Por Ángel Oropeza
La política es esencialmente
el cultivo de la persuasión, el diálogo y la negociación para resolver las
diferencias propias entre personas que piensan distinto. La política es un producto
de la civilización. La brutalidad y la fuerza son lo primitivo, la barbarie. La
primera representa lo propiamente humano, mientras las últimas son las peores
expresiones de lo más bajo y salvaje de la naturaleza animal.
La anterior reflexión viene
a propósito del debate generado en los últimos días sobre si la MUD debería
mantener conversaciones con sectores del gobierno. Comencemos por lo básico.
La política es un “arte de
lo posible”, y por tanto tiene que medirse siempre con las posibilidades. No es
prometer el cielo para algún día, sino jugar con lo que se tiene en el aquí y
el ahora. Sin embargo, hay en algunos venezolanos un componente de idealismo
gaseoso que les lleva a ver en el juego del posibilismo político una
claudicación permanente de los principios morales.
Mikel de Viana solía hablar
del choque entre dos actitudes éticas distintas: la ética del absolutismo y la
ética de la responsabilidad. La primera es la de quienes se guían por
principios absolutos, sin preguntarse por las consecuencias de sus conductas.
La segunda es la de quienes deciden precisamente en función de la consecuencia
de las acciones. Y con frecuencia las personas, temiendo caer en un supuesto
cinismo oportunista de decidir en función de las consecuencias y posibilidades
reales del momento, se refugian en los principios absolutos. Su idealismo les
hace ser sensibles hacia los planteamientos éticos pero insensibles a las
condiciones y consecuencias –muchas veces indeseadas o ambiguas– de las
decisiones políticas.
El olvido de ese factor
clave –las inevitables mediaciones de las consecuencias– convierte a algunos
venezolanos en ingenuos y reticentes en política. Son los que, por ejemplo,
ante la necesidad de establecer contactos con el gobierno, no para “calmar” las
cosas sino justamente para buscar acelerarlas, gritan a voz en cuello que “con
delincuentes no se dialoga”. Esto suena muy bien y hasta lógico como principio
general abstracto. Pero, Dios no lo quiera, si a usted que me lee le secuestran
un hijo y el delincuente que lo hizo le llama para negociar, ¿usted qué haría?
¿Le diría que haga con su hijo lo que quiera porque usted se guía es por sus
principios absolutos y no le importan las consecuencias?
El objetivo de la oposición
está en tratar de mantener la solución a la dolorosa crisis venezolana en el
terreno de la política. El día que salgamos de allí y caigamos en la aceptación
de salidas no políticas se abre la puerta de entrada a la violencia, al
comienzo de la dimensión desconocida, esa donde nadie sabe qué puede pasar,
pero en la que lo único seguro es que todos perderemos.
Quienes insisten en la única
salida que verdaderamente funciona, que es la de la política, no son
“traidores”, ni indignos colaboracionistas del régimen, ni gente despreciable
vendida al mejor postor. Son solo venezolanos que humildemente han aprendido de
la historia y del comportamiento político y psicológico de nuestro pueblo, y no
quieren repetir los lamentables errores del pasado. Ya bastante daño ha hecho a
nuestra cultura política la indeseable penetración del fascismo militarista,
para que quienes dicen oponérsele terminen adoptando sus mismos códigos de
lenguaje.
Joaquín Villalobos, ex
guerrillero del FMLN salvadoreño, confesó en una oportunidad que solo después
de casi 100.000 muertos, durante la cruenta guerra civil de su país en los años
setenta y ochenta, entendieron que había que dialogar con el gobierno. “Lo
hubiéramos entendido antes –decía– y le hubiéramos ahorrado el dolor y el luto
a 100.000 familias”. De eso se trata. Aquí nadie se chupa el dedo. Todos
sabemos quiénes nos gobiernan. Pero el tratar de evitar que esto decante hacia
más violencia y sangre justifica hasta la valentía de sentarse a conversar para
intentarlo. Esa puerta no se puede cerrar de antemano.
20-09-16
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