Hannah Arendt – Adolf Eichmann |
Ofelia Avella 20 de septiembre de 2013
@ofeliavella
Llama mi atención leer
que el conformismo y el totalitarismo son secuelas del vacío. Cuando existen,
el hombre puede no reconocer cuáles son sus deberes y a veces tampoco advertir
lo que realmente quiere: “entonces se siente tentado a querer lo que los demás
hacen o a hacer lo que los demás quieren” (Frankl).
El autor se refiere en concreto a las
actitudes difundidas en el hemisferio occidental (conformismo) y en el oriental
(totalitarismos posteriores a la segunda guerra mundial, pero aplicables a
cualquier sociedad). Lo cierto es que bajo el dominio de estas situaciones el
hombre parece vivir como si la vida no fuese suya, pues ni la apatía que
germina en una sociedad consumista, ni el terror que se vive en un régimen
autoritario, se lo permiten.
Se cumplen 50 años de la publicación
de los reportajes que hiciera Hannah Arendt, con ocasión a su seguimiento del
seguimiento del juicio de Eichmann en Jerusalén. Éste era el responsable de la
sección de “los asuntos concernientes a los judíos” de la oficina central para
la seguridad del régimen nazi. A él le
tocaba administrar los traslados a los campos de concentración y de exterminio.
Interesa, pues, el dilema que se le planteó a Arendt. Estuvo presente en el
juicio de un hombre que debía ser desquiciado o demoníaco; ella refiere, sin embargo,
que era ordinario, superficial y que, al mismo tiempo, sabía lo que hacía.
¿Cómo podía conocer las consecuencias de sus actos y al mismo tiempo no ser
realmente “consciente” de lo que hacía?
Ella resuelve el dilema hablando de la
“banalidad del mal”. Este tipo de mal es, para ella, una “lejanía de la
realidad”. Una lejanía, sin embargo, fundada en la mentira de las “maniobras de
Estado”. Eichmann era superficial y se escudaba ciertamente en que “debía
obedecer órdenes”. Culpa a la rapidez con que se sucedieron los
acontecimientos: “el partido me engulló sin tener tiempo para decidir. ¡Fue
algo muy rápido e imprevisto!”, dijo en el proceso. Pero, ¿hasta qué punto es
posible “no darse cuenta”? Interesan sus palabras del 8 de mayo del 45, fecha
oficial de la derrota de Alemania: “sentía que la vida se me haría más difícil
sin un jefe; ya no recibiría órdenes de nadie, ya no tendría que consultar
reglamentos. En breve, me esperaba una vida que no había vivido nunca”. Este
hombre no parecía haber llevado una vida propia, sino haber hecho lo que otros
querían que hiciera. La narración de su vida parecía estar llena de “frases
hechas” (Alessandra Stoppa, en revista Huellas), pues por lo lejano que estaba
él mismo, en primera instancia, de su propia intimidad, se percibía en él un
“vacío de la razón por una falta de relación con los hechos” (Stoppa). Era como
si su vida nunca hubiese sido suya. Por eso prefería “seguir órdenes”. Así no
pensaba; así no era “responsable” de sus actos.
Arendt dice que “todo habría sido
diferente” si la resistencia hubiese sido más fuerte. Interesa especialmente lo
siguiente: “el régimen intentaba crear vacíos de olvido en los que se hundiera
cualquier diferencia entre el bien y el mal. Pero los vacíos de olvido no
existen. Nada humano puede borrarse. Bajo el terror, la gran mayoría se somete,
pero algunos no”. Es aquí, en estas excepciones, donde “renace la conciencia”
(Stoppa). Son precisamente los movimientos sociales, los alzamientos de voces
valientes, de ciudadanos inconformes y sedientos de vivir la singularidad que
es propia de lo humano, quienes por no someterse revelan que el hombre es libre
por naturaleza y que luchar por un ideal tiene sentido.
Quien advierte que tiene conciencia,
reconoce también que “la banalidad del mal desvela la profundidad del bien”
(Stoppa). En una carta del año 63, Arendt escribirá: “sólo el bien es radical”.
El mal, si bien existe, es superficial; parece no tener sustancia. La realidad
es siempre su base. Vemos, de hecho, que no puede reducirse a la nada. Por
eso puede sacarse siempre mucho bien del mal. Y es esto lo que
importa.
Este mal que en Venezuela vivimos
puede revertirse en bien si creamos los espacios para que renazca la
conciencia. Nos toca aclarar, redefinir, esa línea que distingue el bien del
mal que algunos pretenden borrar con los “vacíos de olvido”. Debemos captar lo
mucho que importa vivir en conciencia, siendo leales a esa voz interior que
clama verdad y transparencia. Sólo así nuestra vida tendrá sentido, pues será
vivida por nosotros y no por otros.
Esta conciencia individual ya está
naciendo en cada uno de los venezolanos. La vemos muy viva en tantas voces que
públicamente se resisten a callar. Sólo fortaleciéndola y ayudando a otros a
lograrlo, saldremos del conformismo e implicaremos al prójimo en nuestra vida.
No olvidemos que “sólo el bien es radical”.
Versión editada
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