ROSALÍA MOROS DE BORREGALES
Sábado 26 de octubre de 2013
rosymoros@gmail.com
@RosaliaMorosB
Corría el año 1978, mi padre se había
retirado de su trabajo en las comunicaciones y nos habíamos mudado al sur del
país donde papá se dedicaba a la agricultura. Una vez a la semana nos reuníamos
a "rezar en familia", pero ese día mi padre anunció una reunión
extraordinaria. Había recibido una llamada en la que le informaban que un tío,
hermano de mamá, estaba gravemente enfermo; razón por la cual, papá nos reunió
a todos para interceder por el tío. Recuerdo, que desde muy niña papá fue
alguien así, como el pastor que reúne a su rebaño y lo cuida. Siempre fue
nuestro líder, aún hoy a sus 92 años, sigue manteniendo ese liderazgo que tanta
falta hace en la familia.
Debido al calor decidió que nos
fuéramos de la sala a la habitación de ellos, la cual era amplia y el aire
acondicionado nos salvaba de los 42 C que nos agobiaban sin siquiera hacer un
esfuerzo. Estando en esa habitación nos pidió que nos arrodilláramos para
rezar. Después de haber rezado nos pidió que hiciéramos un ejercicio
espiritual, el cual consistía en hacer una oración personal en voz alta,
expresando con nuestras propias palabras nuestra gratitud, peticiones y
alabanzas a Dios. Esta era realmente una forma nueva de oración para todos
nosotros. En mi interior me sentí emocionada de hacer aquel extraño ejercicio;
mientras cada uno iba orando, mis pensamientos inquietos se tropezaban en mi
mente unos con otros, tratando de imaginarme de qué manera lo haría cuando
tocara mi turno.
Sorpresivamente, un pensamiento me
inundó y disipó todos los demás que se agolpaban en mi intranquila mente. Lo
único que deseaba era expresarle a Dios que quería que Él siempre estuviera
conmigo y yo con Él. Entonces, llegado el momento, mi corazón se derramó a
través de mis labios, palabras de amor y gratitud a Dios brotaban de mí con
tanta fluidez que yo misma estaba sorprendida. Sin saber de qué manera, de
repente me encontré a mí misma, con las manos levantadas hacia el cielo, con un
sentimiento de amor tan grande que embargaba mi ser entero. Las lágrimas
corrían profusamente por mis mejillas, pero no me sentía triste en absoluto;
por el contrario, estaba sintiendo una paz que parecía llenar toda la
habitación y tuve la sensación de que me arrullaba. Al mismo tiempo, era como
un fuego que ardía dentro de mi corazón, como un ansia de alcanzar al Señor.
Mis padres junto a una de mis hermanas
mayores que estaba visitándonos por un tiempo, al verme, sin entender lo que me
pasaba, se acercaron a mí tratando de consolarme, pero como cuenta papá, al ver
la expresión de serenidad en mi rostro se tranquilizaron y, ellos mismos
comenzaron a expresar sus alabanzas a Dios. Desde aquel día quedé grabada con
ese fuego para siempre. Fue una experiencia que jamás olvidaré, una experiencia
que marcó mi vida. Los días siguientes, con tan solo 13 años, me dediqué a leer
la Biblia con una devoción desconocida por mí hasta ese momento. Era un anhelo
de saber más y más. Mientras más leía, más sorprendida estaba de ese Dios que
un día había sido un ser muy lejano, pero que por alguna razón que no entendía,
ahora era alguien a quien amaba, a quien mi alma anhelaba cada día con pasión.
El tío se recuperó, vivió unos cuantos
años más; por cierto, en una búsqueda muy intensa de Dios que lo llevó a su
propio encuentro con Él. Hoy entiendo que esa experiencia fue un regalo. Hoy
entiendo que fue una manifestación más de ese amor demostrado en la cruz de
Cristo, donde dio su vida por cada uno de nosotros. Hoy entiendo que todo aquel
que lo busca e invoca de corazón puede tener un encuentro personal con Él. Hoy
entiendo que fui alcanzada por su gracia infinita que le da oportunidad a cada
ser humano.
"Por tanto, acerquémonos con
confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos
gracia para la ayuda oportuna". Hebreos 4:16.
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