Francisco Fernández-Carvajal 02 de enero de 2019
—
Tratar al Señor con amistad y confianza.
— El
nombre de Jesús. Jaculatorias.
— El
trato con la Virgen María y con San José.
I. En
la vida corriente, el llamar a una persona por su nombre indica familiaridad.
«Suele suponer un paso decisivo en una amistad, aun casual, el que dos personas
empiecen, sin esfuerzo y sin embarazo, a llamarse mutuamente por sus nombres de
pila. Y cuando nos enamoramos, y todas nuestras experiencias se hacen más
agudas y las cosas pequeñas significan tanto para nosotros, hay un nombre propio
en el mundo que arroja un hechizo sobre nuestros ojos y oídos, cuando lo vemos
escrito en la página de un libro o cuando lo oímos en una conversación; su
simple encuentro nos estremece. Este sentido de amor personal fue el que
personas como San Bernardo dieron al nombre de Jesús»1.
También para nosotros el Señor lo es todo, y por eso le tratamos con toda
confianza.
San
Josemaría Escrivá nos aconseja: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su
nombre –Jesús– y a decirle que le quieres»2.
A un
amigo le llamamos por su nombre. ¿Cómo no vamos a llamar a nuestro mejor Amigo
por el suyo? Él se llama JESÚS, así lo había llamado el ángel antes de
que fuera concebido en el seno materno3.
Dios mismo fijó su nombre por medio del Ángel. Con el nombre queda señalada su
misión: Jesús significa Salvador. Con Él nos llega la salvación, la seguridad y
la verdadera paz: Es el nombre superior a todo nombre, a fin de que al
nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el
infierno4.
¡Con
cuánto respeto y con cuánta confianza a la vez hemos de repetirlo! También, y
de modo especial, cuando nos dirigimos a Él en nuestra oración personal, como
ahora: «Jesús, necesito...», «Jesús, yo querría...».
El
nombre era de gran importancia entre los judíos. Cuando a alguien se le imponía
un nombre se quería expresar lo que había de ser en el futuro. Si no se conocía
el nombre de una persona, no se conocía a esta en absoluto. Tachar un nombre
era suprimir una vida, y cambiarlo suponía alterar el destino de la persona. El
nombre expresaba la realidad profunda de su ser.
Entre
todos los nombres, el de Dios era el nombre por excelencia5.
Este debe ser bendito ahora y siempre, desde la aurora al ocaso6,
pues es digno de alabanza de la mañana a la noche7.
En una de las peticiones del Padrenuestro rogamos precisamente que sea
santificado el nombre del Señor.
En el
pueblo judío, el nombre se imponía en la circuncisión, rito instituido por Dios
para señalar como con una marca y contraseña a quienes pertenecían al pueblo
elegido. Era la señal de la Alianza que Dios hizo con Abraham y su descendencia8,
y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El incircunciso
quedaba excluido del pacto y, por tanto, del pueblo de Dios.
En
cumplimiento de este precepto, Jesús fue circuncidado al octavo día9,
como decía la Ley. María y José cumplieron lo que estaba legislado. «Cristo se
sometió a la circuncisión en el tiempo en que estaba vigente –dice Santo Tomás–
y así su obra se nos ofrece como ejemplo a imitar, para que observemos las
cosas que en nuestro tiempo están preceptuadas»10 11y
no busquemos situaciones de excepción o privilegio cuando no hay razón para
ello.
II.
Terminada la circuncisión de Jesús, sus padres, María y José, repetirían por
vez primera el nombre de Jesús, llenos de una inmensa piedad y cariño.
Así
hemos de hacer nosotros con frecuencia. Invocar su nombre es ser salvos12;
creer en este nombre es llegar a ser hijos de Dios13;
orar en este nombre es ser escuchados con toda seguridad: en verdad os
digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá14.
En el nombre de Jesús se perdonan los pecados15 y
las almas son purificadas y santificadas16.
Anunciar este nombre constituye la esencia de todo apostolado17,
pues Él «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual
tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad,
gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones»18.
En Jesús encuentran los hombres aquello que más necesitan y de lo que están
sedientos: salvación, paz, alegría, perdón de sus pecados, libertad,
comprensión, amistad.
«¡Oh
Jesús..., cómo te compadeces de los que te invocan!
¡Qué
bueno eres con quienes te buscan!
¡Qué
no serás para quienes te encuentran!...
Solo
quien lo ha experimentado puede saber lo que encierra amarte a Ti, ¡oh Jesús!»19,
exclamaba San Bernardo.
Al
invocar el nombre del Señor, nos encontramos en algunas ocasiones como aquellos
leprosos que, desde lejos, le dicen: Jesús, Maestro, ten misericordia
de nosotros. Y el Señor les dice que se acerquen, y los curará enviándolos
a los sacerdotes20.
O tendremos que repetirle, porque también nosotros estamos ciegos para tantas
cosas, las palabras del ciego de Jericó: Jesús, Hijo de David, ten
piedad de mí. «¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado
a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te
faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la
santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten
compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con
frecuencia!»21.
Invocando
el Santísimo Nombre de Jesús desaparecerán muchos obstáculos y sanaremos de
tantas enfermedades del alma que a menudo nos aquejan.
«Que
tu nombre, oh Jesús, esté siempre en el fondo de mi corazón y al alcance de mis
manos, a fin de que todos mis afectos y todas mis acciones vayan dirigidas a ti
(...). En tu nombre, ¡oh Jesús!, tengo remedio para corregirme de mis malas
acciones y para perfeccionar las defectuosas; también, una medicina con que
preservar de la corrupción mis afectos o sanarlos, si ya estuvieran
corrompidos»22.
Las
jaculatorias harán más vivo el fuego de nuestro amor al Señor, y aumentarán
nuestra presencia de Dios a lo largo del día. Otras veces, mirando al Señor,
Dios hecho Niño por amor nuestro, le diremos llenos de confianza: Dominus
iudex noster, Dominus legifer noster, Dominus rex noster; ipse salvabit nos23.
Señor, Jesús, en ti confiamos, en ti confío.
III.
Junto al nombre de Jesús hemos de tener en nuestros labios los de María y de
José: los nombres que más veces debió pronunciar el mismo Señor.
La
piedad de los primeros cristianos da al nombre de María diversos
significados: Muy amada, Estrella del Mar, Señora, Princesa, Luz,
Hermosa...
Es San
Jerónimo quien la llama Stella Maris, Estrella del Mar; Ella nos
guía a puerto seguro en medio de todas las tempestades de la vida.
Con
mucha frecuencia hemos de tener este nombre salvador en nuestros labios, pero
de modo especial en la necesidad y en las dificultades. En nuestro caminar
hacia Dios vendrán tormentas, que el Señor permite para purificar nuestra
intención y para que crezcamos en las virtudes; y es posible que, por fijarnos
demasiado en los obstáculos, asome la desesperanza o el cansancio en la lucha.
Es el momento de recurrir a María, invocando su nombre. «Si se levantan los
vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira
a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la
ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la
avaricia, o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María.
Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu
conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima
sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María.
En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a
María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para
conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud.
No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás
si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege nada
tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto
si Ella te ampara»24.
Invocaremos
nosotros su nombre especialmente en el Avemaría, y también en las
demás oraciones y jaculatorias que la piedad cristiana ha sabido crear a lo
largo de los siglos, y que quizá nos enseñaron nuestras madres.
Y
junto a Jesús y María, José. «Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen
María, ya que por medio de Ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a
San José una especial gratitud y reverencia»25.
Jesús,
José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme
en mi última agonía.
¡Cuántos
millones de cristianos habrán aprendido de labios de sus madres estas u otras
jaculatorias parecidas, que luego han repetido hasta el final de sus días! No
nos olvidemos nosotros de acudir diariamente, muchas veces, a esta trinidad
de la tierra.
1 R.
Knox, Tiempos y fiestas del año litúrgico, Madrid 1964, pp.
64-65. —
2 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 303. —
3 Cfr. Lc 2,
21. —
4 Flp 2,
9-10. —
5 Zac 14,
9. —
6 Sal 113,
2-3. —
7 Sal 9,
2. —
8 Cfr. Gen 17,
10-14. —
9 Lc 2,
21. —
10 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 37, a. l. —
11 Cfr. Hech 15,
1 ss. —
12 Cfr. Rom 10, 9. —
13 Cfr. Jn 1, 12. —
14 Jn 16, 23. —
15 1 Jn 2, 12. —
16 Cfr. 1 Cor 6, 11. —
17 Hech 8, 12. —
19 San
Bernardo, Sermones sobre los cantares, 15. —
20 Cfr. Lc 17,
13. —
21 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 195. —
22 San
Bernardo, l. c. —
23 Antífona
ad tertiam, en la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. —
24 San
Bernardo, Hom. sobre la Virgen Madre, 2. —
25 San
Bernardino de Siena, Sermón 2.
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