Roger Vilain
Universidad Nacional Experimental de Guayana (Venezuela)
Centro de Investigaciones y Estudios de Literatura y
Artes
I
La Oración fúnebre, pieza
clásica compuesta por Pericles en honor de los caídos durante la Guerra del
Peloponeso, afirma el ethos y el carácter democrático de Atenas. Se trata de un
manifiesto político que expone la idea de democracia a través de los ojos de un
antiguo, lo cual resulta en extremo interesante desde la perspectiva presente.
Es desde tal horizonte donde, haciendo
una lectura del texto mencionado, podemos percibir el magistral juego retórico
llevado a cabo por su autor, asunto que entronca directamente con el beneficio
político que sin lugar a dudas cobra. La lingüística y la política se dan aquí
la mano y, juntas, se funden en un constructo que recuerda la vieja sentencia:
“nada es gratuito en el lenguaje”.
De este modo, tomando como punto de
partida ciertas ideas contenidas en la Oración… relativas a la
democracia, intentaremos vincularlas con aquellas que Mark Lilla, un pensador
contemporáneo, expone en relación con los intelectuales y la debilidad que
muchos de éstos han mostrado frente al poder despótico. La asociación entre lo
que nos dice Pericles y la tesis de Lilla, sustentada además en Platón, se
evidenciará estudiando la acción misma de las palabras en laOración…, es
decir, en función de la fuerza extraordinaria del lenguaje utilizado por
Pericles, visto a través de la óptica lingüística.
II
En su Historia de la Guerra
del Peloponeso, Tucídides da cuenta de la Oración fúnebre, obra
en la que Pericles deja entrever sus concepciones acerca de la democracia. Será
esta condición (la democrática) la que permita a una ciudad Estado como Atenas
adelantarse a las otras, y vanagloriarse además por los no pocos logros
obtenidos. No en balde afirma Pericles que “hemos convertido nuestra ciudad en
la más autárquica, tanto en lo referente a la guerra como a la paz”. (Pericles: Oración
Fúnebre, 112. En adelante, todas las citas del político ateniense serán
tomadas del texto mencionado, contenido en: Camps, Victoria.Introducción a
la filosofía política. Barcelona: Crítica, 2001). Las bondades de la
democracia, pues, van más allá de la retórica simplista o la que nada más se
enarbola para salir airoso en un discurso cualquiera. Sus implicaciones se
relacionan íntimamente con las polis y con lo que ésta, en efecto, llega a
constituir en tanto fragua social, pero además enraizan en un modo de vivir, en
una manera hasta ese momento desconocida de conducirse en la ciudad que guarece
y en la que se hace vida activa.
La democracia es entonces modelo,
elemento clave en la Atenas que perfila Pericles, cargada de una atmósfera
donde la belleza, la sabiduría, el entendimiento, las deliberaciones, el
aprendizaje, la reflexión, el conocimiento y la libertad le permiten sostener
nada menos que “la ciudad toda es escuela de Grecia”(Pericles,115). Sin
democracia resultaría imposible obtener las elevadas cotas de autarquía y de
libertad que Atenas muestra. Ella se eleva por encima de las fronteras para que
desde los confines se le admire, se le imite y sirva como ejemplo a todas.
Lleno de orgullo, Pericles afirma: “tenemos una constitución que no envidia las
leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades
(...) su nombre (...) es democracia”.(112).
Desde su Oración...,
Pericles se sumerge en el término democracia y también desde el lenguaje hurga
en su contenido. Para él la democracia cubre una serie de conductas, de
acciones realizables por quienes se ubican bajo su sombra, las que de alguna
manera podrían observarse como ingredientes fundamentales de lo democrático
propiamente dicho. Estos ingredientes o características, vale la pena
repetirlo, son los que otorgan a Atenas la cualidad de “Escuela de Grecia”, y
es necesario tenerlos pendientes toda vez que revisaremos algunos mecanismos
lingüísticos visibles en la trama retórica de Pericles. Para ello, leamos lo
siguiente:
Pues amamos la belleza con
economía y amamos la sabiduría sin blandicie (...) Arraigada
está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los
públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no
menos de los asuntos públicos (...) Deliberamos rectamente
sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la
acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra
antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso (...) Pues también
poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente
sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da
temeridad y la reflexión les implica demora. Podrían ser
considerados justamente los de mejor ánimo aquellos que conocen exactamente
lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros (...) Y
somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto
por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad.
(Pericles, 114-115. Las negritas son nuestras).
Desde la frase “amamos la belleza”
hasta “la confianza en nuestra libertad” se extiende un abanico de términos que
juntos denotan la idea de democracia que Pericles nos vende a partir de su
discurso. Todos ellos, todas esas palabras dan a entender lo que ante los ojos
del presente sabemos conforma la tupida red de valores democráticos, y
Pericles, utilizando el lenguaje sobre la base de su habilidad retórica, se
encarga de evidenciarlos sutilmente.
Democracia es entonces algo bello, sí,
pero también aquello imbricado con nociones como sabiduría, entendimiento,
deliberación, aprendizaje, conocimiento, que de alguna manera aparecen ante
nuestros ojos (y ante los de los antiguos, como se vislumbra en el discurso
aludido). Sin debate, claro, no existe democracia. La condición de individuos
deliberantes, reflexivos que “conocen” (y se conocen a sí mismos, además) son
cualidades indispensables e intrínsecas del ámbito democrático. Hablar de éste
es hablar de tales condiciones, y al hacerlo el político griego echa mano de lo
que un autor de nuestros días, Álex Grijelmo, llama “la seducción de las
palabras”.
En efecto, dice Grijelmo que “las
palabras denotan porque significan, pero connotan porque contaminan” (Grijelmo:
2002, 41), entendiéndose por esa “contaminación” el hecho de que se ubican en
grandes compartimentos semánticos donde formarán una red de significaciones
interdependientes, lo cual explica el por qué “democracia” incluye a todos los
términos mencionados ya, utilizados por Pericles para su descripción. Las
palabras elaboran nuestro pensamiento, permiten que éste ocurra, manifestándolo
a continuación, cuestión de suma importancia a la hora de explicarse cómo el
carácter democrático permanece poderosamente vinculado con la reflexión, el
entendimiento, la deliberación o el aprendizaje, asunto que lleva, por
supuesto, al conocimiento (y al autoconocimiento, en consecuencia), cuyo
epílogo es la libertad, la democracia misma. Pensar la democracia es pensar,
notémoslo, en el entendimiento, la reflexión, el conocimiento..., partícipes
esenciales de lo que esa palabra evoca, por contaminación, en el oyente.
Las palabras seducen, se acarician
mutuamente, tienden puentes entre ellas (a veces marcan distancias
infranqueables), logrando no sólo su cometido de significación denotativa, sino
que hacen posible la connotación, el aroma que cada una de ellas esparce sobre
las demás, y viceversa. Democracia es deliberación, y la unión indiscutible de
ambas ideas queda incrustada en nuestra psiquis (parece también que en la de
los antiguos), debido al contacto íntimo que les observamos desde siglos atrás.
En su discurso, Pericles propicia ese contacto, lo promueve, intenta armar el
vínculo, de tal manera que la ecuación adquiere nitidez: la democracia
participa de la belleza, igualmente de la sabiduría, y asimismo del
entendimiento, reflexión, deliberación, aprendizaje, conocimiento y libertad.
En este preciso orden son usadas las palabras en el texto. Tal es el mecanismo
de asociación entre la democracia y las bondades que ésta encierra, asunto que
nos permite aceptar que, sin lugar a dudas, la democracia es además
autoconocimiento, es decir, la posibilidad de lograr la autarquía entre otras
razones gracias a la exploración de lo que se ha sido y de lo que se es tanto
pueblo. No es causal observar a Pericles afirmando que
Tras haber expuesto primero desde qué
modo de ser llegamos a ello (autarquía), y con qué régimen político y a partir
de qué caracteres personales se hizo grande, pasaré también luego al elogio de
los muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que
esto se dijera... (112).
Si el lenguaje es común a todos, el
discurso es la expresión de alguien en tanto especificidad, en tanto individuo.
Quien lo ejerce arroja a los cuatros vientos su manera particular de construir,
ordenar y manifestar ideas, para lo que en el caso que tratamos Pericles
resulta un usuario sagaz cuando se trata de exponer lo que piensa, de acercarse
al hecho cierto de convencer al otro llevando a cabo una tarea de persuasión
lingüística que manipula retóricamente a quien lo escucha. Con toda razón Julia
Kristeva escribe:
La lengua común a todos se convierte,
en el discurso, en vehículo de un mensaje único, propio de la estructura
particular de un sujeto dado que deja sobre la estructura obligatoria de la
lengua la huella de un sello específico en que el sujeto viene marcado sin que
sea consciente de ello. (Kristeva: 1998, 18-19).
Pericles, en efecto, deja su huella, y
ésta se inscribe en el hábil manejo del discurso para producir el efecto
deseado: referirse a la democracia como la consecución, la suma de los valores
que guarda y que se desmenuza a través de términos por definirla. Rafael
Cadenas empalma con Kristeva y arroja luz al respecto:
Podría afirmarse que, en gran medida,
el hombre es hechura del lenguaje. Éste le sirve no sólo como medio principal
de comunicación, para pensar y expresar sus ideas y sentimientos, sino que
también lo forma. Está unido en lo más hondo a su ser; es parte suya esencial,
propia, constitutiva. En cierto modo conocemos a las personas por su manera de
usar el lenguaje. Éste nos revela más que cualquier otro rasgo.
(Cadenas:1994,24).
Asimismo, Mario Vargas Llosa llega a
la conclusión de que “las ideas, los conceptos mediante los cuales nos
apropiamos de la realidad existente(...) no existen disociados de las palabras
a través de las cuales los reconoce y define la conciencia”. (Vargas Llosa:
2000, 40). Visto así, no debe resultar difícil convencernos de que como
político y como orador, Pericles obtiene lo que quiere: crear en el otro la
imagen de una realidad gracias a las palabras (lo cual no es retórica vacía
sino uso inteligente del lenguaje), estrechamente asociada con lo que pretende,
o sea, procurar el abrazo entre la condición democrática y los términos que en
la Oración... le han servido para referirse a ella. No en balde
Clarice Linspector, citada por Julio Cortazar en Salvo el Crepúsculo (México:
Nueva Imagen,1984) opina que “entonces escribir es el modo de quien tiene la
palabra como cebo: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no
palabra- la entrelínea- muerde el cebo, algo ha sido escrito”.(163). Claro,
morder el cebo significa aquí crear la imagen que se quiere, sugerir, “decir”
de otra manera, connotar, asunto nada reñido, como hemos visto, con la
utilización efectiva del lenguaje que nos hace humanos, según las palabras de
Cadenas.
En su ensayo titulado La
seducción de Siracusa (Letras Libres, VI,63, 2004) Mark Lilla
pretende explicar el curioso fenómeno dado en todas las épocas relativo al
hecho constatable de que una buena cantidad de intelectuales han sucumbido a
los embrujos del poder despótico, avalando con su prestigio, su pluma y sus ideas
regímenes que a todas luces enarbolaron (y enarbolan) tiranías que jamás
debieron contar con el apoyo de gente dispuesta al pensamiento. A estos
individuos llamó Lilla “intelectuales filotiránicos”, caracterizándolos en sus
fundamentos por la ausencia de autoconocimiento y humildad. Los ejemplos
sobran: para nadie es un secreto que el novelista H.G. Wells estaba de acuerdo
con Stalin, Martin Heidegger apoyó a la Alemania nazi, Luckács hizo lo propio
en Hungría, García Márquez no niega su amistad y admiración hacia Castro,
Neruda no alzó la voz para condenar regímenes totalitarios de izquierda, Ezra
Pound alabó a Mussolini.... La lista es tan larga como sorprendente, sobre todo
porque está formada por nombres que, cuando menos en el plano teórico, suponemos
que jamás se prestarían para justificar y suscribir gobiernos que apelan a la
fuerza, al terror, a la coacción de millones de ciudadanos.
Cabe entonces hacerse la pregunta:
¿qué llega a suceder en lo más profundo de la mente de los hombres, al punto de
que lleguen a apoyar dictaduras tanto de izquierda como de derecha?. Lilla
comienza a responder tomando como punto de sostén a Platón.
A juzgar por los hechos de Siracusa,
ambos (Platón y Dion) entendían que el impulso intelectual de Dionisio guardaba
una relación importante con sus tiránicas ambiciones políticas (...) No estaban
demasiado equivocados (Platón y Dion) al pensar que lo que lleva a ciertos
hombres a albergar el deseo de la tiranía era un impulso psicológico de la
misma índole -pensaba Platón- que el que lleva a otros hacia la filosofía. Esa
fuerza es el amor, eros. (Lilla: 2004,17).
En tal sentido, los hombres pueden ser
víctimas de sus pasiones, que marcan el camino hacia un lado o hacia otro en
tanto incitan poner rumbo hacia la filosofía o la tiranía. Enrique Krauze
analiza esta tesis y opina a propósito que
Hay un tirano en todos nosotros, un
tirano que se embriaga con el Eros de su Yo proyectado hacia el mundo y que
sueña con cambiar a éste de raíz. Si en un ejercicio riguroso de autoconocimiento,
el intelectual identifica en sí mismo esa fuerza, si la dirige y controla, el
impulso puede guiarlo hacia el bien y otros fines superiores. Si no, esa pasión
puede llegar a dominarlo. (Krauze: 2004, 23).
Notemos la característica que
posibilita el control de las pasiones: autoconocerse. El dominio de sí mismo,
el hecho de entender cómo funciona esa fuerza extraordinaria que impulsa a la
filotiranía para plantarle cara y evadirla, de algún modo está presente, si
abrimos bien los ojos, en el discurso de Pericles, pues la democracia, amplio
concepto que lleva en sus entrañas la búsqueda de la belleza (tal y como la
concibieron los griegos del siglo V a.C.), la sabiduría, el entendimiento, el
aprendizaje, la deliberación, la reflexión, el conocimiento y la libertad, es
exactamente lo contrario a aquello que forma parte constitutiva de las
tiranías. Conocer y conocernos implica una de las búsquedas fundamentales de la
democracia, y no es gratuito que Pericles, al explicar su noción de ésta, apele
a términos que en conjunto apuntan a la “sabiduría” requerida para alzarse con
ella.
Volviendo a Lilla, es necesario
entonces deslindar el conocimiento de las pasiones (razón/pasión) porque “es
difícil encontrar un siglo de la historia europea mejor diseñado que el último
para excitar las pasiones del pensamiento y llevarlo al desastre
político”(Lilla, 2004, 19). Claro, la debilidad en torno al conocimiento de sí
mismos, la resquebrajadura ante el Eros que pierde al individuo cuando no se
puede controlar, da lugar al intelectual filotiránico, análogo de aquel
maestro, orador o poeta circunscrito a tiempos de Pericles, donde todavía la
palabra “intelectual” no aparecía en el horizonte. Afirma Lilla que estos
hombres son peligrosos por la razón sencilla de que “están abrasados por las
ideas”(24). “Como Dionisio”, continúa diciéndonos Lilla,
Este tipo de intelectual es un
apasionado de la vida del pensamiento, aunque, a diferencia del filósofo, no
puede dominar esta pasión: se lanza de manera precipitada a la discusión política,
escribe libros, pronuncia discursos y ofrece consejos en un frenesí de
actividades y apariciones, con los que apenas consigue enmascarar su
incompetencia y su irresponsabilidad. Estos hombres se consideran a sí mismos
mentes independientes, cuando en realidad se dejan llevar, como borregos, por
sus demonios interiores (...). Necesitarán educarse en el autocontrol
intelectual si quieren llevar esta pasión por el buen camino. (Lilla: 2004,
18).
En su Oración... Pericles
nos invita a dominar al tirano que llevamos dentro. La democracia como forma de
vida, que es la manera en que éste evidentemente la concibe, constituye una
herramienta de primer orden para lograrlo, al punto de que el mismo Pericles,
al hablar de ella describiéndola y dándonos a entender sus concepciones al
respecto, se refiere a la “sabiduría” que gracias a ella el pueblo ateniense ha
conquistado. Democracia es de algún modo equivalente a autoconocimiento, porque
entre otros requisitos autoconocerse exige las labores intelectuales de
aproximación y cultivo de la filosofía que Lilla alude en su trabajo.
El poder despótico es más que
tentador, al punto de que en el presente la posibilidad de flaquear y acceder a
él goza de excelente salud. Lilla se ha referido a las pasiones excitadas del
pensamiento derivadas en desastre político, lo cual recuerda lo dicho por
Octavio Paz: “la preeminencia de la ideología explica la seducción que todavía
ejerce el sistema comunista en mentes simples y entre intelectuales oriundos de
países donde las ideas liberales y democráticas han penetrado tarde y mal”
(Paz: 1990,181). La ideología, aquí, es una pasión no controlada, idéntica a la
señalada por Lilla, e incluso echada a un lado por la búsqueda de la libertad y
del conocimiento vistos en el discurso de Pericles. La ideología sirve de
excusa para que la terrible sentencia ”el fin justifica los medios” cobre vida
y cobre asimismo nuevas víctimas. Leamos lo que Paz sostiene al respecto:
La ideología nos aligera de escrúpulos
pues introduce en las relaciones políticas, por naturaleza relativas, un
absoluto en cuyo nombre todo o casi todo está permitido. En el caso de la
ideología comunista el absoluto tiene un nombre: las leyes del desarrollo
histórico. La traducción de esas leyes a términos políticos y morales es “la
liberación de la humanidad”, una tarea confiada por esas mismas leyes, en ésta
época, al proletariado industrial. Todo lo que sirva a este fin, incluso los
crímenes, es moral. (Paz:1990, 182).
Así, la ideología figura modernamente
como una forma de alienación, o mejor, de cerviz doblada ante las pasiones y
ante la ausencia de conocimiento de sí mismo y por consiguiente de autocontrol,
que la libertad democrática, con toda la fuerza semántica que de ella se desprende,
elude a propósito. Probablemente la semilla de tal afirmación puede hallarse en
Pericles y su texto fúnebre, así como en el tratamiento que de las pasiones y
la política hace Lilla. Otro pensador moderno, Roger Bartra, no anda demasiado
alejado de lo anterior cuando manifiesta que “el Estado es deseo que pasa de la
cabeza del déspota al corazón de los sujetos, es decir, los hombres son
dominados, no porque son manipulados desde “arriba” sino porque ellos lo
desean, porque buscan un placer que surge de profundas pulsiones internas”.
(Bartra:1996,72).
Tanto Pericles como Lilla, guardando
la distancia y la historia entre ambos, empalman con lo que deja entrever
Bartra. Es más, ambos, junto con Octavio Paz, se muestran apartados de la
ideología, de esa pasión peligrosísima capaz de controlar a los hombres, cuando
nos han dicho que debe ser todo lo contrario. Abogan, claro está, no por
pasiones ideológicas sino por lecturas de la experiencia, suficientes para
labrar un destino mejor para los pueblos. Ese es el concepto que vislumbro en
Pericles, en su poder discursivo en aras de la democracia como sistema, con
todas las diferencias que por supuesto guarda respecto a la realidad
democrática moderna.
La fuente de la “ideología” -nos dice
Greogrio de Yurre- está en la psicología del hombre, en el sótano de la
personalidad, donde se agitan las tendencias infrarracionales, los deseos y
ambiciones, las pasiones e instintos de la persona, los cuales actúan sobre la
inteligencia y la presionan hasta lograr de la mente la formulación de ideas y
principios que justifiquen y transfiguren esas tendencias inferiores. Este
principio, revestido del ropaje y rango intelectual, puede hacer su
presentación en público mejor que el puro latido de la pasión. (R. de Yurre:
1962, 743-744).
Según los estudiosos considerados
aquí, queda claro que las pasiones se imponen, a falta de autodominio y
autoconocimiento, a la razón. Desde Pericles, es posible darse cuenta del
esfuerzo puesto en la consecución de lo contrario, esto es, en que se persiga a
la sabiduría como forma de contrarrestar al Eros del Yo proyectado hacia el
mundo, como bien ha sostenido Enrique Krauze. Los caminos torcidos por los que
toman rumbo ciertos individuos, llegando a niveles de justificación de horrores
perpetrados por el poder omnímodo, no dejan de llamar la atención en el
presente, tanto como lo hicieron ayer. Los pensadores, los intelectuales, los
que se empeñan en propiciar el común entendimiento y la libertad son los
llamados a actuar con la mayor responsabilidad, con la mayor honestidad, con la
mayor humildad ante el fenómeno que Lilla bautizara como filotiranía. De alguna
extraña manera, el discurso fúnebre de Pericles denota y combate esta
preocupación.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bartra, Roger. Las redes
imaginarias del poder político. México: Océano: 1996.
Cadenas, Rafael. En torno al
lenguaje. Caracas: UCV.:1994.
Camps, Victoria. Introducción
a la filosofía política. Barcelona: Critica, 2001.
Cortázar, Julio. Salvo el
crepúsculo. México: Nueva Imagen, 1984.
De Yurre, Gregorio R. Totalitarismo
y egolatría. Madrid: Aguilar, 1962.
Grijelmo, Álex. La seducción
de las palabras. Madrid: Santillana, 2002.
Krauze, Enrique. El
intelectual filotiránico. Letras Libres, VI, 63,2004.
Kristeva, Julia. El lenguaje,
ese desconocido. Madrid: Fundamentos,1988.
Lilla, Mark. La seducción de
Siracusa. Letras Libres. VI, 63, 2004.
Paz, Octavio. Tiempo nublado. Barcelona:
Seix Barral, 1983.
Vargas, Llosa, Mario. Un mundo
sin novelas. Letras Libres, II, 22, 2000.
© Roger Vilain 2006
Espéculo. Revista de estudios
literarios.
Universidad Complutense de Madrid
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