Por Ricardo Hausmann y Mark
Walker
CAMBRIDGE – Al comenzar las
reuniones anuales del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en
Washington, DC, resulta conspicua la ausencia de uno de sus países miembros:
Venezuela. Sin embargo, es mucho lo que se debe discutir sobre las finanzas venezolanas.
De hecho, una crisis de su deuda pública parece inevitable.
Todas las crisis importantes
de deuda soberana del pasado, incluso las de México y Grecia, han generado
cambios en la reglamentación, la jurisprudencia o las estrategias adoptadas por
deudores, acreedores e instituciones financieras internacionales. En fecha más
reciente, la batalla judicial de 15 años de Argentina con sus acreedores –en
la que los “holdouts” obtuvieron resultados considerablemente mejores que los
acreedores que años antes aceptaran el canje– desestabilizó la arquitectura
financiera internacional y generó un nuevo conjunto de reglas. Venezuela será
el primer país en navegar estas nuevas reglas, y no puede darse el lujo de
hacer las cosas mal.
Venezuela se encuentra en
medio de una grave crisis producto de sus propios actos. El gobierno usó los
años en que el precio del petróleo estaba alto, de 2004 a 2013, para
quintuplicar su deuda externa, expropiar importantes sectores de la economía, e
imponer draconianos controles cambiarios, laborales y de precios. En 2014, a
medida que colapsaba el precio del petróleo, el gobierno, tras haber perdido el
acceso a los mercados de capital como consecuencia de su despilfarro, decidió
continuar sirviendo su deuda en bonos e incumplir sus obligaciones hacia los
importadores y la mayor parte de sus acreedores no financieros.
Además, el gobierno rechazó
tanto la asesoría como el financiamiento del FMI, y en su lugar equilibró los
flujos de divisas imponiendo la mayor contracción de importaciones que haya
existido en la historia de América Latina. Esto hizo que la producción se
desplomara más del 30% (debido al recorte de los insumos importados),
disparó una inflación del 700%, y produjo rápidamente una pronunciada
escasez de productos básicos. Entre otras cosas, esta distorsión sin
precedentes en las prioridades llevó a un colapso en la producción de petróleo,
debido a que la compañía petrolera nacional, PDVSA, no pudo mantener su
infraestructura de producción e incumplió con los pagos a contratistas claves,
a fin de pagar a sus tenedores de bonos –matando así la gallina de los huevos
de oro–.
La falta de acceso al
mercado significa que Venezuela no puede refinanciar sus obligaciones, excepto
bajo condiciones que empeoran su solvencia, como lo está intentando hacer PDVSA
en este momento. Tampoco puede generar divisas suficientes para pagar sus
deudas a medida que vencen. Es decir, de un modo u otro, Venezuela
necesitará reestructurar su deuda actual.
En última instancia, una
reestructuración serviría los intereses de todos; restringir tan severamente la
capacidad de importar de una economía solo debilita su capacidad de
producir y repagar. Pero, ¿con cuáles herramientas cuenta Venezuela para
asegurar una solución cooperativa con sus acreedores en un mundo post
Argentina? Y, ¿qué papel deberían desempeñar las instituciones financieras
internacionales para facilitar un resultado eficiente?
Uno de los componente
críticos para que una reestructuración de la deuda tenga éxito reside en
asegurar que los acreedores que están en una situación similar reciban un
tratamiento comparable. Pero, esto resulta imposible a menos que se solucione
el problema de los “holdouts”: si la mayoría de los acreedores acuerda reducir
o posponer el cobro de sus acreencias, siempre es tentador para un acreedor
individual no ceder en cuanto al pago total aprovechándose de la mejora en la
capacidad de pago del deudor generada por el sacrificio de los demás. Es por
ello que los tribunales de quiebras y los bonos con cláusulas de acción
colectiva (CAC) buscan imponer a todos los bonistas, incluso a los “holdouts”
en potencia, acuerdos aceptados por una mayoría calificada de los acreedores.
En Argentina sucedieron dos
cosas. Primero, los bonos soberanos cuyo pago se incumplió carecían de CAC, por
lo tanto no había manera de obligar a los “holdouts” a aceptar el trato
inicial. Luego, y lo que es más importante, años más tarde, una corte
estadounidense aceptó una novedosa interpretación de la cláusula pari
passupropuesta por los acreedores “holdouts” (y rechazada virtualmente por
todos los operadores y profesionales tradicionales del ámbito de la financiación
soberana). Como resultado, a Argentina se le prohibió efectuar el pago
corriente de intereses a los tenedores de su deuda reestructurada, a menos que
de manera simultánea pagara a los “holdouts” el monto total del capital y los
intereses que les debía según los contratos originales.
La reestructuración en el
mundo post Argentina se ha hecho más difícil, puesto que el éxito de los
“holdouts” en el litigio mencionado significa que los bonistas inclinados a
negociar una solución tendrán que explicarles a sus propios inversores por qué
no persiguen una estrategia de “holdout” potencialmente más lucrativa.
La deuda de Venezuela es
diferente a la de Argentina. Alrededor del 60% de su deuda pública externa
consiste en bonos, emitidos por partes aproximadamente iguales por el gobierno
y por PDVSA. Con muy pocas excepciones, los bonos del gobierno tienen CAC, por
lo cual abordar el problema de los “holdouts” resulta ser algo más fácil. Los
bonos de PDVSA han sido emitidos en Estados Unidos y, como se exige por ley a
todos los bonos corporativos, no contienen CAC.
No obstante, es posible que
PDVSA pueda acceder a protección judicial ante el riesgo de bancarrota tanto en
Venezuela como en Estados Unidos. Si llegara a ser necesario, PDVSA podría
conseguir un mandato judicial de moratoria con respecto a acciones judiciales
en su contra hasta que se llegara a un acuerdo de reestructuración, evitando de
este modo un embargo desordenado de sus activos.
Como forma adicional de
presión para asegurar la participación, se puede retirar o modificar el derecho
exclusivo que tiene PDVSA a explotar las reservas de hidrocarburos venezolanas.
(Es interesante que estas dos posibilidades se subrayan como “factores de
riesgo” en los documentos de oferta de bonos de PDVSA).
Tanto PDVSA como el Estado
también pueden recurrir a “consentimientos de salida” (“exit consents”):
cambiar algunos de los términos de los bonos –la cláusula pari passu utilizada
por los “holdouts” de Argentina, así como otras disposiciones
importantes– mediante acuerdos con una mayoría simple en el caso de los
bonistas de PDVSA, y de dos tercios en el caso de los tenedores de la mayor
parte de los bonos del Estado.
Venezuela también podría
distinguirse de Argentina comprometiéndose con un sólido programa de reformas y
buscando el apoyo del FMI. Según la nueva política de acceso excepcional al
financiamiento del FMI, Venezuela potencialmente podría solicitar más de US$70
mil millones de nueva financiación para su programa de reformas. Y este
respaldo debería contribuir a que sus acreedores brinden su apoyo.
Dentro de este contexto, el
FMI y gobiernos claves deberían apoyar la decisión de Venezuela de no tratar a
los “holdouts” en potencia mejor que a los acreedores con los cuales llegue a
un acuerdo. El incumplimiento de pagos que se origina en una renuencia a pagar,
no merece apoyo internacional. Sin embargo, cuando un deudor está
imposibilitado de pagar, nada se logra obligando al pago. Cuando un número
importante de “holdouts” insiste en recibir el pago total, resulta imposible
diseñar una reestructuración efectiva, a menos que otros acreedores reduzcan o
aplacen sus derechos. Esta es la definición del parasitismo.
Ninguna estrategia para
socavar a los “holdouts” puede significar también que se dejará de acometer la
reestructuración, lo cual podría conllevar un caos e incluso un Estado fallido.
Ninguno de estos resultados serviría los intereses de la comunidad financiera
internacional ni del pueblo venezolano.
♦♦♦
Traducción del inglés de Ana
María Velasco
Ricardo Hausmann, ex
Ministro de Planificación de Venezuela y ex Economista Jefe del Banco
Inter-Americano de Desarrollo, es Director del Center for International
Development at Harvard University y profesor de economía del Harvard Kennedy
School. Mark Walker es director gerente de Millstein & Co. Anteriormente
fue director gerente de Rothschild, Lazard y Cleary Gottlieb Steen &
Hamilton, siempre en las áreas de asesoría a emisores soberanos.
Copyright: Project
Syndicate, 2016.
08-10-16
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