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martes, 2 de julio de 2013

Cuando éramos felices


Por Olga Ramos, 01/07/2013

No hay nada como pasar unos días con argentinos y uruguayos conversando sobre educación e inclusión, o en Virtual Educa en Medellín, sumergida en un debate sobre los retos que tiene la incorporación de las nuevas tecnologías en la educación; o finalmente, nada como estar un par de días en tierra patria, en la UCAB, en el Encuentro Internacional de Educación (#EIE_FT) organizado por la Fundación Telefónica conversando sobre cómo debe ser la educación del siglo XXI, para darnos cuenta de que hay un mundo de retos, discusiones y debates, que, como país, nos estamos perdiendo porque decidimos, por la romana vieja, permanecer en el pasado y enganchados en el círculo del rencor.

La inclusión en educación, en efecto, es un tema álgido y a pesar de todo el tiempo que lleva como parte de la agenda de pendientes, es un tema aún en ciernes a lo largo de Latinoamérica y de buena parte del mundo.
Las nuevas demandas de la sociedad, las competencias para afrontar las características de ciudadanía y productividad emergentes en el mundo actual, los cambios que estamos experimentando y lo diferentes que somos debido a dichos cambios, las nuevas formas de relacionarnos, las viejas formas de aprender potenciadas por las nuevas tecnologías, la exigencia de modificar la forma de ver la vida, la educación y los roles que asumimos en ellas, son temas que ocupan a tirios y troyanos a lo largo y ancho del mundo, de América Latina y de nuestros países. En algunos, más intensamente que en otros.
Mientras eso sucede, mientras se da una efervescente dinámica constructiva, o algunos casos no tan constructiva (en otro espacio les contaré a qué me refiero), pero de todas-todas transformadora, una parte de nosotros está estancada mirándose el ombligo y preguntándose ¿por qué a nosotros, si no nos lo merecemos?; o echándole la culpa a alguien, a veces encarnado en una especie de entidad fantástica y superpoderosa que “nos domina” impidiéndonos actuar; o simplemente despotricando del otro, del que piensa y hace diferente, del que sólo por ser diferente se constituye en una amenaza inconmensurable para nuestra cotidianidad.

Cuando éramos felices y no lo sabíamos, es una frase que identifica muchas veces a quiénes encarnan esas actitudes. Sin embargo, cuando “éramos felices”, no todos lo éramos, había discriminación y exclusión de una parte importante de la sociedad venezolana; cuando “éramos felices”, también éramos una sociedad fracturada, aunque con menos odio y enfrentamiento expreso, pero con odio y enfrentamiento latentes; cuando “éramos felices” vivíamos en otra época en la que, como humanidad, éramos menos conscientes de nuestra responsabilidad ciudadana y comprendíamos menos el impacto de nuestras acciones y omisiones sobre el bienestar común; cuando “éramos felices” muchos pensaban que el bienestar común se lograba con la sumatoria del bienestar de cada ciudadano, sin tomar en cuenta que muchas veces el bienestar de unos se construye a costa del de los otros; cuando algunos “éramos felices” como individuos, no “éramos felices” como sociedad. Ahora, otros son felices como individuos y seguimos siendo infelices como sociedad.

En Medellín conversé con mucha gente, gente adorable por cierto, la mayoría colombiana, pero también de otros países de Latinoamérica. Muchos me abordaban para saber ¿qué nos había pasado como sociedad? ¿hasta cuándo nos duraría esto? ¿por qué nos dejamos impregnar de una mediocridad que, a los ojos de ellos, no nos pertenece? Estas, formuladas de diversas maneras, eran las preguntas que me hacían en casi la totalidad de las conversas.

Al principio me sorprendía lo informados que estaban los amigos de Venezuela sobre lo que nos sucede, ya sea desde una óptica crítica, neutral o hasta desde la óptica del gobierno. Luego entendí que, en efecto, las fronteras, como buenas construcciones sociales, no separan comunidades, familias, ni afectos. Hay más cosas que nos unen y nos identifican, que las que nos separan y si así es con gente que tiene una realidad nacional propia y diferente a la nuestra, debe ser más intenso para los que compartimos un territorio y una red de historias (porque no compartimos exactamente la misma historia, sino una red imbridacada de ellas)

Reflexionando mucho, desde la distancia, entiendo que lo que Dolors Reig (@dreig) dijo en Virtual Educa, aplicado a la ciudadanía y la educación, nos aplica como sociedad, “no nos hemos dado cuenta de lo diferentes que somos”, de lo cambiados que estamos como sociedad y como ciudadanos. Pero no, solamente desde la óptica de quiénes se sienten ajenos en su país, sino más profundamente en cómo nos entendemos y comportamos como ciudadanos, cuan conscientes estamos de lo que somos, de la responsabilidad que tenemos sobre la forma que ha tomado nuestra Venezuela y de lo que tenemos y debemos hacer para transformarla en una Venezuela con la que muchos más nos sintamos felices e identificados.

Si queremos responder a las preguntas que me formularon los amigos latinoamericanos, ¿qué nos había pasado como sociedad? ¿hasta cuándo nos duraría esto? ¿por qué nos dejamos impregnar de una mediocridad que, a los ojos de ellos, no nos pertenece? Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos y aunque suene fuerte y a algunos les resulte injusto o antipático: que “nos pasamos nosotros”, que erradicaremos la mediocridad cuando deje de ser nuestra y eso sucederá cuando asumamos la determinación, como ciudadanos y como país, de cambiar de verdad.

Pero además, podemos decir con propiedad, que las semillas de esa Venezuela, el país con el muchos nos sentiremos felices e identificados, están germinando por muchas partes y no somos capaces de verlas o apreciarlas porque estamos obnubilados por el espiral del fracaso, de la derrota y del resentimiento.

Para ver esas semillas, sólo tenemos que cambiar el foco y mirar a los ojos de nuestros jóvenes, los que emplean su tiempo “libre” para acompañar a otros en su proceso de crecimiento. La gente de la juventud de algunos de nuestros partidos, la gente que participa formándose en experiencias como VIMUN (@VIMUN) o la gente que se las juega con maravillosas experiencias como las de la Fundación Embajadores Comunitarios (@EmbComunitarios) en la Vega. Nombro tres, por nombrar a algunos con los que tuve el placer de compartir un rato un domingo en la mañana recién llegando de Medellín, pero como ellos hay mucha gente haciendo, construyendo, formándose, incidiendo, a la que deberíamos voltear a ver.

Sin embargo, no sólo se trata de cambiar el foco y ponerlo en esas experiencias para sentirnos felices de vivir en una Venezuela constructiva y creativa. No, también tenemos que voltear la mirada hacia adentro, preguntarnos qué sentimos por el país y por el otro, el que es diferente, el que hace cosas que probablemente no nos gusten o nos generen miedo, qué tan diferentes somos ahora, qué tanto hemos cambiado y en qué sentido, qué sentimos por nosotros mismos y sobre todo qué estamos dispuestos a cambiar en nosotros y en qué estamos dispuestos a invertir nuestro tiempo para participar en la construcción de la Venezuela que queremos; en definitiva, cómo estamos dispuestos a vivir para que en un futuro podamos mirar atrás y decir: “cuando éramos felices, como ahora y estábamos conscientes de ello”.


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