Francisco Fernández-Carvajal 02 de octubre de 2021
@hablarcondios
—
Unidad e indisolubilidad original.
—
Camino de santidad.
— La
familia, escuela de virtudes.
I. Se
encontraba Jesús en Judea, en la otra orilla del Jordán, rodeado de una gran
multitud, que escuchaba atentamente sus enseñanzas1.
Entonces –leemos en el Evangelio de la Misa2–
se acercaron unos fariseos y para tentarle, para enfrentarlo con la
Ley de Moisés, le preguntaron si es lícito al marido repudiar a su mujer.
Moisés había permitido el divorcio condescendiendo con la dureza del antiguo
pueblo. La condición de la mujer era entonces ignominiosa y prácticamente podía
ser dejada a un lado por cualquier causa, siguiendo ligada al marido. Moisés
estableció que el marido diera a la mujer despedida una carta de repudio,
testificando que la despedía; así quedaba libre para casarse con quien quisiera3.
Los Profetas ya censuraron el divorcio a la vuelta del exilio4.
Jesús
declara en esta ocasión la indisolubilidad original del matrimonio, según lo
instituyera Dios en el principio de la creación. Para ello, cita expresamente
las palabras del Génesis que se leen en la Primera
lectura5. Pero en el principio de la creación los hizo Dios
varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a
su mujer, y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo
separe el hombre. De este modo, el Señor declara la unidad y la
indisolubilidad del matrimonio tal y como había sido establecido en el
principio. Resultó tan novedosa esta doctrina para los mismos discípulos
que, una vez en casa, volvieron a preguntarle. Y el Maestro
confirmó más expresamente lo que ya había enseñado. Y les dijo:
Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra
aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una
claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar
estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y
acompaña a Cristo?
Siguiendo
al Maestro, la Iglesia reafirma con seguridad y firmeza «la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil
o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son
arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se
mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario
repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo
su fundamento y su fuerza (Ef 5, 25).
»Enraizada
en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los
hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio
que Dios ha manifestado en su Revelación: Dios quiere y da la indisolubilidad
del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que
Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia»6.
Ese vínculo, que solo la muerte puede desatar, es imagen del que existe entre
Cristo y su Cuerpo Místico.
La
dignidad del matrimonio y su estabilidad, por su trascendencia en las familias,
en los hijos, en la misma sociedad, es uno de los temas que más importa
defender, y ayudar a que muchos lo comprendan. La salud moral de los pueblos
–se ha repetido muchas veces– está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando
este se corrompe bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá
gravemente enferma7.
De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los
mismos escándalos que, desgraciadamente, se producen y se divulgan, pueden ser
ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien8.
«Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el
matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que
estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas»9.
II. Al
elevar Jesucristo el matrimonio a la dignidad de sacramento, introdujo en el
mundo algo completamente nuevo. La transformación que obró en la institución
meramente natural fue de tal importancia que la convirtió –como el agua en las
bodas de Caná– en algo hasta ese momento insospechado. He aquí que hago
todas las cosas nuevas10,
dice el Señor. Desde entonces, desde el nacimiento del matrimonio cristiano,
este sobrepasa el orden de las cosas naturales y se introduce en el orden de
las cosas divinas. El matrimonio natural entre no cristianos está también lleno
de grandeza y de dignidad, «pero el ideal propuesto por Cristo a los casados
está infinitamente por encima de una meta de perfección humana y respecto del
matrimonio natural se presenta como algo rigurosamente nuevo. Efectivamente: a
través del matrimonio es la misma vida divina la que se
comunica a los esposos, la que los sostiene en su obra de perfeccionamiento
mutuo y la que tiene que animar, desde el momento del Bautismo, el alma de los
hijos»11.
Quienes
se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. El
Señor mismo los ha llamado para que vayan a Él por este camino, pues el
matrimonio «es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo
y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32) (...), signo sagrado que
santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita
a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la
tierra»12.
El
Papa Juan Pablo I, hablando de la grandeza del matrimonio a un grupo de recién
casados, les contaba una pequeña anécdota ocurrida en Francia. En el siglo
pasado, un profesor insigne que enseñaba en la Sorbona, Federico Ozanam, era un
hombre de prestigio y un buen católico. Lacordaire, su amigo, solía decir del
profesor de la Sorbona: «¡Este hombre es tan bueno y tan estupendo que se
ordenará como sacerdote, incluso llegará a ser un buen obispo!». Pero Ozanam
contrajo matrimonio. Entonces, Lacordaire, algo molesto, exclamó: «¡Pobre
Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!». Estas palabras llegaron hasta el
Papa Pío IX, quien dijo con buen humor a Lacordaire cuando este le visitó unos
años más tarde: «Yo siempre he oído decir que Jesús instituyó siete
sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice
que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, Padre, el matrimonio no es
una trampa, ¡es un gran sacramento!»13.
No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue un hogar. Y es
precisamente en las familias alegres, generosas, que viven con sobriedad
cristiana, donde nacen las vocaciones para la entrega plena a Dios en la
virginidad o el celibato, que constituyen la corona de la Iglesia y la alegría
de Dios en el mundo.
Estas
vocaciones son un don que Dios otorga muchas veces a los padres que lo piden de
corazón y con constancia: brillará en sus manos con un fulgor especial cuando
un día se presenten ante Él y den cuenta de los bienes que les fueron dados
para su custodia y administración.
III. Dios
preparó cuidadosamente la familia en la que iba a nacer su Hijo: José, de
la casa y familia de David14,
que haría el oficio de padre en la tierra, al igual que María, su Madre
virginal. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían
de nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida
y rodeados de su protección y cariño.
Toda
familia, que es «la célula vital de la sociedad»15 y
en cierto modo de la misma Iglesia16,
tiene una entidad sagrada Y merece la veneración y solicitud de sus miembros,
de la sociedad civil y de la Iglesia entera. Santo Tomás llega a comparar la
misión de los padres a la de los sacerdotes, pues mientras estos contribuyen al
crecimiento sobrenatural del Pueblo de Dios mediante la administración de los
sacramentos, la familia cristiana provee a la vez a la vida corporal y a la
espiritual, «lo que se realiza en el sacramento del matrimonio, en el que el
hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios»17.
Mediante la colaboración generosa de los padres, Dios mismo «aumenta y
enriquece su propia familia»18 multiplicando
los miembros de su Iglesia y la gloria que de Ella recibe.
La
familia tal y como Dios la ha querido es el lugar idóneo para que, con el amor
y el buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del
ámbito familiar, sea una verdadera «escuela de virtudes»19 donde
los hijos se formen para ser buenos ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en
medio de la familia que vive de cara a Dios donde cada uno encontrará su propia
vocación, a la que el Señor le llama. «Admira la bondad de nuestro Padre Dios:
¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas
con locura, son materia de santidad?»20.
1 Mc 10,
1. —
2 Mc 10,
2-16. —
3 Cfr. J.
Dheilly, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970,
voz Divorcio. —
4 Cfr. Mal 2,
13-16. —
5 Gen 2,
18-24. —
6 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
20. —
7 Cfr. F.
J. Sheed, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, p.
125. —
8 Cfr. Rom 12,
21. —
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 104. —
10 Apoc 21,
5. —
11 J.
Mª Martínez Doral, La santidad de la vida conyugal,
en Scripta Theologica, Pamplona, IX-XII 1989, pp. 869-870.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 23. —
13 Cfr. Juan
Pablo I, Alocución 13-IX-1978. —
14 Lc 2,
4. —
15 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11. —
16 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
3. —
17 Santo
Tomás, Suma contra gentiles, IV, 58. —
18 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 50. —
19 Juan
Pablo II, Discurso 28-X-1979. —
20 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 689.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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