IBSEN MARTÍNEZ 13 de octubre de 2016
@ibsenmartinez
Entre
las mucha singularidades latinoamericanas hay una que quizá no luzca relevante,
cuando se la compara con tanta matanza, tanta corrupción, tanta desigualdad,
tantas adolescentes embarazadas, tantos periodistas muertos, tanto autobús
repleto de pobretones que rueda al fondo del barranco.
La
tengo muy presente porque atañe a mi ocasional trabajo temporero como bestia de
carga de la palabra escrita: guionista de culebrones. Y la señalo con una
pregunta que, como tantas otras sobre lo mal que nos va, entraña una
comparación con el mundo angloamericano: ¿por qué en la telenovela, y hasta en
las superseries dedicadas a la hagiografía de los grandes capos del
narcotráfico, las secuencias que abordan la administración de justicia son tan
poco verosímiles, tan chimbas?
Hace
muchos años hice la misma pregunta a un gurú del oficio y me sorprendió con una
disquisición que aquí comparto con el lector porque me pareció muy bien pensada
y sugerente. Observaba este hombre, llamado José Ignacio Cabrujas, que el
derecho consuetudinario anglosajón dota de enorme dramatismo y teatralidad a lo
que, de abordarse en una teleserie latinoamericana con un mínimo de verismo
documental, se vería arruinado por el trasiego de oficios, los pomposos
magistrados, las demoras del papeleo, los exasperantes aplazamientos de las
audiencias y la voluminosidad del código napoleónico. Esto, en el caso de un
juicio justo y ceñido al debido proceso.
Desde
el Mercader de Venecia, de Shakespeare, hasta Boston Legal (la serie que hace
más de una década salió al aire en español como Justicia Ciega), el drama de
tribunales —el courtroomdrama y sus subgéneros— tiene una denominación de
origen impensable en nuestra América. Sus fastos se despliegan con unidad de
lugar y tiempo y entre fiscales y defensores que interrogan con sutiles
astucias, que alegan ante un auditorio de adustos jurados, no siempre
imparciales, pero dispuestos a ceder ante un buen argumento.
Doce hombre en pugna (Twelve angry men),por
citar solo un ejemplo, opera prima del gran director de TV que fue Sidney Lumet
cuando saltó al cine, y verdadera joya cinematográfica del siglo XX, narra la
proeza de un obstinado jurado en minoría que logra hacer cambiar de parecer a
11 colegas que, al comenzar el film, están todos por sentenciar a muerte a un
acusado e irse a casa. Todo ocurre en una sala de deliberaciones; todo este
argumentar y refutar y volver al ataque hasta convencer te mantiene en vilo
durante 110 minutos.
Mi
serie favorita sigue siendo Boston Legal: el canje de sabidurías en torno al
oficio que el sinuoso Denny Crane entabla al final de cada episodio con su
socio, Alan Shore, con un puro y un vaso de malt whisky en la mano, ha entrado
en mi canon junto al alegato en pro de la clemencia que hace Porcia en El
Mercader de Venecia: the quality of mercy is not strain’d…Pero, ¿cómo interesar
a un público en una serie cuyo argumento girase en torno a un impensable bufete
de integérrimos penalistas latinoamericanos? Los tejemanejes, los sofismas, las
arbitrariedades, las inicuas trapisondas del Tribunal Supremo venezolano, por
el contrario, ganarían, en cambio, todas las mediciones de audiencia sin que en
ningún episodio triunfase la justicia.
Se me ocurre, empero, el argumento del
episodio piloto de una serie que contraste la ignominia del juicioa Leopoldo
López con la parsimonia y equidad con que, en un tribunal del distrito sur de
Nueva York, se juzga por narcotráfico a los sobrinos de Nicolás Maduro, jefe
del estado venezolano.
La
vaina parece cultural, ¿verdad, su Señoría?
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