Francisco Fernández-Carvajal 10 de enero de 2019
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Jesús, modelo de obediencia.
—
Frutos de la obediencia.
—
Obediencia y libertad. Obediencia por amor.
I. Después
del encuentro en el Templo, Jesús regresó a Galilea con María y José. Y
bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto1.
El Espíritu Santo ha querido dejar consignado este hecho en el Evangelio. La
fuente solo puede provenir de María, que vio una y otra vez la obediencia
callada de su Hijo. Es una de las pocas noticias que nos han llegado de estos
años de vida oculta: que Jesús les obedecía. «Cristo, a quien el universo está
sujeto –comenta San Agustín–, estaba sujeto a los suyos»2.
Por obediencia al Padre, se sometió Jesús a quienes en su vida terrena encontró
investidos de autoridad; en primer lugar, a sus padres.
Nuestra
Señora debió de reflexionar en muchas ocasiones acerca de la obediencia de
Jesús, que fue extremadamente delicada y a la vez sencilla y llena de
naturalidad. San Lucas nos dice inmediatamente que su madre guardaba
todas estas cosas en su corazón3.
Toda
la vida de Jesús fue un acto de obediencia a la voluntad del Padre: Yo
hago siempre lo que es de su agrado4,
nos afirmará más tarde. Y en otra ocasión dijo claramente a sus
discípulos: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra5.
El
alimento es lo que da energías para vivir. Y Jesús nos dice que la obediencia a
la voluntad de Dios –manifestada de formas tan diversas– deberá ser lo que
alimente y dé sentido a nuestras vidas. Sin obediencia no hay crecimiento en la
vida interior, ni verdadero desarrollo de la persona humana; la obediencia,
«lejos de menoscabar la dignidad humana, la lleva por la más amplia libertad de
los hijos de Dios, a la madurez»6.
No hay
ninguna situación en nuestra vida que sea indiferente para Dios. En cada
momento espera de nosotros una respuesta: la que coincide con su gloria y con
nuestra personal felicidad. Somos felices cuando obedecemos, porque hacemos lo
que el Señor quiere para nosotros, que es lo que nos conviene, aunque en alguna
ocasión nos cueste.
La
voluntad de Dios se nos manifiesta a través de los mandamientos de su Iglesia,
de acontecimientos que suceden, y también de personas a quienes debemos
obediencia.
II. La
obediencia es una virtud que nos hace muy gratos al Señor.
En la
Sagrada Escritura se nos narra la desobediencia de Saúl a un mandato que había
recibido de Yahvé. Y a pesar de su victoria sobre los amalecitas y de los
sacrificios que después ofreció el propio rey, el Señor se arrepintió de
haberlo hecho rey, y, por boca del profeta Samuel, le dijo: Mejor es la
obediencia que las víctimas7.
Y comenta San Gregorio: «Con razón se antepone la obediencia a las víctimas;
porque mediante la obediencia se inmola la propia voluntad»8.
En la obediencia manifestamos nuestra entrega al Señor.
En el
Evangelio vemos cómo obedece nuestra Madre Santa María, que se llama a sí
misma la esclava del Señor9,
manifestando que no tiene otra voluntad que la de su Dios. Obedece San José, y
siempre con presteza, las cosas que se le ordenan de parte del Señor10.
Es la prontitud en hacer lo mandado, una de las cualidades de la verdadera
obediencia.
Los
Apóstoles, a pesar de sus limitaciones, saben obedecer. Y porque confían en el
Señor echan la red a la derecha de la barca11,
donde les ha dicho Jesús, y obtienen una pesca abundante, a pesar de no ser la
hora oportuna y de tener experiencia de que aquel día parecía no haber un solo
pez en todo el lago. La obediencia y la fe en la palabra del Señor hacen
milagros.
Muchas
gracias y frutos van unidos a la obediencia. Los diez leprosos son curados por
la obediencia a las palabras del Señor: Id y mostraos a los sacerdotes.
Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios12.
Y lo mismo le ocurrió a aquel ciego a quien el Señor le puso lodo en los
ojos, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé, que significa
el Enviado. Fue, pues, el ciego y se lavó allí, y volvió con vista13.
«¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te
conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego,
cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba
el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más
apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el
laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree, pone por obra el
mandato de Dios y vuelve con los ojos llenos de claridad»14.
¡Cuántas veces vamos a encontrar la luz nosotros también en esa persona puesta
por Dios para que nos guíe y nos cure si somos dóciles en la obediencia! Dios
Padre otorga el Espíritu Santo a los que obedecen15,
se lee en los Hechos de los Apóstoles.
El
Evangelio nos muestra muchos ejemplos de personas que supieron obedecer: los
sirvientes de Caná de Galilea16,
los pastores de Belén17,
los Magos18... Todos recibieron abundantes gracias de Dios.
«La
obediencia hace meritorios nuestros actos y sufrimientos de tal modo que, de
inútiles que estos últimos pudieran parecer, pueden llegar a ser muy fecundos.
Una de las maravillas realizadas por nuestro Señor es haber hecho que fuera
provechosa la cosa más inútil, como es el dolor. Él lo ha glorificado mediante
la obediencia y el amor. La obediencia es grande y heroica cuando por cumplirla
está uno dispuesto a la muerte y a la ignominia»19.
III.
«Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el
Reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención con su
obediencia»20. Y San Pablo nos dice que se humilló, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz21.
En Getsemaní, la obediencia de Jesús alcanza su punto culminante, cuando
renuncia completamente a su voluntad para aceptar la carga de todos los pecados
del mundo y así redimirnos: Padre, dice (...), no se haga
lo que yo quiero sino lo que quieres tú22.
No nos extrañe si al abrazar la obediencia nos encontramos con la cruz. La
obediencia exige, por amor a Dios, la renuncia a nuestro yo, a nuestra más
íntima voluntad. Sin embargo, Jesús ayuda y facilita el camino, si somos
humildes. «Díjome una vez (el Señor) –cuenta Santa Teresa–, que no era obedecer
sino estar determinada a padecer, que pusiese los ojos en lo que Él había
padecido y todo se me haría fácil»23.
Cristo
obedece por amor, ese es el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe
a Dios y a sus mandamientos, la que se debe a la Iglesia, a los padres –a sus
mandatos y a la doctrina del Magisterio–, y la que afecta a aquellas cosas más
íntimas de nuestra alma. En todos los casos, de forma más o menos directa,
estamos obedeciendo a Dios a través de las autoridades. Y no quiere el Señor
servidores de mala gana, sino hijos que desean cumplir su voluntad.
La
obediencia, que siempre supone sujeción y entrega, no es falta de libertad ni
de madurez. Hay vínculos que esclavizan y otros que liberan. La cuerda que une
al alpinista con sus compañeros de escalada no es atadura que perturbe, sino
vínculo que da seguridad y evita la caída al abismo. Y los ligamentos que unen
las partes del cuerpo no son ataduras que impiden los movimientos, sino
garantía de que estos se realicen con soltura, armonía y firmeza.
Por el
contrario, la verdadera libertad se ve amenazada por la sensualidad
desordenada, la estrechez de pensamiento originada en el egoísmo y en la
voluntad individualista. Estos obstáculos son superados por la obediencia que
eleva y ensancha la propia personalidad.
La
obediencia, lleva también consigo la educación verdadera del carácter y una
gran paz en el alma, frutos del sacrificio y de la entrega de la propia
voluntad por un bien más alto. Sirviendo a Dios, a través de la obediencia, se
adquiere la verdadera libertad: Deo servire, regnare est. Servir a
Dios es reinar... Te pedimos, Señor, que quienes nos gloriamos de
obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, vivamos eternamente con Él
en el reino de los Cielos24.
Si nos
ponemos muy cerca de la Virgen aprenderemos con facilidad a obedecer con
prontitud, alegría y eficacia. «Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en
la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío.
En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen,
pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera
lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al
cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra(Lc 1, 38)»25.
1 Lc 2,
51. —
2 San
Agustín, Sermón 51, 19. —
3 Lc 2,
51. —
4 Jn 8,
29. —
5 Jn 4,
34. —
6 Conc.
Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, 14. —
7 1
Sam 15, 22. —
8 San
Gregorio Magno, Moralia, 14. —
9 Lc 1,
38. —
10 Cfr. Mt 2,
13-15. —
11 Jn 21,
6. —
12 Lc 17,
14. —
13 Jn 9,
6-7. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 193. —
15 Hech 5,
32. —
16 Cfr. Jn 2,
3 ss. —
17 Cfr. Lc 2,
18. —
18 Cfr. Mt 2,
1-12. —
19 R.
Garrigou Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
20 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
21 Flp 2,
8. —
22 Mc 14,
36. —
23 Santa
Teresa, Vida, 26. —
24 Oración
después de la Comunión. —
25 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 173.
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