Francisco
Fernández-Carvajal 12 de enero de 2019
— El crecimiento de Jesús. Su
Humanidad Santísima.
— Nuestro crecimiento sobrenatural.
Las virtudes teologales y morales.
— La madurez humana que debe acompañar
a la verdadera vida interior. Las virtudes humanas.
I. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante
de Dios y de los hombres1.
En esta breve línea resume San Lucas los años de Jesús en Nazaret. Quiso el
Señor, porque era hombre perfecto, que el paso de los años fuera acompañado de
un progresivo crecimiento y manifestación de su sabiduría y de su gracia.
Según su naturaleza humana, Jesús
crecía como uno de nosotros. El crecimiento en sabiduría ha de entenderse en
cuanto a los conocimientos adquiridos a partir de las cosas que le rodeaban, de
sus maestros, de la experiencia de la vida que tiene todo ser humano con el
paso de los años. En la pequeña escuela de Nazaret aprendería la Sagrada
Escritura, con los comentarios clásicos con que solía acompañarse siempre la
explicación. Nos impresiona ver a Jesús leyendo el Antiguo Testamento y
aprendiendo lo que se decía del Mesías; es decir, de Él mismo. Hemos de pensar
que los comentaría con su Madre. José, el hombre de la casa, escucharía las
conversaciones de ambos con una atención y un asombro incomparables,
interviniendo él mismo en el diálogo.
Jesús aprendió de José muchísimas
cosas, entre otras, el oficio con el que se ganó la vida y sostuvo luego la
casa, cuando el Santo Patriarca abandonó este mundo. La Virgen debió dejar una
profunda huella en su Hijo: en su forma de ser humana, en dichos y maneras de
decir, en las mismas oraciones que todo judío aprendía de sus padres.
Además de esta ciencia experimental
humana, que fue creciendo con la edad, había en Jesús otras dos clases de
ciencia. En primer lugar la ciencia de los bienaventurados, la visión de la
esencia divina en razón de la unión de la naturaleza humana de Cristo con la
naturaleza divina en la única Persona del Hijo de Dios, la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad. Esta ciencia, propia de Dios, no podía crecer: la tenía
en plenitud.
Y también poseía Jesús la ciencia
infusa, que perfeccionaba su inteligencia y por la que conocía todas las cosas,
incluso las ocultas, como leer en los corazones de los hombres. Esta ciencia
tampoco podía aumentar2.
En ocasiones, Jesús hacía
preguntas: ¿Cómo te llamas?3. ¿Cuánto
tiempo hace que sufres esa enfermedad?4. ¿Cuántos
panes tenéis?5.
Otras veces se sorprende y se admira6.
Y es que, aunque Jesús poseía una ciencia divina con un conocimiento
perfectísimo, quiso vivir una existencia plenamente humana. No finge cuando se
admira o pregunta, porque estas son reacciones íntimas y profundas, propias del
ser humano.
También nosotros debemos crecer en el
conocimiento de Dios y de sus designios de salvación. No podemos quedarnos
estancados en nuestra formación y en nuestros conocimientos de la doctrina. Al
conocer mejor al Señor, también le sabremos tratar mejor, y de ese trato
surgirá un amor cada vez más fecundo.
II.
Dice San Cirilo, al tratar del crecimiento de Jesús, que lo dispuso la
sabiduría divina para que el Redentor se asemejara en todo a nosotros7.
Nuestra madurez en los años debe ir acompañada de un progresivo aumento de las
virtudes humanas y de la vida sobrenatural.
El crecimiento que el Señor nos pide
es del todo singular, pues en vez de ir dejando atrás nuestra juventud, como
ocurre en la vida natural, la hace cada vez más fresca y lozana. En la vida
física del hombre llega un momento en el que el «aún no» de la juventud deja
paso al «ya no» de la vejez. En la vida sobrenatural ocurre el revés: la vida
cristiana jamás se agosta; en todo momento podemos dirigirnos al Dios
que alegra mi juventud8,
aunque sea en la ancianidad. Dios vuelve joven a la persona que le ama.
Quizá hayamos conocido a personas
santas, de largos años ya de vida con una gran juventud interior, nacida de su
trato fiel con Cristo y manifestada en todo su actuar humano.
El crecimiento se obtiene por medio de
la gracia, especialmente a través de los Sacramentos, y con el ejercicio de las
virtudes. La gracia, que ha sido depositada en nuestros corazones como una
simiente9, pugna por crecer y llevarnos a la plenitud10.
El obstáculo es el pecado, el cual «es, en definitiva, una disminución del
hombre mismo, que le impide alcanzar la propia plenitud»11.
El hombre espiritual se desarrolla por
la acción del Espíritu12,
mediante el ejercicio de las virtudes, y alcanza su plenitud bajo la influencia
de los dones del Espíritu Santo, cuya misión es perfeccionar la vida
sobrenatural incoada por las virtudes teologales. Esos dones se encuentran en
toda alma en gracia.
La madurez, humana y sobrenatural, que
hemos de alcanzar no es cosa de un momento. Es tarea de cada día, de muchos
pequeños vencimientos, de corresponder a la gracia en lo pequeño. Hemos de
poner empeño en ejercitar repetidamente las virtudes, mediante actos concretos.
Con el ejercicio que supone cuidar los detalles en la práctica de las virtudes
nos forjaremos un verdadero carácter, instrumento dócil a la acción del
Espíritu Santo; una voluntad fija en las cosas de Dios, y de los demás por
Dios.
III. Jesús
crecía. Y Él ha querido que nuestro crecimiento sobrenatural vaya
acompañado de una madurez también humana. Las virtudes naturales son cimiento
de las sobrenaturales. No se concibe un buen cristiano sin que a la vez sea un
buen padre, un buen ciudadano, un buen amigo. De hecho, la propia vocación
humana se encuentra en cierto modo asumida en la vocación sobrenatural
cristiana. «Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su
corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes
teologales –la fe, la esperanza, la caridad–, y todas las otras que trae
consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades
buenas que comparte con tantos hombres»13.
La gracia no actúa de espaldas a la
propia naturaleza, a la realidad –física, psicológica y moral– sobre la que
reposa. La vida interior sobrenatural adquiere normalmente su plenitud mientras
la persona se desarrolla humanamente. El amor a Dios facilita y fortalece las
mismas virtudes naturales.
La madurez humana «se manifiesta,
sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones
ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres»14.
El hombre adulto tiene de sí mismo una
idea llena de realismo y de objetividad, distingue sus conquistas efectivas de
lo que todavía es un proyecto o puro deseo, y acepta sus limitaciones. Esto le
da un sentimiento de seguridad que le permite actuar de modo coherente,
responsable y libre. Sabe adaptarse a las circunstancias, sin rigidez y sin
debilidades, concediendo o exigiendo según sea preciso. La persona inmadura se
engaña con frecuencia a sí misma en sus planes y proyectos, porque desconoce
sus posibilidades reales; vive insegura, rehúye, mediante excusas, la
responsabilidad de sus actos, y no acepta fácilmente sus derrotas y
equivocaciones.
Son manifestaciones de inmadurez: el
comportamiento altanero y arrogante, la tozudez, la petulancia, el no querer
rectificar los propios errores, el intento de aparentar unas formas de
comportamiento que no se corresponden con la edad, tener frecuentemente la
imaginación puesta en sueños irreales y fantásticos.
El cristiano debe ser una persona
serena, como lo fue el Señor, que no pierde su compostura en ninguna
circunstancia, ni se deja llevar por arrebatos de malhumor o por reacciones
intempestivas y desproporcionadas ante situaciones de las que se podía haber
salido con una sonrisa o con un poco de paciencia.
El hombre con peso específico posee
una prudente confianza en sí mismo, sin confiarse del todo porque conoce bien
que sus «pies son de barro» y que puede fallar y equivocarse. Cuando el asunto
lo requiera sabrá pedir el oportuno consejo, para luego decidir él mismo y
cargar con la responsabilidad de sus actos.
Con la inmadurez se relacionan también
muchas faltas de reciedumbre: la flojera, la incapacidad para sufrir un revés
sin buscar el consuelo de la compasión ajena, el miedo al esfuerzo, las
frecuentes quejas ante las contradicciones y molestias que se presentan en toda
vida humana, la comodidad y el aburguesamiento, la falta de intensidad en el
estudio o en el trabajo.
La madurez lleva consigo el ser
realista y objetivo. «Un hombre soñador rara vez es un hombre luchador; es más
cómodo y divertido refugiarse en un mundo fabricado por la imaginación a la
propia medida y en el que siempre se es protagonista, que asirse a la realidad,
comprenderla, y dominarla o sacarle partido. Por eso el soñador acaba siendo un
abúlico»15, lo opuesto a un discípulo de Jesús.
La madurez exige tenacidad en las
obras comenzadas para llevarlas a su fin, sin abandonos ante los obstáculos
que, de un modo u otro, siempre se atravesarán en el camino.
Nuestra Madre Santa María, «modelo y
escuela viva de todas las virtudes»16,
también de las humanas, nos ayudará a llegar a la edad perfecta según
Cristo17.
1 Lc 2,
52. —
2 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Lc 2, 52. —
3 Mc 5, 9. —
4 Mc 9, 20. —
5 Mc 6, 38. —
6 Cfr. Mt 8, 10. —
7 Cfr. San
Cirilo de Alejandría, Sermón «Quod unus sit Christus», PL,
75, 1332. —
8 Sal 42,
4. —
9 1
Jn 3, 9. —
10 Ef 4,
13. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
12 Ef 3,
16. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 91.
—
14 Conc.
Vat. II, Decr. Octatam totius, 11. —
15 F.
Suárez, El sacerdocio y su ministerio, Madrid 1970, 2ª ed.
p. 139. —
16 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes, 2. —
17 Cfr. Ef 4,
13.
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