Francisco Fernández-Carvajal 03 de enero de 2019
—
Sencillez y naturalidad de la Sagrada Familia. La sencillez, manifestación
externa de la humildad.
—
Sencillez y rectitud de intención. Consecuencias de la «infancia espiritual».
Sencillos en el trato con Dios, y en el trato con los demás y en la dirección
espiritual.
— Lo
que se opone a la sencillez. Frutos de esta virtud. Medios para alcanzarla.
I. El
Mesías llegó al Templo en brazos de su Madre. Nadie debió reparar en aquel
matrimonio joven que llevaba a un niño pequeño para presentarlo al Señor.
Las
madres tenían que esperar al sacerdote en la puerta oriental. Allá se fue
María, junto con otras mujeres, y aguardó a que le llegara el turno para que el
sacerdote tomara en sus brazos al Hijo. A su lado estaba José, dispuesto para
pagar el rescate. La ceremonia de la purificación de María y del rescate del
Niño del servicio del Templo en nada se diferenciaron exteriormente de lo que
solía ocurrir en estas ocasiones.
Toda
la vida de María está penetrada de una profunda sencillez. Su vocación de Madre
del Redentor se realizó siempre con naturalidad. Aparece en casa de su prima
Isabel para ayudarla, para servirla durante aquellos meses; prepara para su
Hijo los pañales y la ropa; vive treinta años junto a Jesús, sin cansarse de
mirarlo, con un trato amabilísimo, pero con toda sencillez. Cuando en Caná
alcanza de su Hijo el primer milagro, lo hace con tal naturalidad que ni
siquiera los novios se dan cuenta del hecho portentoso. En ningún momento
alardea de especiales privilegios: «María Santísima, Madre de Dios, pasa
inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.
»—Aprende
de Ella a vivir con “naturalidad”»1.
La sencillez y la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer
especialmente atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la
sencillez perfecta, durante treinta años de la vida oculta y en todo momento:
cuando comienza a predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa,
llamativa, espectacular. Jesús es la misma sencillez cuando nace o es
presentado en el Templo, o cuando manifiesta su divinidad por medio de milagros
que solo Dios puede hacer.
El
Salvador huye del espectáculo y de la vanagloria, de los gestos falsos y
teatrales; se hace asequible a todos: a los enfermos desahuciados y a los más
desamparados, que acuden confiadamente a Él para implorarle el remedio de sus
dolencias; a los Apóstoles que le preguntan sobre el sentido de las parábolas;
a niños que le abrazan con confianza.
La
sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone radicalmente a todo lo
que es postizo, artificial, engañoso. Y es una virtud especialmente necesaria
para el trato con Dios, para la dirección espiritual, para el apostolado y la
convivencia con las personas con las que cada día hemos de relacionarnos.
«Naturalidad.
—Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal
y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas ni ñoñerías: llevad siempre
con vosotros nuestro espíritu de sencillez»2.
II. Si
tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado3.
La sencillez exige claridad, transparencia y rectitud de intención, que nos
preserva de tener una doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a uno
mismo. La sencillez, además, requiere una voluntad fuerte, que nos lleve a
escoger el bien, y que se imponga a las tendencias desordenadas de una vida
exclusivamente sensitiva, y domine lo turbio y complicado que hay en todo
hombre. El alma sencilla juzga de las cosas, de las personas y de los
acontecimientos según un juicio recto iluminado por la fe, y no por las
impresiones del momento4.
La
sencillez es una consecuencia y una característica de la llamada «infancia
espiritual», a la que nos invita el Señor especialmente en estos días en que
estamos contemplando su Nacimiento y su vida oculta: En verdad os digo
que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños –en la sencillez
y en la inocencia– no entraréis en el Reino de los Cielos5.
Nos dirigimos al Señor como niños, sin actitudes rebuscadas ni ficticias,
porque sabemos que Él no se fija tanto en la apariencia externa, sino que mira
el corazón6.
Sentimos sobre nosotros la mirada amable del Señor, que es una invitación a la
autenticidad, a comportarnos con sencillez en su presencia, a tratarle en una
oración personal, directa, confiada. Por eso hemos de huir de cualquier
formalismo en el trato con Dios, aunque hay una «urbanidad de la piedad»7,
que nos lleva a mostrarnos delicados, especialmente en el culto, en la
liturgia; pero el respeto no es convencionalismo ni pura actitud externa, sino
que hunde sus raíces en una auténtica piedad del corazón.
En la
lucha ascética hemos de reconocernos como en realidad somos y aceptar las
propias limitaciones, comprender que Dios las abarca con su mirada y cuenta con
ellas. Y esto, lejos de inquietarnos, nos llevará a confiar más en Él, a
pedirle su ayuda para vencer los defectos y para alcanzar las metas que vemos
necesarias en nuestra vida interior en este momento, aquellos puntos que más
estamos siguiendo en nuestro examen particular y en nuestro examen general de
conciencia.
Si
somos sencillos con Dios sabremos serlo con quienes tratamos cada día, con
nuestros parientes, amigos y compañeros. Y es sencillo quien actúa y habla en
íntima armonía con lo que piensa y desea; quien se muestra a los demás tal como
es, sin aparentar lo que no es o lo que no posee. Produce siempre una gran
alegría encontrar un alma llana, sin pliegues ni recovecos, en quien se puede
confiar, como Natanael, que mereció el elogio del Señor: he aquí un
verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño8.
Por el contrario, en otro lugar el Señor nos pone en guardia contra los
falsos profetas que van a vosotros disfrazados9,
contra los que piensan de un modo y actúan de otro.
En la
convivencia diaria, toda complicación pone obstáculos entre nosotros y los
demás, y nos aleja de Dios: «Ese énfasis y ese engolamiento te sientan mal: se
ve que son postizos. —Prueba, al menos, a no emplearlos ni con tu Dios, ni con
tu director, ni con tus hermanos: y habrá, entre ellos y tú, una barrera menos»10.
De
modo especial, hemos de mostrarnos con una sencillez plena en la oración, en la
dirección espiritual y en la Confesión, hablando con claridad y transparencia,
con el deseo de que nos conozcan bien, huyendo de las generalidades, de los
circunloquios y medias verdades, sin ocultar nada. El Señor quiere que
manifestemos con llaneza lo que nos pasa, las alegrías y las preocupaciones,
los motivos de nuestra conducta.
III. La
sencillez y la naturalidad son virtudes extraordinariamente atrayentes: para
comprenderlo, basta mirar a Jesús, a María y a José. Pero hemos de saber que
son virtudes difíciles, a causa de la soberbia, que nos lleva a tener una idea
desmesurada sobre nosotros mismos, y a querer aparentar ante los demás por
encima de lo que somos o tenemos. Nos sentimos humillados tantas veces por
desear ser el centro de la atención y de la estima de quienes nos rodean; por
no reconocer que, en ocasiones, actuamos mal; por no conformarnos con hacer y
desaparecer, sin buscar la recompensa de una palabra de alabanza o de gratitud.
Muchas veces nos complicamos la vida por no aceptar las propias limitaciones,
por tomarnos demasiado en serio. La soberbia puede inducirnos a hablar
demasiado sobre nosotros mismos, a pensar casi exclusivamente en nuestros
problemas personales, o a procurar llamar la atención por caminos a veces
complejos y enrevesados: hasta puede hacernos simular enfermedades
inexistentes, o alegrías y tristezas que no se corresponden con nuestro estado
de ánimo.
La
pedantería, la afectación, la jactancia, la hipocresía y la mentira se oponen a
la sencillez y, por tanto, a la amistad; también dificultan una convivencia
amable. Son un verdadero obstáculo para la vida de familia.
Pero
la sencillez que nos enseña el Señor no es ingenuidad: Mirad, nos
dice, que os envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, habéis de
ser prudentes como serpientes, y sencillos como palomas11.
Los cristianos hemos de ir por el mundo con estas dos virtudes –la sencillez y
la prudencia–, que se perfeccionan mutuamente.
Para
ser sencillos es preciso cuidar la rectitud de intención en nuestras acciones,
que deben estar dirigidas a Dios. Solo así podrán prevalecer sobre nuestros
complejos sentimientos, sobre las impresiones del momento o la confusa vida de
los sentidos. Y junto a la rectitud de intención, la sinceridad clara, escueta
–ruda, si fuese necesario– para exponer nuestras propias flaquezas, sin tratar
de disimularlas o negarlas: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias
patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes.
»Tú
también tienes miserias patentes e innegables. —Ojalá no te falte sencillez»12.
Para
aprender a ser sencillos contemplemos a Jesús, a María y a José en todas las
escenas de la infancia del Señor, en medio de su vida corriente. Pidámosles que
nos hagan como niños delante de Dios, para tratarle personalmente, sin
anonimato, sin miedo.
1 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 499. —
2 Ibídem,
n. 379. —
3 Mt 6,
22. —
4 Cfr. I.
Celaya, voz Sencillez, en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid
1971, vol. 21 pp. 173-174. —
5 Mt 18,
2-3. —
6 1
Sam 16, 7. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 541. —
8 Jn 1,
47. —
9 Mt 7,
15. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 47. —
11 Mt 10,
16. —
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 932.
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