Américo Martín 20 de
septiembre de 2013
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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I
“Odios estratégicos”, manera pomposa
de encubrir una de las usuales modalidades del cinismo. La primera vez que la
escuché fue a Rómulo Betancourt, allá por 1959. La dictadura militar se había
desmoronado, la gente en la calle quería reproducir las barricadas y adoquines
de las revoluciones parisinas, el radicalismo a todo dar con el sonoro ejemplo
de los barbudos entrando en La Habana. Como el mundo era bipolar, la izquierda
más emotiva explicaba todos los problemas del país cargando de culpas al
imperio. Por lo visto, los gobiernos latinoamericanos serían excelentes, de no
ser por las maquinaciones gringas. Era como la cédula de identidad del
revolucionario del siglo XX (el del XXI resultó más efímero)
Cuando el hemisferio fue estremecido
por la frustrada gira de paz del vicepresidente Nixon, a los líderes del
momento se les pedía una prenda de “principismo”. Debían condenar la presencia
anglosajona, más que en los mejores tiempos de Vasconcelos y Rodó.
Pero seamos claros, semejante agravio
podía cargársele justificadamente al secretario de Estado John Foster Dulles,
quien durante la X Conferencia Interamericana vino a Caracas solo para llevarse
en los cuernos a la rebelde Guatemala. En cambio Nixon –calculadamente o no,
eso no oculta el hecho- venía en son de paz. Caídas las dictaduras militares,
quería propiciar algo así como la reconciliación entre las Américas sajona e
hispana.
Calculó mal porque los comportamientos
imperiales aún estaban frescos y porque el ensimismamiento nacionalista estaba
en el tope. Pero obviamente entre la visita guerrera de Dulles y el ramo de
olivo de Nixon había una sustancial diferencia.
II
Con mentalidad de hombres de estado,
Betancourt, Caldera y Jóvito quisieron aprovechar el viraje norteamericano para
obtener ventajas en el camino hacia la consolidación democrática y el esperado
desarrollo de Venezuela.
Fue cuando le escuché decir a
Betancourt que él no cultivaba “odios
estratégicos”. Eso fue hace 53 años, más de cinco decenios, más de diez
lustros. El punto es que en la Venezuela de hoy, años 2000 y pico, han retoñado
los odios estratégicos. Lo han hecho sin las justificaciones históricas de la
izquierda de los años 50 y 60. Es más simple que eso y el caso reciente de
nuestro país es, en ese sentido, desolador.
Fracasa la Misión Vivienda, se hunden
la salud y la educación, Venezuela se convierte en uno de los tres peores
productores de alimentos (los otros dos: Haití y Cuba), la inflación ha sido la
más elevada de América; y en 2013, lanzada a alcanzar la cumbre mundial.
Disputa esa presea con Belarús, tierra de Aleksander Lucashenko, el último
dictador de Europa. Como saben hasta los escolares, los problemas venezolanos
no quedan ahí. Somos el país que menos crece en Latinoamérica, disponemos de
una deuda externa e interna impagables y de un déficit fiscal prodigioso,
mientras nuestras reservas internacionales –pese a la incesante bonanza de los
precios del petróleo- se cayeron como una plomada, precisamente cuando estamos
con el agua en el cogote.
¿Y cómo explican los voceros
gubernamentales tan monumental desastre?
Ah, muy sencillo: el imperio sabotea
los grandes proyectos del gobierno. Es un tenebroso plan cuya fase última será
la invasión de los marines, todo vergonzosamente coludido con la extrema
derecha venezolana. Y lo que es peor, más de 60 veces la CIA ha preparado “el
magnicidio”, primero de Chávez, ahora de Maduro. En fin: los odios estratégicos
retumban.
Tanta obsesión contrasta con lo que
ocurre en el resto del Hemisferio, incluso Cuba, que ya hace tiempo dejó de
hablar de magnicidios e invasiones. Los gobiernos critican tales o cuales
gringadas, pero conservan excelentes relaciones con sus presidentes. No
mantienen la alharaca que distingue a sus colegas venezolanos. Curiosamente son
los presidentes de izquierda los que más cuidan su lenguaje, tanto como sus
intereses. El hecho está a la vista: el único país que no crece ni le tuerce el
cuello a la inflación es el que más recursos tiene. Y por lo tanto, con más
razones para colocarse en los primeros lugares en crecimiento, estabilidad
monetaria y social, y no en los últimos donde tan estúpidamente se ha condenado.
III
Leyendo un artículo escrito por
Betancourt en 1939, cuando todavía se consideraba marxista, socialista,
partidario de la “sociedad sin clases”, descubrí que no era nueva su manera
equilibrada de ponderar al otro sin naufragar en los “odios estratégicos”. La
nacionalización del petróleo dictada por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas
–explicaba Rómulo- no provocó hostilidades de EEUU, debido al “hambre de
petróleo” que, dada la cercanía de la Guerra Mundial, tenía la potencia
norteña. Quería garantizarse el flujo de petróleo mexicano y venezolano. ¿Qué deberían hacer México y
Venezuela?, se preguntaba Betancourt. Pues aprovechar la oportunidad para
exigir ventajas económicas sin sacrificar soberanía, en beneficio de nuestro
desarrollo y del nivel de vida de nuestros pueblos.
Asombra que esas reflexiones tan
obvias sean hoy desdeñadas por el presidente Maduro, quien se adorna con una
vocinglería retórica que lo está hundiendo en el pantano. Asombra aún más que
no haya nadie en el poder en posición de entender lo que aprendieron de memoria
Rousseff, Lagos, Bachelet, Mujica, Humala, y de “desmemoria” el poco
presentable Ortega. Aprendieron que nunca en la historia sirvió para nada el
recetario de comunas, consejos obreros, estatizaciones “ideológicas”,
autogestión, controles de cambio y demás zarandajas. Esas falsas panaceas
alimentaron el fracaso de más de un siglo de ilusas revoluciones. Clavo pasado
para todos, menos para Maduro.
¡Aprende hombre! Aunque de sesera
quizá algo seca, eres muy joven aún!
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