Por Olga Ramos,
01/07/2013
No hay nada como pasar unos días con argentinos y uruguayos
conversando sobre educación e inclusión, o en Virtual Educa en Medellín,
sumergida en un debate sobre los retos que tiene la incorporación de las nuevas
tecnologías en la educación; o finalmente, nada como estar un par de días en
tierra patria, en la UCAB, en el
Encuentro Internacional de
Educación (#EIE_FT) organizado por la
Fundación
Telefónica conversando sobre cómo debe ser la educación
del siglo XXI, para darnos cuenta de que hay un mundo de retos, discusiones y
debates, que, como país, nos estamos perdiendo porque decidimos, por la romana
vieja, permanecer en el pasado y enganchados en el círculo del rencor.
La
inclusión en educación, en efecto, es un tema álgido y a pesar de todo el
tiempo que lleva como parte de la agenda de pendientes, es un tema aún en
ciernes a lo largo de Latinoamérica y de buena parte del mundo.
Las
nuevas demandas de la sociedad, las competencias para afrontar las
características de ciudadanía y productividad emergentes en el mundo actual,
los cambios que estamos experimentando y lo diferentes que somos debido a
dichos cambios, las nuevas formas de relacionarnos, las viejas formas de
aprender potenciadas por las nuevas tecnologías, la exigencia de modificar la
forma de ver la vida, la educación y los roles que asumimos en ellas, son temas
que ocupan a tirios y troyanos a lo largo y ancho del mundo, de América Latina
y de nuestros países. En algunos, más intensamente que en otros.
Mientras eso sucede, mientras se da una efervescente dinámica
constructiva, o algunos casos no tan constructiva (en otro espacio les contaré
a qué me refiero), pero de todas-todas transformadora, una parte de nosotros
está estancada mirándose el ombligo y preguntándose ¿por qué a nosotros, si no nos
lo merecemos?; o echándole la culpa a alguien, a veces
encarnado en una especie de entidad fantástica y superpoderosa que “nos domina”
impidiéndonos actuar; o simplemente despotricando del otro, del que piensa y
hace diferente, del que sólo por ser diferente se constituye en una amenaza inconmensurable
para nuestra cotidianidad.
Cuando éramos felices y no lo
sabíamos, es una frase que identifica muchas veces a quiénes encarnan esas
actitudes. Sin embargo, cuando “éramos felices”, no todos lo éramos, había
discriminación y exclusión de una parte importante de la sociedad venezolana;
cuando “éramos felices”, también éramos una
sociedad fracturada, aunque con menos odio y enfrentamiento expreso, pero con
odio y enfrentamiento latentes; cuando “éramos felices” vivíamos en otra época en
la que, como humanidad, éramos menos conscientes de nuestra responsabilidad
ciudadana y comprendíamos menos el impacto de nuestras acciones y omisiones
sobre el bienestar común; cuando “éramos felices” muchos pensaban que el
bienestar común se lograba con la sumatoria del bienestar de cada ciudadano,
sin tomar en cuenta que muchas veces el bienestar de unos se construye a costa
del de los otros; cuando algunos “éramos felices”
como individuos, no “éramos felices” como sociedad.
Ahora, otros
son felices como individuos y seguimos siendo infelices como sociedad.
En Medellín conversé con mucha gente, gente adorable por cierto, la
mayoría colombiana, pero también de otros países de Latinoamérica. Muchos me abordaban
para saber ¿qué nos había pasado como
sociedad? ¿hasta cuándo nos duraría esto? ¿por qué nos dejamos impregnar de una
mediocridad que, a los ojos de ellos, no nos pertenece? Estas,
formuladas de diversas maneras, eran las preguntas que me hacían en casi la
totalidad de las conversas.
Al principio me sorprendía lo informados que estaban los amigos de
Venezuela sobre lo que nos sucede, ya sea desde una óptica crítica, neutral o
hasta desde la óptica del gobierno. Luego entendí que, en efecto, las fronteras, como buenas
construcciones sociales, no separan comunidades, familias, ni afectos.
Hay más cosas que nos unen y nos identifican, que las que nos separan y si así
es con gente que tiene una realidad nacional propia y diferente a la nuestra,
debe ser más intenso para los que compartimos un territorio y una red de
historias (porque no compartimos exactamente la misma historia, sino una red
imbridacada de ellas)
Reflexionando mucho, desde la distancia, entiendo que lo que Dolors
Reig (@dreig) dijo
en Virtual Educa, aplicado a la ciudadanía y la educación, nos aplica como
sociedad, “no nos hemos dado cuenta de lo
diferentes que somos”, de lo cambiados que estamos como
sociedad y como ciudadanos. Pero no, solamente desde la óptica de quiénes se
sienten ajenos en su país, sino más profundamente en cómo nos entendemos y
comportamos como ciudadanos, cuan conscientes estamos de lo que somos, de la
responsabilidad que tenemos sobre la forma que ha tomado nuestra Venezuela y de
lo que tenemos y debemos hacer para transformarla en una Venezuela con la que
muchos más nos sintamos felices e identificados.
Si queremos responder a las preguntas que me formularon los amigos
latinoamericanos, ¿qué nos había pasado como sociedad? ¿hasta cuándo nos duraría
esto? ¿por qué nos dejamos impregnar de una mediocridad que, a los ojos de
ellos, no nos pertenece? Podemos afirmar, sin temor a
equivocarnos y aunque suene fuerte y a algunos les resulte injusto o
antipático: que “nos pasamos nosotros”, que
erradicaremos la mediocridad cuando deje de ser nuestra y eso sucederá cuando
asumamos la determinación, como ciudadanos y como país, de cambiar de verdad.
Pero además, podemos decir con propiedad, que las semillas de esa Venezuela, el
país con el muchos nos sentiremos felices e identificados, están germinando por
muchas partes y no somos capaces de verlas o apreciarlas
porque estamos obnubilados por el espiral del fracaso, de la derrota y del
resentimiento.
Para ver esas semillas, sólo tenemos que cambiar el foco y mirar a los ojos de nuestros
jóvenes, los que emplean su tiempo “libre” para acompañar a otros en su proceso
de crecimiento. La gente de la juventud de algunos de
nuestros partidos, la gente que participa formándose en
experiencias como VIMUN (@VIMUN) o la
gente que se las juega con maravillosas experiencias como las de la Fundación Embajadores
Comunitarios (@EmbComunitarios) en
la Vega. Nombro tres, por nombrar a algunos con los que tuve el placer de
compartir un rato un domingo en la mañana recién llegando de Medellín, pero
como ellos hay mucha gente haciendo, construyendo, formándose, incidiendo, a la
que deberíamos voltear a ver.
Sin embargo, no sólo se trata de cambiar el foco y ponerlo en esas experiencias
para sentirnos felices de vivir en una Venezuela constructiva y creativa.
No, también tenemos
que voltear la mirada hacia adentro, preguntarnos qué
sentimos por el país y por el otro, el que es diferente, el que hace cosas que
probablemente no nos gusten o nos generen miedo, qué tan diferentes somos
ahora, qué tanto hemos cambiado y en qué sentido, qué sentimos por nosotros
mismos y sobre todo qué estamos dispuestos a cambiar en nosotros y en qué estamos
dispuestos a invertir nuestro tiempo para participar en la construcción de la
Venezuela que queremos; en definitiva, cómo estamos dispuestos a vivir
para que en un futuro podamos mirar atrás y decir: “cuando éramos felices, como
ahora y estábamos conscientes de ello”.
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