel batiburrillo de tres o cuatro presidentes
en menos de 24 horas. Para un artículo —»Interruptus»— que publicó El Nacional,
recordé un chiste de cuando nuestra sólida democracia nos permitía burlarnos de
países con gobiernos inestables, como Bolivia. Una famosa soprano había
arribado para protagonizar La Traviata en el Teatro de
la Ópera de La Paz. Al finalizar el primer acto llegó un edecán al
camerino y le dijo que el presidente de la nación estaba en su palco muy
emocionado y quería saludarla. La cantante se dirigió al sitio, fue halagada
por el mandatario y regresó para el segundo acto. Al concluir llegó otro edecán
con la misma petición. ¡Pero si acabo de estar ahí! ¡Si señora pero este
es otro presidente!
Me he
preguntado muchas veces si me salvé por los pelos de haber ido a
Miraflores para la firma del decreto de Carmona. Pero, enseguida me respondí
que nunca habría ido porque jamás me gustaron esas comparsas.
Todo
lo demás: puente Llaguno, que duele hasta ahora no solo por quienes fueron
vilmente asesinados sino por los policías metropolitanos aún presos cuando su
misión fue salvaguardar a los manifestantes; la impunidad para los
asesinos, el castigo infame para los inocentes. Y el comienzo de la era
más oscura del chavismo: la de la venganza, el crimen sin castigo, la impiedad,
la destrucción. Es decir, la verdadera cara de Hugo Chávez, ya sin disimulo,
que Nicolás Maduro heredó y perfeccionó.
Paulina
Gamus
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