Por Carlos D. Mesa Gisbert 22 de septiembre de 2013
Twitter: @carlosdmesag
El
Poder total corrompe totalmente, no porque convierta a todos quienes gobiernan
en unos ladrones, sino porque envilece sus almas, corrompe y destruye sus
principios y acaba destruyendo los ideales y valores por los que buscaron
gobernar
La idea de la responsabilidad política está estrechamente ligada al comportamiento de quien ejerce el poder.
La idea de la responsabilidad política está estrechamente ligada al comportamiento de quien ejerce el poder.
Hace algunos días escuché a un
destacado jurista del gobierno referirse al Poder Judicial. Reconocía
parcialmente los graves problemas de este órgano, pero subrayaba que una buena
parte de las dificultades de cambiar la mentalidad de la administración de
justicia tiene que ver con la actitud de los ciudadanos. Decía que una premisa
básica de cualquier sociedad civilizada es aceptar que la ley se ha hecho para
ser cumplida, y que las personas tienen que comprender que sus actos traen
consecuencias. Subrayaba que es imperativo asumir que si se comete un delito se
debe purgarlo, si se transgrede una norma se tiene que pagar por ello, si se le
hace un daño al Estado se debe resarcir el daño material inferido.
La idea es correcta y está formulada
impecablemente. En la medida en que nuestros niños y jóvenes vean todos los
días que la transgresión de la norma no acarrea consecuencias, llegarán a la
conclusión de que el incumplimiento de la Ley es un buen negocio y que la
impunidad casi siempre está garantizada. Si el riesgo que se corre al vulnerar
la norma o no cumplir las obligaciones es muy próximo a cero, las posibilidades
de imponer el cumplimiento de la ley son casi nulas.
Lo que el jurista del oficialismo no
dijo es que el ejemplo mayor lo deben dar quienes detentan el poder. Igual que
en los otros aspectos citados, los actos políticos también generan
consecuencias. El éxito y el reconocimiento cuando están bien hechos y el fracaso
y el castigo cuando están mal hechos.
En más de una oportunidad he demandado
como ciudadano que cuando se producen escándalos vinculados a corrupción,
seguridad, represión o mal manejo económico, los funcionarios responsables
deben renunciar a sus cargos. Con mayor razón quienes cuando estuvieron en la
oposición, exigían la renuncia de funcionarios, ministros y presidentes
responsables de decisiones políticas equivocadas.
Mis pedidos nada han tenido que ver
con afectos o desafectos personales, sino con cuestiones de principio. Pero la
respuesta del Gobierno ha sido y es casi siempre la misma. Los funcionarios
responsables no hacen ni el amago de ofrecer su renuncia, no se les mueve un
pelo. A su vez, las autoridades superiores, empezando por el Presidente, no
sólo que no separan del cargo a las autoridades involucradas, sino que
respaldan con ahínco a quienes están envueltos en casos muy graves. Cuando la
presión es insoportable lo habitual es que quienes paguen los platos rotos sean
funcionarios intermedios, o cabezas de instituciones como la Policía, pero
nunca los responsables políticos, quienes han tomado decisiones o han diseñado
las estrategias de acción, o quienes por omisión o negligencia han permitido el
crecimiento de grupos corruptos o hechos violentos bajo su mando y en sus
narices.
Los pocos ejemplos de destitución y
prisión de funcionarios gubernamentales no tienen que ver con actos voluntarios
desde el poder, sino con situaciones imprevistas que pusieron en evidencia el
tamaño de la transgresión o el delito, lo que hacía imposible tapar el sol con
un dedo.
Esa realidad ha generado la certeza en
quienes forman parte del partido de gobierno y ejercen el poder, de que no hay
límites para hacer lo que quieran hacer, sea esto correcto o incorrecto. Por
ello, con frecuencia suelen confundirse las cosas. Los poderosos de hoy suponen
que si ellos no han cometido delitos o no han transgredido normas de manera
directa, no tienen responsabilidad y no tienen por qué asumir consecuencia
alguna. Esto muestra claramente que no se entiende que la cabeza política tiene
la obligación de afrontar los costos políticos (no necesariamente penales o
civiles) de lo que hacen quienes a su nombre o bajo su mando, han cometido
delitos. Lo que se traduce en una cosa: renuncia al cargo.
Esa ha sido la base por la que el
actual Presidente acusó a varios expresidentes en diversos temas. El hecho de
que como cabezas del Estado teníamos responsabilidad política sobre
determinadas situaciones acaecidas en nuestros mandatos, no porque hubiésemos
dado órdenes directas o firmado contratos específicos, sino por responsabilidad
política.
La vara de medida hoy, ciertamente, es
totalmente distinta. Nadie se mueve pase lo que pase, nadie asume
responsabilidad política por nada. El gobierno confunde ejemplo de
comportamiento con debilidad y fortalece la idea de que el poder es intocable e
impune.
La conclusión está a la vista.
Gobernar no es servir, sino servirse. El Poder total corrompe totalmente, no
porque convierta a todos quienes gobiernan en unos ladrones, sino porque
envilece sus almas, corrompe y destruye sus principios y acaba destruyendo los
ideales y valores por los que buscaron gobernar.
Esta falta absoluta de responsabilidad
política es uno de los principales daños que esta forma de entender las cosas
le está haciendo al país
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