Mariano Grondona 27 de septiembre de 2013
@LANACIÓN
Son dos órdenes diferentes de la realidad. El orden
tecnológico avanza siempre, pero es ideológicamente “neutral”, indiferente a
los valores. En el orden político, en cambio, los que valen son, precisamente,
los valores.
¿Cuál es el alcance de la
proliferación de tuits que nos rodea? ¿Nos hallamos ante una simple moda o ante
una verdadera revolución comunicacional? En la era de Twitter que acaba de
comenzar se diluye, por lo pronto, la antigua diferencia entre el “emisor” y el
“receptor” de un mensaje. La imprenta de Guttenberg consagró hace siglos el
predominio del emisor. La libertad de prensa se entendió desde entonces como el
derecho de los emisores a publicar sus ideas por medio de la prensa sin censura
previa. ¿Cuál era en tal caso el derecho del receptor? Sólo el derecho de
escoger entre las alternativas que le ofrecían los emisores.
Por siglos, pues, la libertad de
prensa fue concebida como un sistema “unidireccional”. Diversos emisores
competían por atraer la atención del receptor. Pero ahora, en parte gracias a
Twitter, el receptor puede convertirse él mismo en emisor. La comunicación se
ha convertido en una avenida de dos manos. Aquellos que tengan más motivaciones
o más recursos, naturalmente, la aprovecharán mejor, pero ello no quita que
todos, emisores y receptores, estén llamados por igual a recorrerla, con lo
cual se multiplican al infinito las posibilidades de comunicación entre los
seres humanos.
Este inmenso avance no se ha logrado
sino a cambio de ciertas restricciones. Los mensajes que llegan bajo la forma
de tuits no pueden alargarse, por lo pronto, más allá de una cantidad
determinada de palabras, aunque, eso sí, pueden repetirse y multiplicarse sin
freno ni medida. Aquí aparece otra restricción que no proviene del emisor, sino
del receptor. ¿Qué diríamos, por ejemplo, en aquellos casos en que a éste no le
interesa, simplemente, tal o cual mensaje? ¿Qué hacemos ante aquellos mensajes
que no nos excitan ni conmueven? Los tiramos al cesto de la basura. También el
receptor tiene el derecho de no leer, de no escuchar, de desechar los mensajes
que considere irrelevantes. Aun en medio del apogeo de los emisores, los
receptores conservan en sus manos la posibilidad crucial de no prestarles
atención. Podría decirse, en este sentido, que los emisores compiten entre
ellos para atraer la curiosidad del receptor. Muchos zánganos vuelan en pos de
la reina. Sólo uno logrará fecundarla. ¿Quién tiene entonces la clave del
poder? ¿El que ofrece o el que recibe el servicio de la comunicación?
Se supone que aquellos que hemos
gozado hasta hace poco tiempo, como emisores, de una posición dominante en el
mundo de las comunicaciones, por ejemplo los periodistas, podríamos sentirnos
menoscabados en el nuevo mundo de las comunicaciones “circulares”, de ida y
vuelta, que empieza a rodearnos. Pero esta sensación de pérdida de influencia
es quizás un falso espejismo, ya que si, por una parte, la multiplicación de
las comunicaciones nos beneficia a todos, por otra parte, que haya
incomparablemente más emisiones y más recepciones que antes abre horizontes
insospechados a la creatividad. El pensador Pierre Teillard de Chardin imaginó
que la interconexión entre millones de inteligencias humanas a través de las
computadoras habría de crear un nuevo espacio, un nuevo ambiente al que llamó
“noosfera”, que albergaría en su seno algo así como un cerebro multitudinario,
una nueva conexión espiritual, capaz de ofrecernos perspectivas de superación
con las que hasta entonces no habíamos soñado.
Estamos explorando estas nuevas vías,
por supuesto, en un clima de libertad. El monopolio de las comunicaciones
equivaldría a la más negra de las tiranías. Aquellos que cuentan con la
expectativa del monopolio pueden caer en la ilusión de lograrlo. No tienen, sin
embargo, ninguna garantía. La presidenta Kirchner ha sido de las primeras en
apelar a la multiplicación de los tuits, con la ayuda del inmenso aparato de
prensa que ha montado a su servicio. ¿De qué le ha valido? ¿Ha cesado por ello
la distancia que la separa de la ciudadanía? El 11 de agosto, los “receptores”
le dijeron que no y, si este verdadero plebiscito contra lo que pretendió
convertirse en un “unicato” sin límites ni plazos se confirma el 27 de octubre,
el simple principio democrático de otorgarles un mando, aun así acotado, a
quienes sepan interpretar la voz de la mayoría, seguirá vigente pese al avance
más audaz de la tecnología.
Son dos órdenes diferentes de la
realidad. El orden tecnológico avanza siempre, pero es ideológicamente
“neutral”, indiferente a los valores. Sobre él pueden erguirse tanto la
república como la tiranía. En el orden político, en cambio, los que valen son,
precisamente, los valores. En Atenas no tenían Twitter, pero tenían la
democracia. El error es suponer que se puede apelar a la tecnología para
esquivar la democracia. Ya sea en Atenas o aquí, los principios cuentan. Cuando
el pueblo lo entiende así, la batalla está ganada.
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