Francisco Fernández-Carvajal 07 de enero de 2019
— El
Señor, que trabajó en el taller de San José, es nuestro modelo en el trabajo,
para santificar nuestra tarea diaria.
— Cómo
fue el trabajo de Jesús. Cómo debe ser el nuestro.
— Con
el trabajo habitual hemos de ganarnos el Cielo. Mortificaciones, detalles de
caridad, competencia profesional en nuestra tarea.
I. Cuando
meditamos la vida de Jesús, nos damos cuenta de que la mayor parte de su
existencia la pasó en la oscuridad de un pueblo, apenas conocido dentro de su
misma patria. Comprendemos que algunos de sus vecinos le dijeran: Sal
de aquí para que vean las obras que haces, pues nadie hace las cosas en secreto
si pretende darse a conocer1.
El valor de las obras del Señor fue siempre infinito, y daba a su Padre la
misma gloria cuando aserraba la madera, cuando resucitaba a un muerto y cuando
le seguían las multitudes alabando a Dios.
Muchos
acontecimientos tuvieron lugar en el mundo durante aquellos treinta años de
Jesús en Nazaret. La paz de Augusto había terminado y las legiones romanas se
disponían a contener el empuje de los invasores bárbaros... En Judea, Arquelao
era desterrado por sus innumerables desórdenes... En Roma, el Senado había
divinizado a Octavio Augusto... Pero el Hijo de Dios se hallaba entonces en un
pequeño pueblo, a 40 kilómetros de Jerusalén. Vivía en una casa modesta, quizá
hecha de adobes como las demás, con su Madre, María, pues José debió fallecer
ya en ese tiempo. ¿Qué hacía allí Dios Hombre? Trabajaba, como los demás
hombres del pueblo. En nada llamativo se diferenciaba de ellos, pues también
era uno de ellos. Era perfecto Dios y hombre perfecto. Y nosotros no podemos
olvidar que, tanto su vida oculta, como su vida apostólica, son la existencia
temporal del Hijo de Dios.
Cuando
Jesús vuelve más tarde a Nazaret, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de
los hechos prodigiosos que de Él se cuentan; le conocen por su oficio y por ser
el Hijo de María: ¿Qué sabiduría es la que se le ha dado?... ¿No es
éste el artesano, el hijo de María?...2.
San Mateo nos dirá también, en otro lugar, lo que opinan de Cristo en su
tierra: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su
madre?...3. Durante muchos años le vieron trabajar, día a día. Por eso
sacan a relucir su oficio.
Además,
en la predicación del Señor se puede notar que conoce bien el mundo del
trabajo; lo conoce como alguien que lo ha tocado muy de cerca, y por eso puso
muchos ejemplos de gente que trabaja.
Jesús,
en estos años de vida oculta en Nazaret, nos está enseñando el valor de la vida
ordinaria como medio de santificación. «Porque no es la vida corriente y
ordinaria, lo que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo
chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor
quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos»4.
Nuestros
días pueden quedar santificados si se asemejan a los de Jesús en esos años de
vida oculta y sencilla en Nazaret: si trabajamos a conciencia y mantenemos la
presencia de Dios en la tarea, si vivimos la caridad con quienes están a
nuestro alrededor, si sabemos aceptar las contradicciones evitando la queja, si
las relaciones profesionales y sociales son motivo para ayudar a los demás y
para acercarlos a Dios.
II. Si
contemplamos la vida de Jesús durante estos años sin relieve externo lo veremos
trabajar bien, sin chapuzas, llenando las horas de trabajo intenso. Nos
imaginamos al Señor recogiendo los instrumentos de trabajo, dejando las cosas
ordenadas, recibiendo afablemente al vecino que va a encargarle alguna cosa...,
también al menos simpático, y al de conversación poco amena. Tendría Jesús el
prestigio de hacer las cosas bien, pues todo lo hizo bien: Mc 7,
37, también las cosas materiales.
Y
todos los que le trataron se sintieron movidos a ser mejores, y recibieron los
beneficios de la oración callada de Cristo.
El
oficio del Señor no fue brillante; tampoco cómodo, ni de grandes perspectivas
humanas. Pero Jesús amó su labor diaria, y nos enseñó a amar la nuestra, sin lo
cual es imposible santificarla, «pues cuando no se ama el trabajo es imposible
encontrar en él ninguna clase de satisfacción, por muchas veces que se cambie
de tarea»5.
El
Señor conoció también el cansancio y la fatiga de la faena diaria, y
experimentó la monotonía de los días sin relieve y sin historia aparente. Esta
consideración es también un gran beneficio para nosotros, pues «el sudor y la
fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la
humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a
Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido
a realizar. Esta obra de salvación se ha realizado precisamente a través del
sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la fatiga del trabajo en
unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo
con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero
discípulo de Jesús, llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que
ha sido llamado a realizar»6.
Jesús,
durante estos treinta años de vida oculta, es el modelo que debemos imitar en
nuestra vida de hombres corrientes que trabajan cada día. Contemplando la
figura del Señor comprendemos con mayor hondura la obligación que tenemos de
trabajar bien: no podemos pretender santificar un trabajo mal hecho. Hemos de
aprender a encontrar a Dios en nuestras ocupaciones humanas, a ayudar a
nuestros conciudadanos y a contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y
de la creación7.
Un mal profesional, un estudiante que no estudia, un mal zapatero... si no
cambia y mejora no puede alcanzar la santidad en medio del mundo.
III. Con
el trabajo habitual tenemos que ganarnos el Cielo. Para eso debemos tratar de
imitar a Jesús, «quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, trabajando
con sus propias manos»8.
Para
santificar nuestras tareas hemos de tener presente que «todo trabajo humano
honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor
perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con
perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los
hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante
que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades
temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la
obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el
trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios...»9.
En el
trabajo santificado –como el de Jesús– encontraremos un campo abundante de
pequeñas mortificaciones que se traducen en la atención en lo que estamos
haciendo, en el cuidado y en el orden de los instrumentos que manejamos, en la
puntualidad, en la manera como tratamos a los demás, en el cansancio ofrecido,
en las contrariedades que, sin quejas estériles, procuramos llevar de la mejor
manera posible.
En
nuestros deberes profesionales encontraremos muchas ocasiones de rectificar la
intención para que realmente sea una obra ofrecida a Dios y no una ocasión más
de buscarnos a nosotros mismos. De esta manera, ni los fracasos nos llenarán de
pesimismo, ni los éxitos nos separarán de Dios. La rectitud de intención –el
trabajar de cara a Dios– nos dará esa estabilidad de ánimo propia de las
personas que están habitualmente cerca del Señor.
Nos
podemos preguntar hoy en nuestra oración personal si tratamos de imitar en
nuestro trabajo los años de vida oculta de Jesús: ¿Tengo prestigio profesional
y soy competente entre los de mi profesión? ¿Ejercito las virtudes humanas y
las sobrenaturales en mi tarea diaria? ¿Sirve mi trabajo para que mis amigos se
acerquen más a Dios? ¿Les hablo de la doctrina de la Iglesia en aquellas
verdades sobre las que existe más ignorancia o más confusión en el momento
actual? ¿Cumplo acabadamente mis deberes profesionales?
Miramos
el trabajo de Jesús a la vez que examinamos el nuestro. Y le pedimos: «Señor,
concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de
que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo
Patriarca José (...), dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se
removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la
labor diaria, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor»10.
1 Jn 7,
8-4. —
2 Cfr. Mc 6,
2-3. —
3 Mt 13,
55. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. —
5 F.
Suárez, José, esposo de María, Rialp, Madrid 1982, p. 268.
—
7 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 41. —
9 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 10. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 72.
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