Francisco Fernández-Carvajal 16 de enero de 2019
—
Jesucristo nos espera cada día.
—
Presencia real de Cristo en el Sagrario. Ser consecuentes.
— El
Señor nos sana y purifica en la Sagrada Comunión, y nos da las gracias que
necesitamos.
I. Llegó
un leproso a donde estaba Jesús1,
se postró de rodillas, y le dijo: Si quieres puedes limpiarme. Y el
Señor, que siempre desea el bien nuestro, se compadeció de él, le tocó y le
dijo: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y
quedó limpio. «Aquel hombre se arrodilla postrándose en tierra –lo que es
señal de humildad–, para que cada uno se avergüence de las manchas de su vida.
Pero la vergüenza no ha de impedir la confesión: el leproso mostró la llaga y
pidió el remedio. Su oración está además llena de piedad: esto es, reconoció
que el poder curarse estaba en manos del Señor»2.
En sus manos sigue estando el remedio que necesitamos.
El
mismo Cristo nos espera cada día en la Sagrada Eucaristía. Allí está verdadera,
real y sustancialmente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad. Allí se encuentra con el esplendor de su gloria, pues Cristo
resucitado no muere ya3.
El Cuerpo y el Alma permanecen inseparables y unidos para siempre a la Persona
del Verbo. Todo el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios está contenido
en la Hostia Santa, con la riqueza profunda de su Santísima Humanidad y la
infinita grandeza de su Divinidad, una y otra veladas y ocultas. En la Sagrada
Eucaristía encontramos al mismo Señor que dijo al leproso: Quiero,
queda limpio. El mismo que contemplan y alaban los ángeles y los santos por
toda la eternidad.
Cuando
nos acercamos a un Sagrario, allí le encontramos. Quizá hemos repetido muchas
veces en su presencia el himno con el que Santo Tomás expresó la fe y la piedad
de la Iglesia, y que tantos cristianos han convertido en oración personal:
Te
adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas
apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al
contemplarte.
Al
juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído
para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más
verdadero que esta Palabra de verdad.
En la
Cruz se escondía solo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad;
creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo
las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea
más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame4.
Esta
maravillosa presencia de Jesús en medio de nosotros debería renovar cada día
nuestra vida. Cuando le recibimos, cuando le visitamos, podemos decir en
sentido estricto: hoy he estado con Dios. Nos hacemos semejantes a
los Apóstoles y a los discípulos, a las santas mujeres que acompañaban al Señor
por los caminos de Judea y de Galilea. «Non alius sed aliter», no
es otro, sino que está de otro modo, suelen decir los teólogos5.
Se encuentra aquí, con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo. ¿Con qué fe le
visitamos?, ¿con qué amor le recibimos?, ¿cómo disponemos nuestra alma y
nuestro cuerpo cuando nos acercamos a la Comunión?
II. El
cuerpo del leproso quedó limpio al sentir la mano de Cristo. Y nosotros podemos
quedar divinizados al contacto con Jesús en la Comunión. Hasta los ángeles se
asombran de tan gran Misterio. El Alma de Cristo está en la Hostia Santa, y
todas sus facultades humanas conservan en ella las mismas propiedades que en el
Cielo. Nada escapa a la mirada amable y amorosa de Cristo: ni la creación
material, ni la gloria de los bienaventurados, ni la actividad de los ángeles.
Él conoce el pasado, el presente, el porvenir. «Su vida eucarística es una vida
de amor. Del Corazón de Cristo sube sin cesar el fervor de una caridad
infinita. Toda la vida íntima del alma sacerdotal del Verbo encarnado
–adoración, peticiones, acción de gracias, expiación– es inspirada por este
amor sin límites»6.
La Santísima Trinidad encuentra en Jesucristo presente en el Sagrario una
gloria sin medida y sin fin.
Enseña
Santo Tomás de Aquino7 que
el Cuerpo de Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía tal como es en sí
mismo, y el Alma de Cristo con su inteligencia y voluntad; se excluyen solo
aquellas relaciones que hacen referencia a la cantidad, pues no está Cristo
presente en la Hostia Santa a la manera de una cantidad localizada en el
espacio8. De un modo misterioso e inefable está con su Cuerpo glorioso.
La
Segunda Persona de la Trinidad Beatísima está allí, en el Sagrario que
visitamos cada día, quizá muy cercano a la casa donde vivimos o muy próximo a
la oficina donde trabajamos, en la Capilla de la Universidad, de un hospital o
del aeropuerto; y está con el poder soberano de su Divinidad increada. Él, el
Hijo Unigénito de Dios, ante quien tiemblan los Tronos y las Dominaciones, por
Quien todo fue hecho, igual en poder, en sabiduría, en misericordia a las otras
Personas de la Trinidad Beatísima, permanece perpetuamente con nosotros, como
uno de los nuestros, sin dejar jamás de ser Dios. En verdad, en medio
de vosotros está uno a quien no conocéis9.
Absortos por nuestros negocios, por el trabajo, por las preocupaciones diarias,
¿pensamos con frecuencia que allí, muy cerca, al lado de nuestro hogar, habita
realmente Dios misericordioso y omnipotente? Nuestro gran fracaso, el mayor
error de nuestra vida, sería que se nos pudiesen aplicar en algún momento
aquellas palabras que el Espíritu Santo puso en la pluma de San Juan: Vino
a los suyos, y los suyos no le recibieron10,
porque estaban –podemos añadir– ocupados en sus cosas y en sus trabajos,
asuntos todos que sin Él no tienen la menor importancia. Pero nosotros hacemos
hoy el propósito firme de permanecer con un amor vigilante: alegrándonos mucho
cuando divisamos los muros de una iglesia, realizando durante el día muchas
comuniones espirituales, y actos de fe y de amor; y le expresaremos nuestros
deseos de desagravio por quienes pasan a su lado sin dirigirse a Él.
III. Señor
Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí inmundo, con tu Sangre, de la que una
gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero11.
El
Señor nos da en la Sagrada Eucaristía, a cada hombre en particular, la misma
vida de la gracia que trajo al mundo por su Encarnación12.
Si tuviéramos más fe se realizarían en nosotros los mismos milagros al contacto
con su Santísima Humanidad: en cada Comunión nos limpiaría hasta lo más
profundo del alma de nuestras flaquezas e imperfecciones. ¡Haz que yo
crea más y más en Ti!, nos invita a clamar, a suplicar interiormente, el
himno eucarístico. Si acudimos con fe, oiremos las mismas palabras que dirigió
al leproso: Quiero, sé limpio. Otras veces veremos cómo se levanta
ante las olas, como en Tiberíades, para apaciguar la tempestad. Y en el alma se
hará también una gran calma, se llenará de paz.
Señor
Jesús, bondadoso pelícano... En la Comunión el Señor no
solo ofrece un alimento espiritual, sino que Él mismo se nos da como Alimento.
Antiguamente se pensaba que cuando morían los polluelos del pelícano, este se
abría el costado y alimentaba con su sangre a sus hijos muertos y así los
volvía a la vida... Cristo nos da la vida eterna. La Comunión, recibida con las
debidas disposiciones, suscita en el alma fervientes actos de amor, y nos
transforma e identifica con Cristo. El Maestro viene a cada uno de sus
discípulos con su amor personal, eficaz, creador y redentor. Se nos presenta
como el Salvador de nuestras vidas, ofreciéndonos su amistad. Este sacramento
es alimento insustituible de toda intimidad con Jesús.
En
contacto con Cristo, el alma se purifica y allí encontramos el vigor necesario
para ejercitar la caridad en los mil pequeños incidentes de cada jornada, para
vivir ejemplarmente los propios deberes, para vivir la santa pureza, para
realizar con valentía y espíritu de sacrificio el apostolado que Él mismo nos
ha encomendado... En la Sagrada Eucaristía hallamos remedio para las faltas
diarias, para salir adelante en esas pequeñas dejaciones y faltas de
correspondencia, que no matan el alma pero que la debilitan y la conducen a la
tibieza. La Comunión fervorosa nos impulsa eficazmente hacia Dios, por encima
de las propias flaquezas y cobardías. Allí encontramos diariamente las fuerzas
que necesitamos, el alimento imprescindible para el alma. La vida humana tiene
en Cristo su realización, su prenda de vida eterna... «Cristo es el pan
de vida. Y así como el pan ordinario está en proporción al hambre terrena,
así Cristo es el pan extraordinario proporcionado al hambre extraordinaria,
desmedida, del hombre, capaz, más aún, inquieto por abrirse a aspiraciones
infinitas... Cristo es el pan de vida. Cristo es necesario a todos
los hombres, a todas las comunidades»13.
Sin Él, no podríamos vivir.
En la
Sagrada Eucaristía nos espera Jesús para restaurar nuestras fuerzas: Venid
a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré14.
Y fundamentalmente agobian y fatigan esas enfermedades que fuera de Cristo no
tienen remedio. Venid todos: a nadie excluye Jesús: si alguien
quiere acercarse a Mí, yo no lo echaré fuera15.
Mientras dure el tiempo de la Iglesia militante, Jesús permanecerá con nosotros
como la fuente de todas las gracias que nos son necesarias.
Con
Santo Tomás de Aquino, podemos decirle a Jesús, presente en la Sagrada
Eucaristía, cuando nos acerquemos a recibirle: «me acerco como un enfermo al
médico de la vida, como un inmundo a la fuente de la misericordia, como un
ciego a la luz de la claridad eterna, como un pobre y necesitado al Señor de
cielos y tierra. Imploro la abundancia de tu infinita generosidad para que te
dignes curar mi enfermedad, lavar mi impureza, iluminar mi ceguera, remediar mi
pobreza y vestir mi desnudez, para que me acerque a recibir el Pan de los
Ángeles, al Rey de reyes y Señor de señores con tanta reverencia y humildad,
con tanta contrición y piedad, con tanta pureza y fe, y con tal propósito e
intención como conviene a la salud de mi alma»16.
Nuestra
Madre la Virgen nos impulsa siempre al trato con Jesús sacramentado: «Acércate
más al Señor..., ¡más! —Hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente,
en tu Guía»17.
1 Mc 1,
40-45. —
2 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos. in loc.
—
3 Rom 6,
9. —
4 Himno Adoro
te devote. —
5 Cfr. M.
M. Philipon, Nuestra transformación en Cristo, p. 116.
—
6 Ibídem,
p. 117. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, III, q. 76, a. 5, ad 3. —
8 Cfr. Ibídem,
III, q. 81, a. 4. —
9 Jn 1,
26. —
10 Jn 1,
11. —
11 Himno Adoro
te devote. —
12 Cfr. Santo
Tomás, o. c., I, q. 3, a. 79. —
13 Pablo
VI, Homilía 8-VIII-1976. —
14 Mt 11,
28. —
15 Cfr. Jn 6,
37. —
16 Misal
Romano, Praeparatio ad Missam. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 680.
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