Por: Valentina Verbal 14
octubre, 2013
NOTA DEL GRUPO EDITOR: El presente artículo se refiere a
Chile, pero pareció de interés para pensar lo que entendemos por Democracia.
Algunos sectores del país —que
proponen cambios radicales o estructurales al sistema político y económico—
acostumbran a criticar la llamada “democracia de los acuerdos” que posibilitó
la transición post dictadura militar. La critican, básicamente, porque ella ha
sido la fuente de la construcción de un determinado “modelo” que rechazan de
plano. Para ellos, la democracia —en particular, el Congreso— no debería ser el
espacio para consensos y transacciones, sino simplemente para que la voluntad
de la mayoría (del 51 %) se imponga sobre la minoría (del 49 % restante).
¿Es posible afirmar que los consensos
y transacciones son ajenos a democracia? Parece dudosa una afirmación semejante
desde el momento en que toda democracia para subsistir, y ser la base de los
cambios que se quieren realizar, necesita, ante todo, de un consenso básico
sobre lo que ella es.
En este sentido, algunos estudiosos
del quiebre democrático de 1973 sostienen que la principal causa de dicha
ruptura no fue tanto la poca valoración de la democracia en general como la
pérdida del sentido transaccional que ella (conceptualmente) tiene y que, de
hecho (históricamente), había tenido.
El sentido transaccional de la
democracia supone un gran consenso sobre su significado y, al mismo tiempo, es
el espacio para pequeños consensos: para acuerdos cotidianos sobre las
políticas públicas o proyectos de ley que se debaten en su seno, especialmente
en el Congreso.
Arturo Valenzuela —en su libro “El
quiebre de la democracia en Chile”, cuya primera edición es de 1978 y que
recientemente ha sido reeditado por la Universidad Diego Portales— sostiene que
la principal causa de la ruptura institucional en Chile de 1973 se debió a la
polarización del país como consecuencia de la transformación de un centro
político pragmático en uno ideológico, impidiendo, así, el acomodo y la
transacción, y, finalmente, el respeto mayoritario por las reglas del juego
democrático.
¿Qué significa lo anterior? Entre
otras cosas, que desde los años 60 la democracia dejó de ser un espacio —el
espacio por excelencia— para la construcción del país entre todos,
especialmente desde el centro político, desde los sectores moderados, capaces
de neutralizar tanto a la derecha como a la izquierda extremas.
A lo largo del siglo XX, como bien nos
recuerda Valenzuela, los partidos de centro siempre habían sido pragmáticos o
transaccionales. En 1838, el Partido Radical llegó al poder acompañado de los
partidos Socialista y Comunista. Se partía de la base que si conquistaba el
gobierno con el apoyo de partidos extremos, se gobernaba con éstos, no se les
excluía, no se pretendía gobernar como partido único. El partido de centro,
constituía una fuerza moderadora, integradora, hacía las veces de puente.
La regla anterior se rompió en 1964.
Eduardo Frei Montalva asumió con mayoría absoluta (56, 09 %) gracias al apoyo
de la derecha que quería evitar a toda costa la llegada al poder de Salvador
Allende. Sin embargo, el gobierno como tal fue de minoría, de partido único. En
otras palabras, Frei gobernó sólo con la DC, sin integrar a la derecha que lo
apoyó electoralmente. Gobernar exclusivamente con su partido fue la primera y
gran decisión ideológica (y ya no pragmática) de Frei.
Si bien no puede decirse que la
situación actual de Chile sea la misma que la de esos tiempos, crecientemente
nuestro país avanza hacia una mayor polarización y el centro parece estar en
tierra de nadie. La DC ha perdido la supremacía sobre este sector del espectro
político, siendo desplazada por sectores liberales del mundo independiente (por
ejemplo, quienes apoyaron a Andrés Velasco en las primarias del 30 de junio
pasado).
El problema actual del centro es
doble: a) el centro liberal carece de una base partidaria, de una organización,
no cuenta con parlamentarios, etc., por lo que su futuro es incierto; y b)
aunque la DC pueda pactar con los extremos (por ejemplo, con el PC), ha perdido
la capacidad de moderación, de ser el eje del sentido transaccional que la
democracia tiene y debe tener.
Dudo si quienes critican el carácter
consensual de la democracia, crean realmente en ella. Ojalá, sin embargo, que
esto no implique un retorno a la vieja idea de que toda democracia que vaya
acompañada de un “modelo” supuestamente injusto sea, más bien, una tiranía que
haya que destruir y reemplazar por una sociedad utópica, por ejemplo, sin
clases. Si esto fuera así, y pensando en el trágico siglo XX, me sumaría con
fuerza al Hegel que dijo que “lo que experiencia y la historia nos enseñan es
que los pueblos y los gobiernos nunca han aprendido nada de la historia”.
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