RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ 03 de julio de 2013
Aparentemente, los años de la crisis
en Estados Unidos y Europa han resultado ser una época muy innovadora en
tecnología. Facebook y Twitter, creados en
2004 y 2006 respectivamente, han ido creciendo en número de ususarios,
funciones y relevancia pública mientras la economía se hundía. El primer iPhone
fue presentado por Steve Jobs el 9 de enero de 2007; se vendieron 6,1 millones
de dispositivos, y desde entonces han aparecido cinco modelos más con ventas
muy superiores. El primer teléfono con el sistema operativo Android apareció en
2008. WhatsApp, en 2009. El iPad, en 2010. En 2011, Amazon anunció que estaba
vendiendo más de un millón de Kindles a la semana. En 2012, Google presentó un
modelo de gafas que permiten a su usuario hacer fotos, consultar mapas y ver el
correo desde sus lentes mediante órdenes de voz o gestos de la mano.
Todos estos inventos y algunos otros
han contribuido a crear la sensación de que los años de estancamiento económico
han sido también años de incremento de la velocidad a la que vivimos. Las
conversaciones son constantes, la información fluye con poquísimas fricciones y
hasta parece que la geografía importa menos que nunca porque, como quien dice,
todos podemos estar en todas partes al mismo tiempo. Durante este penoso
quinquenio, se han publicado libros de éxito que aseguran que los avances tecnológicos contemporáneos harán que muchas más
cosas sean gratis (Chris Anderson), que Google será el modelo de gestión para todas las demás
empresas (Jeff Jarvis) y, en definitiva, que todo va a cambiar(Enrique
Dans). Eso, por no hablar de la multitud de libros, artículos de periódico y
posts que aseguran que esta revolución tecnológica va a propiciar una inminente
revolución política de la que saldrán unas democracias más conectadas, más
deliberativas, más 2.0.
La verdad es que todo esto suena bien,
pero también es probable que sea infundado. De hecho, con crisis o sin ella,
nuestros tiempos son, comparados con el último siglo y medio, muy poco
innovadores en cuestiones tecnológicas. A pesar del placer que nos produce
pensar que estamos siendo protagonistas de un cambio de paradigma novedoso y
brutal, lo cierto es que quienes experimentaron innovaciones realmente
trascendentes, que cambiaron de veras la existencia, fueron nuestros
bisabuelos, nuestros abuelos o nuestros padres, entre el último tercio del
siglo XIX y los dos primeros del XX. Como señala el economista Tyler Cowen en The Great
Stagnation, fue en el transcurso de sus vidas cuando se inventaron cosas
que dispararon el bienestar y la productividad: la electricidad y el agua
corriente (y caliente) en las casas, la penicilina, el teléfono, la radio, los
vuelos comerciales, el televisor, la nevera, el lavaplatos o ese inmenso
impulsor de la liberación femenina que fue la lavadora. Comparado con todo eso,
chatear con un amigo o ver las últimas noticias desde el autobús debería
parecernos apenas una curiosidad interesante (excepto, por supuesto, para los
sectores y empresas que está barriendo). Primero, como decía, porque es una
mejora solo marginal. Pero también por algo más inquietante: porque es un paso
adelante que no parece estar generando los beneficios en el empleo, el
rendimiento o la calidad de vida que consiguieron, casi instantáneamente,
algunos de esos avances anteriores.
Como apunta Evgeny Morozov en su
último libro, To Save Everything Click Here, las expectativas -económicas, políticas, morales- que estamos
depositando en internet y la tecnología que está apareciendo a su alrededor son
excesivas y, en cierto sentido, peligrosas. Pareciera, afirma, que no
hay ningún problema humano que no pueda ser solucionado mediante la tecnología
y, especialmente, mediante las telecomunicaciones, cuando en realidad buena
parte de la industria tecnológica de Silicon Valley está intentando solucionar
cosas que nada tienen que ver con los verdaderos problemas de nuestro tiempo.
Sin embargo, quizá sea más grave la sensación de que la política puede y debe
parecerse a la tecnología y avanzar al mismo ritmo -aparentemente velocísimo-
de ésta. Pero esto es un error. Aunque estemos con razón exasperados con los
casi incomprensibles mecanismos políticos y legales de nuestra democracia, no
parece que esos agujeros negros puedan arreglarse mediante más y mejor
tecnología. Ciertamente, a nuestros juzgados no les vendrían mal unos cuantos
ordenadores con un buen procesador de textos y un servidor central, y la
tecnología actual permitiría que los gobiernos fueran mucho más transparentes
si así lo desearan. Pero más allá de esto, seguimos sin tener ni idea de si los
foros, Facebook o Twitter sirven de veras para mejorar la participación
política -aunque sin duda facilitan la organización informal y el desahogo-; si
los smartphones son una herramienta que crea lazos profundos y
vinculantes políticamente -o simplemente muchos más contactos superficiales-;
si un voto electrónico o una deliberación en internet pueden mejorar la vieja
papeleta y lo que durante más de doscientos años hemos hecho en los
parlamentos, los periódicos y los cafés. Los únicos que han tenido el valor de
poner todo esto a prueba -y hay que que reconocerles el mérito- han sido los
integrantes del Partido Pirata alemán, que con un programa centrado en internet han logrado representación
en varias instancias políticas del país. Sin embargo, su sistema de
relación entre bases y respresentantes y diseño de propuestas, LiquidFeedback
-un sofisticado mecanismo de deliberación en el que se mezclan el viejo
asamblearismo y las nuevas tecnologías-, ha resultado ser igual o menos
funcional que los viejos congresos de partido tradicional. Discutimos más, más
rápidamente y con más gente, pero no está claro que lleguemos a mejores
conclusiones.
Esto no es, por supuesto, ni el
manifiesto de un ludita ni la afirmación de que vivimos en el mejor de los
mundos políticos posible. Pero sí hay algo claro: el utopismo tecnológico, como
todo utopismo, va a acabar decepcionándonos. La política real, con sus miles de
problemas pendientes, no va a hallar soluciones tanto en la tecnología como en
la mejor y más justa organización de las instituciones. Es decir, en la vieja
política. La democracia, aunque a veces nos resulte irritante, es por su propia
esencia lenta, poco innovadora y predecible. Las marginales innovaciones
tecnológicas de nuestro tiempo son todo lo contrario, aunque no sean ninguna
panacea. Pero arreglar un bug en el sistema operativo de un
ordenador o un teléfono siempre será más fácil que solventar una, solo una, de
las muchas ineficiencias de nuestro sistema operativo, la democracia. Confundir
ambas cosas es el camino más corto -y sí, más rápido- a la desilusión.
Tomado de: http://blogs.elpais.com/tormenta-de-ideas/2013/07/tocqueville-esta-apagado-o-fuera-de-cobertura.html
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