Por Oscar Medina
—A ti la dieta de Maduro no
te ha pegado nada, nada: estás rosadito y gordito
—A usted tampoco. Se le ve muy bien
—Es que aquí es buenísimo: las tres comidas, cama y medicinas. Esto es cinco estrellas, mi amor. Y hasta tengo un novio allá abajo
Los ojos le brillan. Se está
divirtiendo. Parece que sonríe, pero no: la hendidura de su labio superior deja
los dientes delanteros al descubierto. Gesticula teatral, con algo de
travesura. Se levanta para mostrar que no está flaca. Es un detalle levemente
coqueto. La verdadera picardía aparece cuando menciona al novio y señala hacia
el patio que vemos parcialmente desde aquí. Y ahora sí sonríe de verdad.
No hay manera de salir
indemne cuando se visita un geriátrico. La vejez aplasta. Consume. Agota.
Extravía. Y eso es lo que tienes al frente aquí: el futuro.
Enfisema pulmonar,
incontinencia, demencia senil, hipertensión, osteoporosis, diabetes, pérdida de
visión, cardiopatías: los males asociados a la edad avanzada. “Eso sin contar
que aparezca un cáncer”, completa el doctor Rodrigo Quintero Molina, director
de esta institución. Y concentra en dos palabras el panorama: “patologías
múltiples”.
—Es la historia de siempre.
Quintero Molina retratado
por Gustavo Bandres
Dice Quintero Molina sentado
frente a su escritorio en esta pequeña oficina que parece presidir su padre
desde la pared: “La geriatría es una especialidad que no motiva a nadie. Al
anciano lo caracteriza la patología múltiple. Una simple gripe se le puede
complicar y convertirse en bronquitis y de ahí a bronconeumonía… Su capacidad
de resistencia es muy limitada”.
—Es triste la vejez.
A Quintero Molina se
le escucha calmado, seguro. Esto ya lo ha sopesado bien. Lo ha dicho antes. No
parece ser de esas personas que sueltan lo primero que les pasa por la cabeza.
Tiempo y experiencia acumula en el oficio: se graduó en la Escuela de Medicina
de la Universidad Central de Venezuela en 1966, fue presidente de la Federación
Latinoamericana de Geriatría –entre otras cosas— y es miembro honorario de las
sociedades de geriatría de casi todo el continente. Quintero Molina tiene 78
años de edad. Como a sus pacientes, le alcanzó la vejez. A diferencia de ellos
es una persona sana, activa, lúcida y que permanece al frente de la tarea que
heredó de su papá: la Residencia Geriátrica Dr. J. Quintero Quintero.
Pero ahora tiene un problema
serio: la realidad.
Pionera en riesgo
Se trata de la primera
institución privada en su especialidad que se creó en el país. La fundó en
Caracas, el 16 de julio de 1958, el doctor Joaquín Quintero Quintero, el hombre
que mira desde la foto en blanco y negro en esta oficina. El mismo hombre a
quien se le reconoce como “el padre de la geriatría en Venezuela”.
No estaba, claro, en esta
misma casa en una calle escondida de la urbanización El Paraíso, al noroeste de
la ciudad. Cuando el doctor Quintero Quintero inauguró su clínica geriátrica lo
hizo en otra vieja casona más o menos cerca de aquí. Ya para entonces ocupaba
un sillón en la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina y había fundado
y presidido la Sociedad Venezolana de Geriatría y Gerontología. Formado en el
Mount Sinai Hospital de Nueva York, era un pionero de la especialidad.
Lo fue también con su
clínica privada y aunque sólo pudo estar al frente de ella durante dos años
—falleció en 1960—, Quintero Quintero es una presencia que se hace sentir entre
estas paredes. Es, para decirlo claramente, una inspiración. Una memoria que se
impone y establece que aquí hay una herencia moral y profesional a la cual se
debe honrar.
Fotografía de Gustavo
Bandres
Sobre el marco de una
puerta, la pequeña fotografía parece susurrarte que la mires. En esta antesala
hay muchas cosas que llaman la atención. Detalles. Cuadros. Un enorme y curioso
busto de dos ancianos. Pero esa foto que ha perdido el brillo te hace
levantarte del sillón y afinar la vista: una figura de José Gregorio Hernández
da la espalda en primer plano. Las manos hacia atrás en su pose característica.
Y frente a él, cara a cara, la imagen de Quintero Quintero.
La primera casa del
geriátrico estaba también en El Paraíso y aun antes de la muerte de su padre y
antes de recibir su título universitario, Rodrigo Quintero Molina debió asumir
responsabilidades en la clínica. Su intención era otra: quería especializarse
en gineco-obstetricia.
—Se lo dije a mi madre. Y
ella me respondió: “Tenemos la residencia, acuérdate de que las viejas no
paren”.
El 29 de julio de 1967 el
suelo de la ciudad de Caracas se sacudió y muchas edificaciones se vinieron
abajo. El terremoto produjo alrededor de 300 muertos, 2.000 heridos y pérdidas
estimadas en 10 millones de dólares. El techo de la clínica se agrietó. Hubo
que mudar a pacientes en medio de las réplicas de aquella noche y reubicarlos
en otra parte de la casa. La estructura resistió. Nadie salió lastimado.
—Uno no cree mucho en esas
cosas. Pero luego una señora me mandó esa imagen en la que la figura de José
Gregorio quedó mirando la foto de mi papá porque se giró durante el terremoto.
Y ahí la tenemos.
Ha sido el único periodo de
interrupción del trabajo. Dos meses más tarde encontraron otra sede —“al lado
del Club Canario. Desde ahí escuchábamos los ensayos de la Orquesta Billo’s”—
en la misma urbanización, de donde habrían de mudarse para este lugar
—propiedad familiar— que ocupan desde hace ya 35 años.
Fotografía de Gustavo
Bandres
La capacidad de la
Residencia Geriátrica Dr. J. Quintero Quintero es de 75 camas. Añosas camas de
metal, con barandas protectoras, buenos colchones, sábanas limpias, bien
tendidas.
—Hoy tenemos 55 pacientes.
Había 56, pero el domingo se murió uno… Máximo Blanco, en paz descanse…
El doctor salió a bachaquear
Rodrigo Quintero Molina se
levanta a buscar una carpeta. Lo hará muchas veces a lo largo de la
conversación. Quiere dar números exactos. En abril de 2015 la residencia
cobraba 538 bolívares diarios por paciente. En mayo pasaron a 1.049 bolívares.
Y desde enero de 2016, la tarifa diaria por paciente es 2.099 bolívares con 26
céntimos. Son 62.970 bolívares por mes. Eso es poco más de 62 dólares al
mercado paralelo por techo, cama, todas las comidas, atención médica y el
suministro de medicinas.
Y aquí es donde se explica
el problema con la realidad: esta residencia geriátrica está en un país con una
inflación que podría cerrar el año en 400, 500 o 1.000% dependiendo de quién
haga el cálculo porque las cifras oficiales no son confiables. Según el Banco Central
de Venezuela la inflación en 2015 fue de 180,9%.
También está en una nación
rica en petróleo con un nivel de escasez en materia de alimentos que se calcula
en 80%. Lo mismo sucede con las medicinas: la Cámara Venezolana de Droguerías,
por ejemplo, estima entre 80 y 90% el desabastecimiento en medicamentos e
insumos médicos. Hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le ha
pedido al gobierno que aplique medidas efectivas para resolver la crisis.
Fotografía de Gustavo
Bandres
Como en cualquier otra
empresa el doctor Quintero Molina debería ajustar su tarifa en función del alza
de precios. Pero no puede hacerlo. Los pacientes que recibe y atiende son
remitidos por el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales. Y ese organismo
del Estado es el que paga por cada uno de ellos, pero además es el que fija el
monto a cancelar.
Los números no dan. Esa es
la verdad. Y así como se percibe el halo de inspiración que ha dejado el
fundador, hay algo más que se siente al recorrer esta casa: esfuerzo. Aquí las
cosas se hacen con un enorme esfuerzo.
Subimos a la sala de
mujeres. Quintero Molina señala las camas: sábanas limpias, firmes. Palmea los
colchones con fuerza: “Los pagué a 6 mil bolívares el año pasado. Ahora cuestan
más de 70 mil”. Mantener las camas así es un reto enorme. La vejez y la
incontinencia: 29 pacientes utilizan pañales desechables. Al menos tres cada
día. Y en el país de la escasez solo se consiguen pagando un sobreprecio
enorme. También hay que lavar a diario y de las cuatro lavadoras dos se dañaron
recientemente. Son los imprevistos que no entran en los cálculos del Seguro
Social: reparar una va a costar más de 70 mil bolívares.
—Hay que estar bachaqueando
todo el tiempo.
Fotografía Gustavo Bandres
Eso tampoco entra en las consideraciones
del organismo estatal. Bachaquear es un término que empezó utilizándose para
describir el contrabando de extracción de alimentos: productos a precios
económicos que iban a ser revendidos cruzando la frontera a Colombia. Luego
pasó a emplearse en el contexto nacional: comprar aquí a precios regulados por
el Estado para venderlos un poco más allá, bastante más costosos. Ahora se usa
para la actividad cotidiana: la búsqueda diaria de lo que escasea para pagarlo
al precio que decidan los proveedores informales. El doctor muestra otra
carpeta: facturas y cuentas a mano con lo que cuestan cosas tan esenciales como
un paquete de pasta y lo que le están pidiendo: “Un bulto con varios kilos de
pasta que debería costarnos 11 mil me lo están cobrando a casi 40 mil
bolívares”.
—Tenemos que caer en el
bachaqueo para poder garantizar la comida a los viejitos.
Hace tiempo que no se ve una
arepa en esta clínica: “Les damos yuca, papa. Un día puré, otro papa
sancochada. El asunto del pollo y la carne es muy limitado”. Otra vez el
esfuerzo. “Después de los 60 años se pierde masa muscular y es necesaria la
ingesta de proteínas y de un anabolizante para que se asimilen de forma
efectiva. Esos anabolizantes tampoco se consiguen. Aquí tratamos de cumplir con
el mínimo que es 0,8 gramos de proteína diaria, pero la verdad es que los
viejitos han perdido peso. Están comiendo más carbohidratos que proteínas, pero
lo intentamos”.
Fotografía de Gustavo
Bandres
María Eugenia Quintero es
ingeniera en sistemas y se encarga de la administración de la clínica. Su
hermana Adriana es médico especializada en gineco obstetricia: tiene su
consultorio en un anexo de la casa y así se ocupa también de la atención de la
residencia. Ambas, con formación en administración hospitalaria, siguieron la
tradición familiar. María Eugenia habla sin rodeos: “Calidad de comida tenemos,
pero no variedad. Y esa calidad está saliendo de nuestros ahorros”. Abre una de
las dos neveras: “Aquí hay algo de carne y pollo. Con mucho esfuerzo. Parte de
esta compra la pudimos hacer porque un grupo de familiares aportaron a razón de
5 mil bolívares por paciente. Pero eso no es sostenible en el tiempo”.
Tampoco lo es toda la
operación. Explicados por María Eugenia los números reflejan una situación aun
peor que la esbozada por el doctor Quintero: “Vamos a un cierre inminente si el
Seguro no acepta un aumento de tarifa. Con todos los descuentos, al final lo
que nos da el Seguro es 1.780 bolívares por paciente al día. Tenemos un déficit
de más de 100%. Necesitamos al menos 150 mil bolívares al mes por paciente y lo
que tenemos ahora —sin reflejar los descuentos— es 65 mil bolívares. Y quiero
añadir un dato curioso: las residencias que pertenecen al propio gobierno
reciben un pago de 13 mil bolívares diarios”.
Otra manera de ver la
situación en perspectiva es así: la nómina del geriátrico —22 obreros, 6
empleados— al mes de julio era 1 millón 792 mil bolívares mensuales. Con los
recientes aumentos de salarios decretados por el gobierno, esas obligaciones
superan los 4 millones. Pero la factura que le pasan al Seguro Social es por 3
millones 526 mil bolívares.
Si en la cocina, en la
despensa, en las neveras, hay calidad pero no variedad. En la pequeña farmacia
de la clínica atesoran variedad y calidad, pero no cantidad.
Es un espacio al que se
llega pasando por las oficinas de Quintero y de María Eugenia. Es un tesoro, el
salvavidas de quienes están aquí. “Tenemos de todo un poquito”, dice el doctor
ante la estantería de la que extrae y muestra antibióticos, ansiolíticos,
guantes, un nebulizador… Cada caja tiene anotado a mano la fecha de la compra y
el precio que se pagó. Y de la cabeza del doctor salen las actualizaciones: el
antibiótico Fulgram, por ejemplo, costaba en marzo 407 bolívares, hoy —asegura—
ronda los 2.400. Macrodantina, otro antibiótico especial para infecciones en
las vías urinarias, hace dos años le costó a la residencia 6,84 bolívares. Hoy
–si se consigue- hay que pagar alrededor de 850 bolívares.
—Muchos no tienen quien les
compre las medicinas de uso frecuente o no las encuentran en ninguna parte.
Nosotros se las damos, las necesitan. Pero ese inventario está disminuyendo.
Fotografía de Gustavo
Bandres
Lo que se puede
El 14 de agosto el doctor
Quintero Molina tomó una decisión. En un intento por aliviar la carga notificó
a los familiares de diez pacientes que se veía forzado a darles de alta y que a
partir de entonces contaban con 15 días para retirarlos de la residencia.
De inmediato acudieron a
denunciar la situación ante la Defensoría del Pueblo, el Seguro Social y el
Instituto Nacional de Servicios Sociales, el ente del estado que se encarga de
las políticas y programas para el adulto mayor.
—Me llamaron, me
inspeccionaron y les expliqué que con estas tarifas es imposible cubrir los
costos de alimentación, medicinas, pasivos laborales y gastos imprevistos.
Tras una serie de visitas y
reuniones, acordaron crear un consejo de familias para organizar ayudas, apoyo,
trabajo en conjunto. Y entró en juego la manera oficial de hacer las cosas: el
consejo se presentó como “comité”, pretendiendo establecer labores de
vigilancia y supervisión de todas las actividades e ingresos y gastos de la
clínica. Era, prácticamente, una toma. Quintero Molina logró detener esto a
tiempo y el nuevo trato fue aportar recursos para la compra de alimentos: “Los
familiares de 39 pacientes decidieron colaborar con 5 mil bolívares”.
Por eso hay pollo y carne en
las neveras. Por eso siguen todos acá.
Fotografía de Gustavo
Bandres
En el amplio patio interno
de la casa están los hombres y las pacientes con discapacidades. Aquí está Tito
Oropeza —71—, quien espera un marcapasos desde hace dos años. Y Luis —81— a
quien se le ve bien: de pie, entusiasta, aunque su quimioterapia está
suspendida a la espera de que lleguen los medicamentos que le aplica el Estado.
El doctor avanza y uno a uno
los saluda y hace un breve resumen de su condición. Silvio Moncada: “Presenta
una psoriasis severa. Tiene síndrome depresivo, pero ya supero eso, ¿verdad? Ya
come, los hijos vienen a visitarlo”. David Echenique tiene 73 y se
mantiene activo: tanto que le gusta salir a buscar él mismo las medicinas para
su hipertensión.
Freddy Avilés tiene la
mirada perdida. No hay signos de reacción. “Es un caso de Parkinson”. La señora
Zúñiga tiene el cabello corto y teñido de rojo. Es una de las pocas que mira
hacia la pared. Mueve los ojos muy lentamente cuando voltea para saludar. “Un
caso de demencia. A la hija le dice mamá”.
—Y aquí está Matilde Millán
—Sí señor, de los Millán de San Juan.
Matilde es vivaz. Refranera.
Con respuestas hechas. Listas. “Tenía un dolor que resultó ser la vesícula
perforada y gangrenada. La operaron y se recupera bien”.
Fotografía de Gustavo
Bandres
Isaura te dice su nombre
completo y con apellido de casada: Isaura Cordero de Lara. Tiene 76 años. Está
postrada. Apenas mueve el cuello mientras habla con cierto desespero. Un día la
hija salió a hacer una compra y al regresar la encontró en la calle: se lanzó
de la platabanda. “Esquizofrenia, osteoporosis. Su hijo le pagó la operación y
aquí está recuperándose”. Ha intentado suicidarse cinco veces.
Nelson Estrada ya no es lo
que fue. En agosto de 1959 dejó en la lona a Rafael Padrino y se convirtió en
campeón de boxeo en el peso gallo. Su récord profesional: 40 peleas, 28
ganadas. Ahora está sentado y mientras el doctor le habla, él se afana en atar
las tiras de plástico que se han soltado de la silla. “Hace poco le hicieron un
homenaje aquí. Pero él está desconectado. Tiene 77 años”.
—Este señor tiene 16 años
con nosotros. Le han dado cuatro accidentes cerebro vasculares. Tuvo 13 hijos
con cuatro mujeres diferentes y ninguno viene a visitarlo. Incluso tiene un
hijo médico a quien contacté, pero nunca lo conoció. Está lúcido, pero perdió
el habla.
Fotografía de Gustavo
Bandres
El próximo de esta ronda
improvisada también permanece en su silla ajeno a lo que sucede alrededor:
Froilán, 76 años, es epiléptico y toma tres pastillas de fenobarbital al día.
Es decir, 90 cada mes en el país del desabastecimiento.
Las señoras en el piso
superior lucen mejor. Hay otro ambiente aquí. Ancianas vivaces, con dolencias
más benignas, conversadoras. Hay incluso algo de alegría. Y puedes hasta
recibir un piropo inesperado: “¿Cómo estás mi niño lindo? ¡Estás bello!”.
En las escaleras, más
animado, Quintero Molina dice lo que debe repetirse cada día. Lo que quizás
funcione para él como parte de la fuerza que empuja a este motor en medio de la
adversidad: “No les puedo ofrecer lujos, pero sí atención. Y eso es lo
fundamental”.
♦
Este trabajo fue publicado
por Vérticenews y
reproducido en Prodavinci con autorización del autor
28-09-16
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