Colette Capriles Sábado, 6 de julio de 2013
@cocap
La más notable diferencia entre el
mundo con Internet y sin ella (o ello), es que antes los mitos tardaban más en
consolidarse.
Curiosamente, la velocidad de
destrucción de mitos no es tan grande como la de su formación; se podría decir
que Internet los multiplica, porque es ella (o ello) misma el Mito por
excelencia, la super-meta-narrativa de nuestro tiempo, el relato que convierte
todo en uniformemente consumible. Y sobre todo, es un relato que sólo se
refiere a sí mismo. Por ejemplo, las llamadas primaveras árabes quedan
inscritas en la cultura popular como pacíficas insurrecciones civiles que
lograron liberar a sus países de longevas tiranías. El "poder viral"
habría sido el protagonista de esos cambios de régimen: un poder no político,
autoproducido, que emerge de la pura interacción de las "redes", las
cuales buscan infaliblemente la libertad, la democracia y los derechos humanos.
Bella fábula que reverbera en el imaginario de los insomnes usuarios de
Twitter, que a su vez tuitean incansablemente sobre la leyenda misma,
propagándola.
No es que las comunicaciones
instantáneas y reticulares no hayan tenido nada que ver con los cambios
políticos ocurridos en el mundo árabe y en otros mundos; es precisamente eso lo
que queda por investigar. Pero el efecto mitológico es poderoso en cuanto a la
suspensión de la historia, por así decirlo: será que el atributo de
simultaneidad de las redes sociales, y la subordinación perezosa de los medios
tradicionales a éstas, parece abolir la lógica de la historia y hacer lineal lo
que en realidad fue complejo, contradictorio, y en definitiva, tan humano como
es la política desde siempre.
Las primaveras árabes una etiqueta
mediática no fueron fenómenos homogéneos, no se dejan describir con un único
modelo.
Sin embargo contribuyeron, por el modo
en que fueron construidos y diseminados, a la idea de que es posible la
política sin políticos, sin organización, sin ideología. Se pierden de vista el
papel de las fuerzas armadas, de los partidos políticos, de las variables
económicas, y, primordialmente, el de la dinámica interna de los regímenes
autoritarios y dictatoriales, que suele ser decisiva para producir transiciones
hacia la democracia. Por ejemplo, parte del ejército egipcio sacó a Mubarak,
apoyado por otra facción militar, en 18 días, y está hoy mismo amenazando a
Morsi, democráticamente elegido, amparándose de nuevo en la muchedumbre de
Tahrir. Mubarak pretendía hacer prolongar su mandato de 30 años en la persona
de su hijo menor, quién sabe si inspirándose en los gobiernos dinásticos de
Corea del Norte y Cuba; esta pretensión produjo una fisura en el interior de su
régimen que ocasionó su defenestración. Esto sin entrar en la compleja historia
y estructura de los Hermanos Musulmanes.
El papel del ciudadano-en-red no fue
realmente categórico en todo el proceso, en el sentido de que no explica nada
por sí solo.
Las fisuras dentro de un régimen autoritario
no son sólo horizontales, entre los grupos que forman la élite gobernante, sino
también verticales, entre la élite y el pueblo, por así decirlo; esto último
parece asegurado cuando se exhiben manifestaciones de masas e indignación
popular, pero lo primero, en cambio, queda a la sombra y sólo se expresa
indirectamente, a la hora de los desenlaces. La historia política reciente ha
sido narrada muchas veces como una fast history, una invención a gusto del
consumidor que prefiere cuentos de final feliz y fácil digestión. A veces
inducidos involuntariamente desde los espacios académicos, por cierto, llevados
por la tentación de construir modelos con alguna capacidad de predicción a
partir de casos cuyos "parecidos de familia" ocultan muchas veces las
diferencias. Pero siempre, detrás de los espontaneísmos exitosos, hay una
fórmula política: unas condiciones de posibilidad del cambio político que
tienen que ver con el grado de organización y madurez de los actores que pueden
ser la alternativa, una vez fisurado el bloque de poder. Es un proceso de dos
(o más) velocidades, una lenta y acumulativa; otra catalítica y efervescente. Y
las dos hacen la historia.
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