Félix María Arocena 24 de abril de 2021
El
tiempo de Pascua, estallido de alegría, se extiende desde la vigilia Pascual
hasta el domingo de Pentecostés. En estos cincuenta días la Iglesia nos
envuelve en su alegría por la victoria del Señor sobre la muerte. Cristo vive,
y viene a nuestro encuentro.
«Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo, aleluya»[1]. El tiempo pascual es un anticipo de la
felicidad que Jesucristo nos ha ganado con su victoria sobre la muerte. El
Señor «fue entregado por nuestros pecados» y resucitó «para nuestra
justificación»[2]: para que, permaneciendo en Él, nuestra
alegría sea completa[3].
En el
conjunto del Año litúrgico, el tiempo pascual es el “tiempo fuerte” por
antonomasia, porque el mensaje cristiano es anuncio alegre que surge con fuerza
de la salvación obrada por el Señor en su “pascua”, su tránsito de la muerte a
la vida nueva. «El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no
se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en
el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó,
que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo
maravillosos»[4].
Lo que
sólo «unos pocos testigos elegidos de antemano por Dios»[5] pudieron experimentar en las apariciones
del Resucitado, ahora se nos da en la liturgia, que nos hace revivir esos
misterios Como predicaba el Papa san León Magno, «todas las cosas relativas a
nuestro Redentor que antes eran visibles, ahora han pasado a ser ritos
sacramentales»[6] Es expresiva la costumbre de los
cristianos de Oriente que, conscientes de esta realidad, desde la mañana del
domingo de Resurrección intercambian el beso pascual: «Christos anestē»,
Cristo ha resucitado; «alethōs anestē», verdaderamente ha resucitado.
La
liturgia latina, que en la noche santa del sábado volcaba su alegría en
el Exultet, en el domingo de Pascua la condensa en el hermoso
introito Resurrexi: «he resucitado y aún estoy contigo, has puesto
tu mano sobre mí; tu sabiduría ha sido maravillosa»[7]. Ponemos en labios del Señor,
delicadamente, en términos de cálida oración filial al Padre, la experiencia
inefable de la resurrección, vivida por Él en las primeras luces del domingo.
Así nos animaba San Josemaría en su predicación a acercarnos a Cristo,
sabiéndonos sus contemporáneos: «he querido recordar, aunque fuera brevemente,
algunos de los aspectos de ese vivir actual de Cristo ―Iesus Christus heri
et hodie; ipse et in sæcula―, porque ahí está el fundamento de toda la vida
cristiana»[8]. El Señor quiere que le tratemos y
hablemos de Él no en pasado, como se hace con un recuerdo, sino percibiendo su
“hoy”, su actualidad, su viva compañía.
La
Cincuentena pascual
Mucho
antes de que existiera la Cuaresma y los otros tiempos litúrgicos, la comunidad
cristiana celebraba ya esta cincuentena de alegría. Quien durante estos días no
expresara su júbilo era considerado como alguien que no había captado el núcleo
de la fe, porque «con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[9]. Esta fiesta, tan prolongada, nos sugiere
hasta qué punto «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con
la gloria futura que se va a manifestar en nosotros»[10]. En este tiempo, la Iglesia vive ya el
gozo que el Señor le depara: algo que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el
corazón del hombre»[11].
Este
sentido escatológico, de anticipo del cielo, se refleja desde hace siglos en la
praxis litúrgica de suprimir las lecturas del Antiguo Testamento durante el
tiempo pascual. Si toda la Antigua Alianza es preparación, la Cincuentena
pascual celebra, en cambio, la realidad del reino de Dios ya presente En la
Pascua todo ha sido renovado, y no cabe figura allí donde todo es cumplimiento
Por eso, en el tiempo pascual la liturgia proclama, junto al cuarto Evangelio,
los Hechos de los Apóstoles y el libro del Apocalipsis: libros luminosos que
tienen una especial afinidad con la espiritualidad de este tiempo.
Los
escritores del Oriente y del Occidente cristianos contemplaron el conjunto de
la Cincuentena pascual como un único y extenso día de fiesta. Por eso, los
domingos de este tiempo no se llaman segundo, tercero, cuarto… después
de Pascua, sino, sencillamente, domingos de Pascua. Todo el
tiempo pascual es como un solo gran domingo; el domingo que hizo domingos a
todos los domingos. Del mismo modo se comprende el domingo de Pentecostés, que
no es una nueva fiesta, sino el día conclusivo de la gran fiesta de la Pascua.
Cuando
llegaba la Cuaresma algunos himnos de la tradición litúrgica de la Iglesia
recitaban el aleluya con un tono de despedida. En contraste,
la liturgia pascual se recrea en este canto, porque el aleluya es avance
del cántico nuevo que entonarán en el cielo los bautizados[12], que ya ahora se saben resucitados con
Cristo. Por eso, durante el tiempo pascual, tanto el estribillo del salmo
responsorial como el final de las antífonas de la Misa repiten frecuentemente
esta aclamación, que une el imperativo del verbo hebreo hallal –alabar-
y Yahveh, el nombre de Dios.
«¡Feliz
aquel aleluya que allí entonaremos! —dice san Agustín en una
homilía— Será un aleluya seguro y sin temor, porque allí no
habrá ningún enemigo, no se perderá ningún amigo. Allí, como ahora aquí,
resonarán las alabanzas divinas; pero las de aquí proceden de los que están aún
en dificultades, las de allá de los que ya están en seguridad; aquí de los que
han de morir, allá de los que han de vivir para siempre; aquí de los que
esperan, allá de los que ya poseen; aquí de los que están todavía en camino,
allá de los que ya han llegado a la patria»[13]. San Jerónimo escribe que, durante los
primeros siglos en Palestina, ese grito se había hecho tan habitual que quienes
araban los campos decían de cuando en cuando: ¡aleluya! Y los
que remaban en las barcas para trasladar a los viajeros de una a otra orilla de
un río, cuando se cruzaban, exclamaban: ¡aleluya! «Un júbilo
profundo y sereno embarga a la Iglesia en estas semanas del tiempo pascual; es
el que nuestro Señor ha querido dejar en herencia a todos los cristianos (…);
un contento lleno de contenido sobrenatural, que nada ni nadie nos podrá
quitar, si nosotros no lo permitimos»[14].
La
octava de Pascua
«Los
ocho primeros días del tiempo pascual constituyen la “octava de Pascua”, y se
celebran como solemnidades del Señor»[15]. Antiguamente, durante esta octava el
obispo de Roma celebraba las stationes como un modo de
introducir a los neófitos en el triunfo de aquellos santos especialmente
significativos para la vida cristiana de la Urbe. Era una cierta “geografía de
la fe”, en la que la Roma cristiana aparecía como una reconstrucción de la
Jerusalén del Señor. Se visitaban varias basílicas romanas: la vigilia de
Pascua la statio tenía lugar en San Juan de Letrán; el domingo
en Santa María Mayor; el lunes en San Pedro del Vaticano; el martes en San Pablo
Extramuros; el miércoles en San Lorenzo Extramuros; el jueves en la basílica de
los Santos Apóstoles; el viernes en Santa María ad martyres; y
el sábado, de nuevo, en San Juan de Letrán.
Las
lecturas de esos días guardaban relación con el lugar de la celebración. Así,
por ejemplo el miércoles la statio se celebraba en la basílica
de San Lorenzo Extramuros. Allí el evangelio que se proclamaba era el pasaje de
las brasas encendidas[16], en clara alusión a la tradición popular
romana, que relata cómo el diácono Lorenzo fue martirizado sobre una parrilla.
El sábado de la octava era el día en que los neófitos deponían el alba con la
que se habían revestido en su bautismo durante la vigilia pascual La primera
lectura era por eso la exhortación de Pedro que comienza con las palabras «deponentes
igitur omnem malitiam…»[17]: habiéndoos despojado de toda malicia…
Los
Padres de la Iglesia hablaban con frecuencia del domingo como “octavo día”.
Situado más allá de la sucesión septenaria de los días, el domingo evoca el
inicio del tiempo y su final en el siglo futuro[18]. Por eso, los antiguos baptisterios,
como el de san Juan de Letrán, tenían forma octogonal; los catecúmenos salían
de la fuente bautismal para iniciar su vida nueva, abierta ya al octavo día, al
domingo que no acaba. Cada domingo nos recuerda así que nuestra vida transcurre
dentro del tiempo de la Resurrección.
Ascensión
y Pentecostés
«Con
su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles y también
nuestra mirada a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro
camino es el Padre»[19] Empieza el tiempo de una presencia
nueva del Señor: parece que está más escondido, pero en cierto modo está más
cerca de nosotros; empieza el tiempo de la liturgia, que es toda ella una gran
oración al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo; una oración «en cauce
manso y ancho»[20].
Jesús
desaparece de la vista de los apóstoles, que quizá se quedan taciturnos al
principio. «No sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente
ante ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de
llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron
solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo»[21].
«Dios
todopoderoso y eterno, que has querido incluir el sacramento de la Pascua en el
misterio de los cincuenta días…»[22]. La Iglesia nos enseña a reconocer en
esta cifra el lenguaje expresivo de la revelación El número cincuenta tenía dos
cadencias importantes en la vida religiosa de Israel: la fiesta de Pentecostés,
siete semanas después de comenzar a meter la hoz en el trigo; y la fiesta del
jubileo que declaraba santo el año cincuenta: un año dedicado a Dios en el que
cada uno recobraba su propiedad, y cada cual podía regresar a su familia[23]. En el tiempo de la Iglesia, el
«sacramento de la Pascua» incluye los cincuenta días después de la Resurrección
del Señor, hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Si, con el
lenguaje de la liturgia, la Cuaresma significa la conversión a Dios con toda
nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, la Pascua
significa nuestra vida nueva de “con-resucitados” con Cristo. «Igitur, si
consurrexistis Christo, quæ sursum sunt quærite: así pues, si habéis
resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a
la derecha de Dios»[24]
Al
cumplirse estos cincuenta días, «llegamos al culmen de los bienes y a la
metrópolis de todas las fiestas»[25], pues, inseparable de la Pascua, es como
la “Madre de todas las fiestas”. «Sumad —decía Tertuliano a los paganos de su
tiempo— todas vuestras fiestas y no llegaréis a la cincuentena de Pentecostés»[26]. Pentecostés
es, pues, un domingo conclusivo, de plenitud. En esta Solemnidad vivimos con
admiración cómo Dios, a través del don de la liturgia, actualiza la donación
del Espíritu que tuvo lugar en los albores de la Iglesia naciente.
Si en
la Ascensión Jesús «fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad»[27], ahora, en el día de Pentecostés, el
Señor, sentado a la derecha del Padre, comunica su vida divina a la Iglesia
mediante la infusión del Paráclito, «fruto de la Cruz»[28]. San Josemaría vivía y nos animaba a
vivir con este sentido de presente perenne: «Ayúdame a pedir una nueva
Pentecostés, que abrase otra vez la tierra»[29].
Se
comprende también por eso que San Josemaría quisiera comenzar algunos medios de
formación de la Obra rezando una oración tradicional en la Iglesia que se
encuentra, por ejemplo, en la Misa votiva del Espíritu Santo: «Deus, qui corda
fidelium Sancti Spiritus illustratione docuisti, da nobis in eodem Spiritu
recta sapere, et de eius semper consolatione gaudere»[30]. Con palabras de la liturgia, imploramos
a Dios Padre que el Espíritu Santo nos haga capaces de apreciar, de saborear,
el sentido de las cosas de Dios; y pedimos también disfrutar del consuelo
alentador del «Gran Desconocido»[31]. Porque «el mundo tiene necesidad del
valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de
Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como
enumera san Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad,
modestia, dominio de sí” (Ga 5, 22). El don del Espíritu Santo ha
sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos
vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla
de la reconciliación y de la paz»[32].
[1] Misal
Romano, Miércoles de la Octava de Pascua, Antífona de entrada. Cfr. Mt 25,
34.
[2] Rm 4,
25.
[3] Cfr. Jn 15,
9-11.
[4] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.
[5] Hch 10,
41.
[6] San
León Magno, Sermo 74, 2 (PL 54, 398).
[7] Misal
Romano, Domingo de Resurrección, Antífona de entrada. Cfr. Sal 138 (139),
18.5-6.
[8] Es
Cristo que pasa, n. 104. Cfr. Hb 13, 8.
[9] Francisco,
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 24-XI-2013, n. 1.
[10] Rm 8,
18.
[11] 1
Co 2, 9.
[12] Cfr. Ap 5,9
[13] San
Agustín, Sermo 256, 3 (PL 38, 1193).
[14] Beato
Álvaro, Caminar con Jesús, Cristiandad: Madrid, 2014, 197.
[15] Misal
Romano, Normas universales del año litúrgico, 24.
[16] Jn 21,
9.
[17] 1
P 2, 1.
[18] Cfr.
San Juan Pablo II, Carta Apostólica Dies Domini, 31-V-1998, n. 26.
[19] Francisco, Regina
Coeli, 1-VI-2014.
[20] Camino,
145.
[21] Benedicto
XVI, Homilía, 28-V-2006.
[22] Misal
Romano, Vigilia del Domingo de Pentecostés, colecta.
[23] Cfr. Lv 23, 15-22; Nm 28,
26-31; Lv 25, 1-22.
[24] Col 3, 1.
[25] San
Juan Crisóstomo, Homilia II de Sancta Pentecoste (PG 50, 463).
[26] Tertuliano, De
idolatria 14 (PL 1, 683).
[27] Misal
Romano, Ascensión del Señor, prefacio.
[28] Es
Cristo que pasa, n. 96.
[29] San
Josemaría, Surco, n. 213.
[30] Misal
Romano, Misa votiva del Espíritu Santo, colecta.
[31] Cfr. Es
Cristo que pasa, nn. 127-138.
[32] Francisco, Homilía
en la Solemnidad de Pentecostés, 24-V-2015.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/pascua-he-resucitado-y-aun-estoy-contigo/
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