Francisco Fernández-Carvajal 13 de enero de 2019
— El
Señor llama a los discípulos en medio de su trabajo. A nosotros nos llama
también en nuestros quehaceres, y nos deja en ellos para que los santifiquemos
y le demos a conocer.
— La
santificación del trabajo. El ejemplo de Cristo.
—
Trabajo y oración.
I. Después
del Bautismo, con el que inaugura su ministerio público, Jesús busca a aquellos
a quienes hará partícipes de su misión salvífica. Y los encuentra en su trabajo
profesional. Son hombres habituados al esfuerzo, recios, sencillos de
costumbres. Al pasar junto al mar de Galilea -se lee en el
Evangelio de la Misa1-, vio
a Simón y a Andrés, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y
les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y cambia la vida
de estos hombres.
Los
Apóstoles fueron generosos ante la llamada de Dios. Estos cuatro discípulos
–Pedro, Andrés, Juan y Santiago– conocían ya al Señor2,
pero es este el momento preciso en el que, respondiendo a la llamada divina,
deciden seguirle del todo, sin condiciones, sin cálculos, sin reservas. Así la
siguen hoy muchos en medio del mundo, con entrega total en un celibato
apostólico. Desde ahora, Cristo será el centro de sus vidas, y ejercerá en sus
almas una indescriptible atracción. Jesucristo los busca en medio de su tarea
ordinaria, como hizo Dios con los Magos –según hemos contemplado hace pocos
días–: por aquello que les podía ser más familiar, el brillo de una estrella;
como llamó el Ángel a los pastores de Belén, mientras cumplen con su deber de
guardar el ganado, para que fueran a adorar al Niño Dios y acompañaran aquella
noche a María y a José...
En medio
de nuestro trabajo, de nuestros quehaceres, nos invita Jesús a seguirle, para
ponerle en el centro de la propia existencia, para servirle en la tarea de
evangelizar el mundo. «Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de
nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con
voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me,
et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19),
seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que
en el mundo ocupemos»3.
Nos elige y nos deja –a la mayor parte de los cristianos, los laicos– allí
donde estamos: en la familia, en el mismo trabajo, en la asociación cultural o
deportiva a la que pertenecemos... para que en ese lugar y en ese ambiente le
amemos y le demos a conocer a través de los vínculos familiares, o de las
relaciones de trabajo, de amistad...
Desde
el momento en que nos decidimos a poner a Cristo como centro de nuestra vida,
todo cuanto hacemos queda afectado por esa decisión. Debemos preguntarnos si
somos consecuentes ante lo que significa que el trabajo se convierta en el
lugar para crecer en esa amistad con Jesucristo, mediante el desarrollo de las
virtudes humanas y de las sobrenaturales.
II. El
Señor nos busca y nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. Pero
quiere que ese trabajo sea ya diferente. «Me escribes en la cocina, junto al
fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la
última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación
cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes.
Sin embargo, ¡hay tanta diferencia!
»—Es
verdad: antes “solo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando
patatas»4.
Para
santificarnos con los quehaceres del hogar, con las gasas y las pinzas del
hospital (¡con esa sonrisa habitual ante los enfermos!), en la oficina, en la
cátedra, conduciendo un tractor o delante de las mulas, limpiando la casa o
pelando patatas..., nuestro trabajo debe asemejarse al de Cristo, a quien hemos
contemplado en el taller de José hace unos días, y al trabajo de los apóstoles,
a quienes hoy, en el Evangelio de la Misa, vemos pescando. Debemos fijar
nuestra atención en el Hijo de Dios hecho Hombre mientras trabaja, y
preguntarnos muchas veces: ¿qué haría Jesús en mi lugar?, ¿cómo realizaría mi
tarea? El Evangelio nos dice que todo lo hizo bien5,
con perfección humana, sin chapuzas; y eso significa hacer el trabajo con
espíritu de servicio a sus vecinos, con orden, con serenidad, con intensidad;
entregaría los encargos en el plazo convenido, remataría su trabajo artesano
con amor, pensando en la alegría de los clientes al recibir un trabajo
sencillo, pero perfecto; se fatigaría... También realizó Jesús su quehacer con
plena eficacia sobrenatural, pues a la vez, con ese mismo trabajo, estaba
realizando la redención de la humanidad, unido a su Padre con amor y por amor,
unido a los hombres también por amor a ellos6,
y lo que se hace por amor, compromete.
Ningún
cristiano puede pensar que, aunque su trabajo sea aparentemente de poca
importancia –o así lo juzguen con ligereza algunos, con sus comentarios
superficiales–, puede realizarlo de cualquier modo, con dejadez, sin cuidado y
sin perfección. Ese trabajo lo ve Dios y tiene una importancia que nosotros no
podemos sospechar. «Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. —No necesito
pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de
amor, que te lleve a pensar más en Él y menos en ti»7.
III. Para
un cristiano que vive cara a Dios, el trabajo debe ser oración –pues sería una
gran pena que «solo» pele patatas, en vez de santificarse mientras
las pela bien–, una forma de estar a lo largo del día con el Señor, y una gran
oportunidad de ejercitarse en las virtudes, sin las cuales no podría alcanzar
la santidad a la que ha sido llamado; es, a la vez, un eficaz medio de
apostolado.
Oración
es conversar con el Señor, elevar el alma y el corazón hasta Él para alabarle,
darle gracias, desagraviarle, pedirle nuevas ayudas. Esto se puede llevar a
cabo por medio de pensamientos, de palabras, de afectos: es la llamada oración
mental y la oración vocal; pero también se puede hacer por medio de acciones
capaces de transmitir a Dios lo mucho que queremos amarle y lo mucho que lo
necesitamos. Así pues, oración es también todo trabajo bien acabado y
realizado con visión sobrenatural8,
es decir, con la conciencia de estar colaborando con Dios en la perfección de
las cosas creadas y de estar impregnando todas ellas con el amor de Cristo,
completando así su obra redentora, cumplida no solo en el Calvario, sino
también en el taller de Nazaret.
El
cristiano que está unido a Cristo por la gracia convierte sus obras rectas en
oración; por eso es tan importante la devoción del ofrecimiento de
obras por las mañanas, al levantarnos, en la que, con pocas palabras,
le decimos al Señor que toda la jornada es para Él; renovarlo luego algunas
veces durante el día, y principalmente en la Santa Misa, es de gran importancia
para la vida interior. Pero el valor de esta oración que es el trabajo del
cristiano dependerá del amor que se ponga al realizarlo, de la rectitud de
intención, del ejercicio de la caridad, del esfuerzo para acabarlo con
competencia profesional. Cuanto más actualicemos la intención de convertirlo en
instrumento de redención, mejor lo realizaremos humanamente, y más ayuda
estaremos prestando a toda la Iglesia. Por la naturaleza de algunos trabajos,
que exijan una gran concentración de la atención, no será fácil tener la mente
con frecuencia en Dios; pero, si nos hemos acostumbrado a tratarle, buscándole
de modo esforzado, Él estará como «una música de fondo» de todo lo que hacemos.
Desempeñando así nuestras tareas, trabajo y vida interior no se interrumpirán,
«como el latir del corazón no interrumpe la atención a nuestras actividades de
cualquier tipo que sean»9.
Por el contrario, trabajo y oración se complementan, como se enlazan con
armonía las voces y los instrumentos. El trabajo no solo no entorpece la vida
de oración, sino que se convierte en su vehículo. Se cumple entonces lo que le
pedimos en esa hermosa oración10 al
Señor: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et
adiuvando prosequere: ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat,
et per te coepta finiatur: que todo nuestro día, nuestra oración y nuestro
trabajo, tomen su fuerza y empiecen siempre en Ti, Señor, y que todo lo que
hemos comenzado por Ti llegue a su fin11.
Si
Jesucristo, a quien hemos constituido en centro de nuestra existencia, está en
el trasfondo de todo lo que realizamos, nos resultará cada vez más natural
aprovechar las pausas que hay en toda labor para que esa «música de fondo» se
transforme en auténtica canción. Al cambiar de actividad, al permanecer con el
coche parado ante la luz roja de un semáforo, al acabar un tema de estudio,
mientras se consigue una comunicación telefónica, al colocar las herramientas
en su sitio..., vendrá esa jaculatoria, esa mirada a una imagen de Nuestra
Señora o al Crucifijo, una petición sin palabras al Ángel Custodio, que nos
reconfortan por dentro y nos ayudan a seguir en nuestro quehacer.
Como
el amor sabe encontrar recursos, es ingenioso, sabremos poner algunas
«industrias humanas», algunos recordatorios, que nos ayuden a no olvidarnos de
que a través de lo humano hemos de ir a Dios. «Pon en tu mesa de trabajo, en la
habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la
mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te
alcanzará –¡te lo aseguro!– la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo
amoroso con Dios»12.
1 Mc 1,
14-20. —
2 Cfr. Jn 1,
35-42. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, 1ª ed.,
Madrid 1973, 45. —
4 ídem, Surco,
Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n. 498. —
5 Mc 7,
37. —
6 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, 5ª ed.,
Madrid 1974, p. 77 ss. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 495. —
8 Cfr. R.
Gómez Pérez, La fe y los días, Palabra, 3ª ed., Madrid
1973, pp. 107-110. —
9 San
Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948. —
10 Enchiridion
Indulgentiarum, Políglota Vaticana, Roma 1968, n. 1. —
11 Cfr. S.
Canals, Ascética meditada, Rialp, 15ª ed., Madrid 1981, p.
142. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 531.
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