Por Carolina Jaimes Branger
Una de las cosas más
desagradables de la Venezuela de hoy es ir al banco. La diligencia que antes
tomaba media hora, ahora toma tres, cuatro o más horas, para obtener si acaso
diez mil bolívares, que alcanzan para comprar un solo Cocosette. Maduro se llenó
la boca diciendo que habían llegado treinta millones de billetes de cien mil,
quizás sin darse cuenta de que eso es apenas un billete por cabeza en un país
de treinta millones de almas. Encima, el billete de mayor denominación en el
país no compra prácticamente nada.
El jueves pasado esperaba
pacientemente en una de esas colas, repitiendo el mantra “ommmm, ommmm, ommmm”.
La gente en general se veía resignada, conformismo que me mata, pero al menos
había orden. Hasta que llegó una señorita que caminó ostentosamente al lado de
la larguísima fila y escoltada por el vigilante de la oficina, se coleó. La
gente empezó a verse las caras y un señor de camisa azul que estaba varios
puestos más adelante de mí, se quejó con el guardia: “¿qué falta de respeto es
ésa, si nosotros tenemos casi tres horas haciendo fila?”. La respuesta del
guardia fue “ella trabaja en el banco y es más importante que ustedes porque es
empleada”. Caramba. Esas categorizaciones de la nueva Venezuela son en verdad
chocantes. Si la señorita era empleada del banco ha podido hacer su diligencia
por la “parte de atrás” y nadie hubiera pasado por el disgusto de que se le
hubiera coleado alguien luego de llevar ese tiempero haciendo cola. Yo pensé en
mi mamá que odiaba que yo me quejara. Decidí convertir aquella pesadilla en una
experiencia antropológica y me quedé como observadora omnisciente.
El señor de azul se acercó a
la coleada a preguntarle que cuál era su privilegio para haber pasado por
delante de todos. “Obviamente usted no está embarazada, ni es discapacitada, ni
de tercera edad”. Ella ni lo vio y siguió adelante con su procedimiento en la
caja. Otro señor de origen portugués también comenzó a quejarse. El señor de
azul dijo en voz alta y clara: “Venezuela es una “M” (con todas las letras) por
gente como ella, sin empatía con sus compatriotas, abusadora y maleducada”. Y
allí se armó la sampablera. Salieron a relucir todos los estereotipos de
subdesarrollo:
La señorita que había causado
el zaperoco cambió su cheque y se fue feliz: la abusadora. El que estaba
delante de mí sentenció “a acostumbrarse que esto es Venezuela”: el
conformista. Un muchacho les gritó desde atrás a los dos señores que seguían
protestando disgustados que “no le faltaran el respeto a una dama”. No le
estaban faltando el respeto. La falta de respeto era ella: el picapleito. A su
reclamo el de azul respondió que “una dama no se colea”. En ese momento todos
empezaron a gritar. La señora que estaba delante de mí repetía que “todos
tenían razón”: la incapaz de tomar partido. Otra se vino de más atrás a
gritarle al de azul “tú, blanquito, vete para tu país”. La racista. Varios le
gritaban a coro al señor portugués que para qué estaba en Venezuela, que se
fuera de vuelta para Portugal: los xenófobos. La gerente de la sucursal miraba
desde las cajas sin tomar partido, como si aquello no tuviera nada que ver con
ella: la inepta. El guardia, que había empastelado todo por haber coleado a la
abusadora, sentía que se la había comido: el que no conoce sus
responsabilidades.
En resumen, una muestra de lo
ingobernable que se ha vuelto nuestra sociedad, donde campea el subdesarrollo
sin que nadie le ponga coto. ¡Qué difícil va a ser reconstruir esto!
20-11-17
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