Xavier Reyes Matheus. DOMINGO, 30 DE JUNIO DE 2013
En su libro clásico de 1938, «Anatomía
de la revolución», Crane Brinton sostuvo que las revoluciones tienen mayores
probabilidades de ocurrir cuando se produce un parón brusco tras un periodo
sostenido de prosperidad económica. El «intolerable abismo» entre lo que una
sociedad ha llegado a desear y lo que en realidad consigue constituía, para el
historiador norteamericano, la explicación de esos estallidos protagonizados
por «gente que no goza de mala posición y que siente restricciones,
paralización, fastidio, más que una auténtica y aplastante opresión».
Por aquellos años en los que Crinton
analizaba el fenómeno político más característico de la edad contemporánea,
Stefan Zweig, ese otro vigía de las derivas de nuestro mundo, comenzaba con
Brasil una relación que sería definitiva, pues allí acabaría exiliándose y
consumando, en 1942, el suicidio que puso fin a su invencible desazón sobre el
destino de Europa. En el libro que dedicó a aquella tierra, «Brasil. País de
futuro», el biógrafo de María Estuardo y de María Antonieta reconocía que era
imposible plasmar el retrato de «un país que no acaba aún de tener una visión
de su conjunto y que, además, se halla en un crecimiento tan impetuoso que todo
informe y toda estadística resultan superados por los hechos». Los últimos
lustros han aumentado la vigencia de esta descripción, aunque ese mismo ritmo
de crecimiento haya transformado sensiblemente al coloso que, según contaba
Zweig hace setenta años, debía su atraso en buena medida a la falta de
combustible. Hoy Petrobras es una de las mayores petroleras del mundo, y desde
2009 se ha colocado por encima de las que lideraban el mercado latinoamericano
–la mexicana Pemex y la venezolana Pdvsa.
La decadencia de esta última compañía,
en cambio, no es mero vaivén de los tiempos. No es lasitud, sino miseria
inducida el mal que acogota a la productividad de Venezuela. Los sufridos
habitantes de este país peregrinan infructuosamente por abastos y
supermercados, mientras tienen bajo los pies las mayores reservas de crudo del
planeta. Bien que lo saben todos, porque gracias a ellas ha caído un chaparrón
asistencialista cada vez que Chávez, entre las divagaciones de «Aló,
Presidente», atizaba con una ocurrencia nueva al ministro del ramo. Por gracia,
también, del maná del subsuelo, ha conseguido su gran ascendiente internacional
una diplomacia que no necesitaba de más: armada de la chequera, hasta un
Nicolás Maduro –ex canciller del caudillo difunto– era capaz de dirigirla. No
inocuamente, claro: el expansionismo del régimen bolivariano es el único
conocido que, en lugar de conquistar, se saquea a sí mismo y entrega ingentes
cantidades de dinero por someterse a la dominación de una «potencia» extranjera
(¡Cuba!). Curioso caso de autoimperialismo, registrado nada menos que en la
patria de los «libertadores» del subcontinente.
No obstante, las noticias que hace
poco reseñaban en la Prensa el racionamiento impuesto a los consumidores
venezolanos no iban acompañadas de ningún informe sobre revueltas como las que
ahora hay en Brasil. Uno tiene la impresión de que, en el país que más lenguas
se hace de la «democracia popular», la gente es cada vez más un espectador
pasivo de su propio destino. La primera explicación que parece salir al paso es
el miedo, y con sobrados motivos. Los excesos del chavismo no fueron acogidos
siempre con resignación: la Plaza Francia, en el caraqueño barrio de Altamira,
pretendió ser alguna vez la Tiananmen de la resistencia venezolana, y quien la
hubiese visto entonces, llena de manifestantes y de bríos, hubiera dudado
sinceramente sobre el alcance que tendría el régimen. Pero en diciembre de
2002, «la Revolución» (ese ser con la cara de Chávez pero con las manos del
«pueblo en armas») cortó por lo sano: un pistolero llegó en una moto y disparó
a quemarropa contra las personas que allí se concentraban pacíficamente, con
saldo de tres muertos. Luego, en 2004, a propósito de un referendo para revocar
el mandato presidencial, intentaron las protestas recuperar la plaza y se
repitió la incursión de los «espontáneos» defensores de la causa chavista: cayó
esta vez fulminada una mujer de 62 años. Desde luego, se entiende lo de
conformarse, los más valientes, con tocar las cacerolas desde la seguridad de
casa.
Sin embargo, lo represivo del régimen
no explica completamente la pasividad de los venezolanos. Para comprenderla, en
cambio, convendría mirarla a la luz de los dos grandes factores que ahora
jalonan las protestas de Brasil. El primero es el reforzamiento de la clase
media. Mientras en el gigante suramericano aquel grupo –ya superior a la mitad
de la población– incorpora cada vez más los usos y las expectativas de una
nación desarrollada, en Venezuela la gente da gracias cuando puede acceder a un
par de rollos de papel higiénico, y se felicita cuando sufre un asalto y sale
viva para contarlo. El pasado mes de febrero han cumplido 30 años desde que la
tierra de Bolívar puso pie en la pendiente económica (con el famoso «viernes
negro» de 1983) capitalizada por Chávez para imponer la máxima «depaupera et
impera», hasta este extremo que hoy representa el colapso del tejido productivo
del país.
Hartos
de corrupción
Y mientras la agencia tributaria
bolivariana ha sido, sobre cualquier otra cosa, un instrumento para el acoso y
derribo de los empresarios, los reclamos de los brasileros reflejan la eficacia
de la reforma fiscal emprendida con el cambio constitucional de 1988, pues es a
título de esforzados contribuyentes como los ciudadanos de Brasil aspiran a
obtener hoy unas contraprestaciones justas. La democracia, para ellos, ha
dejado de ser ese intercambio de regalos entre gobernantes y gobernados que se
ha practicado siempre en América Latina, y mucho menos estarían dispuestos a
gritar, como en los mítines del oficialismo venezolano, «con hambre y sin
empleo/con Chávez me resteo».
Lo anterior remite a la otra clave de
esta crisis, que es el hartazgo de la corrupción. Las protestas ya han sido
capaces de hacer retroceder en el Congreso brasileño la propuesta de enmienda
constitucional que limitaba la capacidad de investigación del Ministerio
Público, y que parecía un bochornoso espaldarazo del partido mayoritario a la
impunidad. En Venezuela, en cambio, la corrupción no es una piedra de
escándalo, sino una contraseña para actuar en todas las esferas de la vida.
Aunque se instaló con el pretexto de derrocarlos, el chavismo no investigó nunca
a los corruptos del antiguo régimen venezolano. En esto, por el contrario, eran
mejores las adhesiones que la persecución: el control de cambio de divisas
implantado por Chávez (con su consecuente mercado negro paralelo) ha puesto a
disposición de cualquiera un medio de enriquecimiento fácil, si se saben urdir
las alianzas que permitan compartir esos beneficios con la Revolución. Las
clases medias no han sido, ni mucho menos, ajenas a estas ventajas, y así todo
el mundo mira para otro lado cuando se habla de corrupción. No es ya sólo que,
a diferencia de Brasil, el régimen no haya contribuido a crear ciudadanía; es
que los corruptos son, por definición, anticiudadanos: insolidarios, egoístas,
preocupados sólo por su propio interés, mezquinos, ciegos y sordos a las
aspiraciones de la nación.
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