Por Angelica Alvaray, 17/10/2013
Una cosa es leer la prensa el lunes y
enterarse de cuántos muertos hubo este fin de semana (aunque ahora no publican
las estadísticas, pues son los números los que generan la violencia), y otra
muy distinta es llegar a la oficina y enterarse de que la noche anterior
mataron al motorizado de la empresa en su casa, frente a su esposa.
¿Qué pasa en este país, a quién se le ocurre
entrar a asaltar una casa en La Pastora, pobre robando a pobre? ¿Qué le podían
quitar, si ya ni moto tenía? Las primeras reacciones inconscientes son las de
siempre: buscar alguna razón por la que lo mataron. Algo habrá hecho, se dice
uno a sí mismo, tratando de explicar lo inexplicable. Porque en el orden de la
vida, ese orden que aprendimos de nuestros padres y de nuestros abuelos, las
cosas sucedían por algo. A fulano lo pusieron preso porque mató a un individuo,
independientemente si tuvo razón o no, eso solo atenuaba la sentencia o
matizaba la culpa, pero el hecho en sí estaba ahí.
Pero las cosas ya no funcionan así. Hoy en
día los malandros no tienen paz con la miseria, como diría mi bisabuela. Matar
es cómo jugar un video-juego: no importan razones, los que matan están como
anestesiados, como si no sintieran ni el ruido de las balas, ni el grito de la
víctima, o el de los que la rodean. Es más fácil salir a robar un domingo en la
noche que buscar trabajo el lunes en la mañana, sobre todo si lo que prevalece
es una total impunidad.
Sobre mi escritorio todavía está una figurita
de esas que se entregan como recuerdo en una fiesta: una novia sujeta sus
flores, mirando tiesa y arrobadoramente a un apuesto novio en traje de
etiqueta. La tarjetica en forma de corazón decía algo así como “María y yo nos
casamos el once de febrero, regalos en dinero bienvenidos”. No era su primer
matrimonio, tenía un hijo ya grande, pero se le veía feliz, diferente. No era
el tipo amargado de años anteriores, cuando militaba en la revolución bonita e
iba todos los días a coger línea a la casa del líder de la cuadra, para llegar
a la oficina con cara de guerra.
Una vez nos contó la verdadera historia del
terremoto de Japón: en medio de la consternación internacional por el tsunami y
el terremoto, por el crack de la planta de Fukushima, se le ocurrió decirnos
que eso había pasado por obra de los Estados Unidos.
–Sra. Angélica, esa es la purita verdad, los
Estados Unidos tienen un laboratorio y hacen que eso ocurra.
–¿Quién te dijo eso?
–Un compañero del partido.
–Pero si fuese así, ¿por qué lo van a hacer
contra Japón, que es su aliado? ¿Por qué no lo hacen contra Cuba, o contra
China?
–Para no levantar sospechas, estaban probando
la cosa…
Él realmente creía esas explicaciones, como
creyó en lo bien que iban a estar cuando derrotaran a la burguesía, como creyó
con fe inamovible en su presidente, que era “el único que quería a los pobres”.
Pero murió el comandante y las cosas
comenzaron a desinflarse: las explicaciones tomaron el color oscuro de la
realidad, de la violencia, de la inflación y de la escasez; darse cuenta de que
los malos no son tan malos y los buenos no son tan buenos quizá fue su último
pecado. A lo mejor tuvo una discusión con algún matón del barrio, alguna
desavenencia, quizá perdió la protección de alguien, y cuando entraron en su
casa a asaltarlo no pudo creer que eso le estuviera pasando a él, se paró del
sofá donde veía la televisión abrazado a su nueva esposa y fue a la cocina a
reclamar. La esposa alcanzó a oír el disparo y los gritos de los malandros que
salieron corriendo. Quizá ella los reconoció, pero prefiere decir que no vio
nada, pues tiene que seguir viviendo en esa calle, entre esos mismos tipos.
Hoy, uno de esos muertos de fin de semana se
dibuja en un nombre y una cara conocida, que saludaba con respeto, con cariño.
Me pregunto una vez más dónde quedó esa ciudad, ese país que llevo en el
corazón y que no encuentro en ninguna parte…
Angelica Alvaray
@aalvaray
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