Soy republicano por nacimiento. Venezuela, nuestro país, es una promesa de república desde aquellos debates de 1811. Promesa intermitentemente cumplida, por decir lo menos, porque como ha sido frecuente en la geografía latinoamericana y en general en las naciones del Tercer Mundo, nuestras repúblicas suelen ser poco republicanas, para lo cual no es necesario llegar al extremo de la República Centro Africana que Jean Bedel Bokassá proclamó Imperio con una corte de estilo napoleónico en aquellos calorones o al bicornio de almirante español que gozaba usando con su uniforme de gala Rafael Leonidas Trujillo Molina, “Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva”.
Soy republicano por convicción. Convengo que en naciones con larga tradición monárquica esa forma se ha avenido muy bien con la democracia y la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Fíjese en las monarquías escandinavas, sobrias y bastante “republicanas” en sus modos, como toca a esas sociedades tan igualitarias. Pompa y circunstancia hay en la británica, pero la vida cívica que viví y la política en particular, se rigen por normas de obligatorio acatamiento para todos y si no, ahí están los sabuesos de la prensa amarillista que no perdonan. Así es en el Japón, antigua nación cuya historia democrática es proporcionalmente corta. Incluso en España, donde la discusión monarquía- república no cesa, allí discuten todo, la Corona ha traído una estabilidad muy productiva y la verdad es que sus dos experiencias republicanas han sido un lío. Todo eso lo admito, pero en estos parajes, aparte de lo artificial –y ridícula- que sería una corte, sigo creyendo que el sistema republicano es el que mejores resultados puede darnos a nosotros, sociedades ajenas al blasón y el abolengo, naturalmente igualitarias y aquí entre nos, parejeras. Repúblicas exitosas las ha habido, como Estados Unidos, Francia, Alemania Federal, Finlandia y por estos lados buenos ejemplos tenemos en Uruguay, Costa Rica o Chile. Ejemplos no de perfección, pues ésta humanamente hablando no es posible y prometerla es mentira.
La república es, por definición, un proyecto de igualdad en el marco de la legalidad. El enunciado es sencillo, lo difícil es ponerlo en práctica. Hacer república es cosa exigente. En las cercanías del plebiscito italiano después de la II Guerra para decidir entre monarquía y república, De Gásperi que era más serio que un minuto de silencio, preguntó a sus compatriotas si querían instaurar la república que implica asumir toda la responsabilidad, todo el mayor sacrificio, toda la mayor participación. Si eso quieren, sepan que esta “cosa pública es vuestra y solo vuestra; sobre todo …tener conciencia de poder, con vuestra obra de pueblo, defender esta res publica y en ella, la libertad, que es el bien supremo”.
Históricamente, nuestro republicanismo ha tenido los condicionamientos del caudillismo heredado de la gesta independentista, del autoritarismo centralista y militarista borbónico de Fernando VII y sus enviados por aquí, hasta la Guerra Federal del clericalismo y después de ésta de una tendencia al poder concentrado, formas constitucionales aparte. En el período reformador del treinta y seis al cuarenta y cinco, los viejos hábitos no se arrancaron de cuajo, aunque López Contreras se quitara el uniforme, a su equipo no le encantaba que el Contralor Torres hiciera su trabajo y luego, el simpático liberal Medina tampoco se sentía cómodo con la separación de poderes. Si no, pregúntele a su copartidario Don Mario Briceño, celoso presidente del Senado. Una revolución de tres años y otra dictadura de diez siguieron, durante ésta se celebraba a los próceres en la Semana de la Patria y se construyó el Paseo del mismo nombre y gusto dudoso, pero “la ley respetando, la virtud y honor” nada más en el himno y claro, para los que tenían que acatarla, no para quienes la hacían.
Aún en los cuarenta años de la República Civil, me parece que sumando y restando hasta hoy la mejor etapa de nuestra historia, la figura meta estatutaria del “líder máximo” condicionaba su funcionamiento. Paternalmente, cierto, pero no republicanamente. Aquel era republicanismo sí, pero sin exagerar.
Y esta Quinta que institucionalizó la Comandancia Eterna, con su corte eléctrica, ha sido menos república, con un efecto expansivo regresivo que promueve comportamientos que se comen la flecha, no sólo en los motorizados, sino en más de un líder o lideresa sea propio (a) o alternativo (a). Y lo peor es que hemos llegado al punto de considerarlo una virtud y de exigir un voto de fe ciega en la infalibilidad, que no es un precepto republicano sino pontificio y sólo en lo que se refiere a dogmas de fe.
Algunos de nuestros republicanos son, sin leerlo (o quizás sí), del tipo de Bodino, cuyos “Seis Libros de la República” de 1576 no obstante su título, defienden el absolutismo. Al príncipe soberano “no se le puede atar de manos”, está absuelto del poder de las leyes.
Así son las cosas, diría mi difunto amigo Óscar Yanes. En las sabanas de la república no hay propiamente ñus, sino otras especies, predadoras de la igualdad.
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