Tulio Hernández 22 de abril de 2021
I.
Varias generaciones de jóvenes han crecido creyendo, de manera inocente, que el
Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles fue creado por la autodenominada
Revolución Bolivariana devenida luego en Socialismo del siglo XXI.
Como
en tanto otros campos, el aparato proselitista y de guerra sicológica del
chavismo así se los inoculó en los contenidos escolares y en los discursos
oficiales de Chávez y Maduro. Dos mentirosos compulsivos.
Y es
comprensible que se lo crean. Muchos de ellos no tenían las referencias ni los
antídotos necesarios para contener la vil mentira. Porque la mayoría, que hoy
rondan los treinta años, entraron en la escuela primaria cuando el chavismo ya
comenzaba. Lo que significa que no conocieron la democracia.
Yo
vivía en Madrid en el año 2017, cuando Nicolás Maduro declaró que el Sistema de
Orquestas era una creación de Hugo Chávez. Entonces, el periodista y escritor
Juan Cruz, figura influyente en la redacción del diario El País, profundo
conocedor y amante de Venezuela, me llamó para pedirme que escribiera una nota
breve para aclarar la confusión.
Así lo
hice. Y expliqué lo que había que explicar. Que el Sistema, como se le conoce a
secas, fue creado en 1975 durante la Presidencia de Carlos Andrés Pérez en medio
del más grande frenesí cultural que haya experimentado Venezuela.
Que la
iniciativa del maestro José Antonio Abreu formó parte de un monumental y
exitoso proyecto de democratización de la cultura conducido desde el Estado a
través de la más completa, articulada e integral, batería de políticas públicas
que se haya puesto en práctica, en tan poco tiempo, en país latinoamericano
alguno.
Que,
en pocos años, los cinco del gobierno de Pérez y lo subsiguientes de Luis
Herrera Campíns, Venezuela vio florecer, además del Sistema de Abreu, como
también se le conoce, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, para su
momento el más avanzado de la región; la Compañía Nacional de Teatro y la
Compañía Nacional de Danza, con una sede central y varias sedes regionales; mas
la Galería de Arte Nacional, dedicada exclusivamente a la investigación,
catalogación y exposición del arte venezolano.
También
se creó el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional, que incluía además de una
red de bibliotecas en todos los estados, los Bibliobuses, vehículos convertidos
en salas de lectura móviles que servían a los barrios populares, y las Cajas
Viajeras, que se desplazaban en curiaras por los grandes ríos llevando pequeños
kits de lecturas, muchas de ellas en lenguas originarias, a las comunidades
indígenas.
En la
misma época nace Foncine, el Fondo Nacional de Fomento Cinematográfico, que dio
inició a lo que se conoció como el Nuevo Cine Venezolano. En un país donde
producir un largometraje había sido hasta entonces algo excepcional, ahora, en
solo un año, gracias a créditos blandos de Conindustria, se producían hasta
dieciocho.
Con
voluntad de integración cultural, se fundó también la Biblioteca Ayacucho,
fondo editorial concebido para divulgar en el mundo lo mejor de la escritura en
español y portugués; también el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo
Gallegos, dedicado al estudio de las culturas –y especialmente de la
literatura– latinoamericanas, responsable del Premio Internacional de Novela
Rómulo Gallegos. Otra creación de la era democrática, que ya habían sido
ganados en sus primeras ediciones por Mario Vargas Llosa, Gabriel García
Márquez y Carlos Fuentes.
Nació
el Festival Internacional de Teatro de Caracas, el más importante en su género
en toda América y el Teatro Teresa Carreño, todavía hoy la sala de arte y
espectáculos más completa del país que, además, emulando al Colón de Buenos
Aires, tenía su propio Ballet y Compañía de Ópera.
También,
en una era de democratización, se crean el Museo de Arte Popular “Salvador
Valero” en Trujillo; el Centro de Estudios de las Culturas Populares y
Tradicionales, que actualizaba el viejo Instituto Nacional de Folklore; más el
Premio Nacional de Artes Populares, que se añadía a los tradicionales premios
ligados solo a las bellas artes.
Y paro
aquí de contar porque se me achica el espacio y se me agranda la tristeza al
recordar que casi todas estas obras han sido destruidas por la indigencia
cultural chavista.
II.
En esa misma nota publicada en El País de Madrid, conté la angustia que
tenia José Antonio Abreu, en 1998, ante el inminente triunfo en las
elecciones presidenciales del militar golpista Hugo Chávez. Un día, en su
oficina ministerial, me dijo, en voz baja: “Son unos bárbaros y van a
venir por el Sistema con el pretexto de que interpretamos a Bach y a Mozart,
música eurocéntrica, y poco joropo. Tendremos que hacer algo”.
Efectivamente
Chávez ganó y el maestro Abreu, con quien había hecho una buena relación desde
la época en que ejercí de presidente de la Fundación para las Artes y la
Cultura (Fundarte) bajo la gestión de Aristóbulo Istúriz, un demócrata alcalde
de Caracas que aún no lamía botas militares.
Mientras
Hugo Chávez visitaba instituciones en su condición de presidente electo, un día
el maestro Abreu me llamó con voz cómplice y me dijo: “Tienes que venirte
mañana, a las 3 de la tarde, para que lo veas, vamos a salvar el Sistema”.
Luego soltó una sonrisa fuerte poco común en él.
Llegué
puntual y lo que vi me impactó. Informado por el equipo de seguridad de la Casa
Militar, el creador del Sistema había estudiado cuidadosamente por dónde
entraría, circularía y se retiraría el ilustre visitante. Entonces sembró el
camino, las escaleras y los balcones del teatro, con músicos, atriles,
instrumentos, metales, cuerdas y percusión. No supe cuántos eran. ¿Doscientos
cincuenta? ¿Quinientos?
Cuando
el presidente electo llegó en el Mercedes Benz negro que lo transportaba, Abreu
saltó a abrirle él mismo la puerta del vehículo. Hizo una pequeña reverencia
como si quien tuviese al frente fuese Luis XIV, el rey sol, y no un teniente
coronel hijo de dos modestos maestros de un pueblito del llano en llamas
venezolano.
Lo
invitó a avanzar y de improviso, ya bajo el pesado techo de concreto del
grandioso lobby del Teatro, a la manera de un bombardeo aéreo repentino,
comenzó a retumbar grandiosamente, como si brotara a un mismo tiempo del techo,
las paredes y el piso, una música epopéyica, emocionante, a la vez dulce y
estremecedora, que sonaba a diez orquestas tocando juntas. Alguien me indicó
que se trataba de la Resurrección de Mahler. Ya no estoy seguro, Chávez se
detuvo paralizado en el centro de la plaza abierta, comenzó a mirar con
expresión de asombro hacia el balcón foyer de la Sala Ríos Reyna donde el
maestro Abreu había ubicado la percusión; miró bajo los móviles de Soto, al
hombre que hacía chocar dos inmensos platillos; concentró su vista en los
fagots, trompetas y flautas que le rodeaban flanqueados en la retaguardia por
violines, violas y contrabajos.
Entonces
una amenaza de lágrimas comenzó a aflorarle en los ojos. Estaba obviamente
impactado. Conmovido. Me imagino que empequeñecido por lo grande que se sentía:
¡toda aquella belleza era para celebrarlo a él solo! ¡Cuanta grandeza había
alcanzado!
Luego
del preludio exultante, Abreu dejando atrás a Mahler le hizo seguir hasta la
sala Ríos Reina donde lo esperaba una sinfonieta que, al entrar el presidente
electo, interpretó el más patriótico y afinado posible himno nacional de
Venezuela. Luego el maestro le explicó que el Sistema no era un proyecto
musical sino de desarrollo social. Que le daba el derecho, no solo a los
venezolanos de las élites, sino a los jóvenes de menores recursos, en barrios
pobres, cárceles y orfelinatos, de hacerse músicos académicos, adquirir
disciplina y aprender el trabajo en equipo.
Cuando
Chávez salió del Teatro le declaró a la prensa que aquel, el del Sistema de
Orquestas, era un proyecto revolucionario y que la “revolución” y él mismo, su
jefe máximo, lo iba a apoyar incondicionalmente. El maestro Abreu lo había
logrado.
Movilizando
egos era imbatible. Los enemigos del Sistema habían sido derrotados con
música. Incluyendo a Farruco Sesto, quien años después fue nombrado
ministro de Cultura y se convirtió en un comisario cultural perseguidor de
demócratas opositores.
III.
En eso pienso, mientras leo que Gustavo Dudamel, el más exitoso egresado del
Sistema de orquestas venezolano, acaba de ser nombrado director de la Ópera de
París. El primer latinoamericano en lograrlo.
Luego,
vía telefónica, le consulto a un ex alumno del máster en Políticas Culturales
de la UCV, también producto del Sistema, cuáles otros egresados han tenido
responsabilidades como directores de orquestas importantes.
Minutos
después me manda una lista. Rafael Payares, de Puerto La Cruz, décimo tercer
director de la Orquesta de Ulster, Irlanda del norte. Christian Vásquez,
caraqueño de nacimiento, asume en 2010 el cargo de director invitado de la
Orquesta Sinfónica de Gävle, en Suecia, y luego el de director invitado de la
Stavanger Symphony Orchestra, en Noruega.
Diego
Matheuz, de Barquisimeto, fue director invitado principal de la Orquesta Mozart
de Viena, luego se hace director titular del Teatro La Fenice de Venecia y a
partir de 2013 ejerce por tres años como director principal invitado de la
Orquesta Sinfónica de Melbourne en Australia.
La
lista es muy larga. Hay muchos otros que han dirigido orquestas en diversas
partes del mundo. Pero el espacio se acaba. Lo importante es que estos
directores viajeros son los representantes en el extranjero de lo mejor de la
venezolanidad creada en la era democrática.
El
testaferro Alex Saab, el narco general Padrino y el roba periódicos Diosdado
Cabello, lo son de la venezolanidad militarista responsable del exilio de
centenares de músicos de alto nivel que ahora viven el destierro fuera de
Venezuela.
Dos
modelos contrapuestos. Dos estéticas que expresan modos distintos de estar en
la vida. Una soportada en fusiles, bombas lacrimógenas y tráfico de drogas.
Otra en oboes y flautas dulces, sinfonías y cantatas. Una Venezuela que se irá,
y trataremos de olvidar su horror, y otra que más temprano que tarde regresará
interpretando el Himno de la Alegría.
Tulio
Hernández
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