Rubén Herce 22 de agosto de 2020
Dios
nos hace experimentar nuestra oración de la manera que más nos conviene en cada
momento. Santa Isabel es un testimonio de cómo la paciencia y la constancia se
transforman en una plena alegría.
Cuando la vio entrar en su casa, Isabel se dio cuenta
de que María había dejado de ser una niña. Probablemente la había visto nacer y
crecer, tan especial como era ella, ya desde muy pequeña. Después habían vivido
lejos una de la otra. Al reconocerla ahora en el dintel de su casa, se llenó de
alegría. El evangelista nos dice que la recibió «a gran voz»: «¿Quién soy yo
para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). Se trataba de un gozo
profundo, que surgía de una vida cuajada de oración. Tanto ella como Zacarías
eran considerados santos –justos– según la Escritura y la gente los observaba
con cierta admiración (Cfr. Lc 1,6). Sin embargo, solo ellos dos sabían todo lo
que había detrás de tantos años vividos junto a Dios: se trataba de experiencias
que tenían bastante de incomunicable, como nos sucede a todos. El gozo de
Isabel surgía a partir de un pasado lleno de dolor y esperanza, de sinsabores y
reencuentros, en el que todo había ido haciendo cada vez más profunda su
relación con Dios. Solo ella sabía del desconcierto que había creado en ella el
hecho de no poder ser madre, cuando esa bendición era lo más esperado por una
mujer en Israel. Pero el Señor había querido hacerla pasar por aquello para
elevarla a una intimidad mayor con él.
Un ruego que es escuchado
Nuestra relación con Dios, nuestra oración, tiene
también siempre algo único, incomunicable, como la de Isabel; tiene algo del
ave solitaria (Cfr. Sal 102,8) a la que, como decía san Josemaría, Dios puede
elevar como las águilas, hasta ver de hito en hito el sol. Solo él conoce
cuáles son los tiempos y momentos adecuados para cada uno. Dios desea esa intimidad
divinizadora con nosotros mucho más de lo que podemos imaginar. Pero
el hecho de que solo él conozca los tiempos –como conocía el momento oportuno
para que naciese Juan el Bautista– no impide que cada uno de nosotros pueda
anhelar, en cada instante, una intimidad mayor con el Señor. Tampoco impide que
la pidamos constantemente, buscando lo más alto, estirando el cuello entre la
gente para ver a Jesús que pasa, o subiéndonos a un árbol si hace falta, como
Zaqueo. Podemos imaginar que Isabel movió su corazón muchas veces hacia Dios, y
que empujaba a su marido a hacer lo mismo, hasta que este finalmente oyó: «Tu
ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo y le pondrás por
nombre Juan» (Lc 1,14).
Para Isabel, lo que terminaría siendo una oración
confiada en el Señor tuvo que pasar por el horno purificador del tiempo y de
las adversidades. Atardecía en su vida, y Dios seguía oculto en un aspecto
crucial: ¿por qué parecía que él no había escuchado sus plegarias de tantos
años? ¿Por qué no le había dado un hijo? ¿Es que ni siquiera el sacerdocio de
su marido era suficiente? En aquella necesidad expuesta, en la debilidad orante
o en el aparente silencio de Dios, su fe, su esperanza y su caridad se
purificaron; porque no solo perseveró, sino que se dejó transformar cada día,
aceptando, siempre y en todo, la voluntad del Señor. Quizá precisamente la
identificación con la Cruz –a la cual Isabel, de algún modo, se anticipaba– sea
el mejor modo de comprobar la autenticidad de nuestra oración: «No se haga mi
voluntad sino la tuya» (Lc 24,42). Si los justos de la antigua alianza vivieron
en esa aceptación, y después Jesús hizo de esa actitud hacia el Padre el motivo
de su vida entera, también los cristianos estamos llamados a unirnos a Dios de
este modo; siempre es tiempo oportuno para rezar así: «Mi alimento es hacer la
voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34).
Momento de recordar
Tal vez la misma Isabel había mantenido la llama
encendida de la oración del viejo Zacarías, hasta que a su marido finalmente se
le apareció un ángel: a ella, a la que llamaban estéril, el Señor le daría un
hijo porque para Dios no hay nada imposible (Lc 1,36). Así, dejándose
llevar per aspera ad astra –tras una imprescindible tarea de
purificación que él realiza en quien se deja– Isabel llegó al exclamar en
oración lo que, pasados tantos años, nosotros continuamos repitiendo diariamente:
«¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42).
Saber que nuestro camino hacia Dios conlleva una
identificación profunda con la Cruz es esencial para darnos cuenta de cómo lo
que a veces parece estancamiento es en realidad avance. Así, en lugar de vivir
esperando tiempos mejores, o una oración más conforme a nuestros gustos,
aceptaremos con agradecimiento el alimento que Dios nos quiere dar: «Si miramos
a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de
alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más.
Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el
poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos
sacia es solo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es
distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas
que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en
el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero
olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en
esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una
memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre»[1]. Por eso
conviene que nos preguntemos: ¿De dónde quiero comer? ¿Cuál
es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la de la carne, los ajos y las
cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma? ¿Quiero comer
alimento sólido o seguir alimentándome de leche? (Cfr. 1 Co 3,2).
En la vida puede surgir la tentación de mirar atrás y
de desear, como sucedía a los israelitas, los ajos y las cebollas de Egipto. El
maná, un alimento que en su momento percibieron como bendición y signo de
protección (cfr. Nm 21,5), llegó a cansarlos. Como puede ocurrirnos a nosotros,
sobre todo si nos enfriamos, a base de desatender el abecedario elemental de la
oración: buscar el recogimiento, cuidar los detalles de piedad, elegir el mejor
tiempo, ser cariñosos… Es entonces, con más motivo, el momento de recordar, de
hacer memoria, de buscar en la oración y en las lecturas espirituales ese
alimento sólido del que habla san Pablo, un alimento que abre horizontes de
vida.
Como atraídos por la fuerza de un imán
Hacer memoria en la oración es mucho más que un simple
recuerdo: tiene que ver con el concepto de «memorial» propio de la religión de
Israel; es decir, se trata de un acontecimiento salvífico que trae hasta el
momento presente la obra de la redención. La oración memoriosa es
un conversar nuevo sobre lo ya conocido, un recuerdo del pasado que se percibe
otra vez de manera presente. Los episodios centrales de nuestra relación con
Dios los entendemos y los vivimos de manera diferente cada vez. Así le sucedió
quizá a Isabel cuando, desde su maternidad recién adquirida, percibió de modo
nuevo a qué la destinaba Dios.
Con el paso de los años, al compás de nuestra entrega
y de nuestras resistencias, el Señor va mostrándonos las distintas
profundidades de su misterio. Él quiere llevarnos muy alto, como en una espiral
que va ascendiendo lentamente, dando vueltas y más vueltas. Es cierto que
podemos no ascender y permanecer dando círculos en horizontal, o que podemos
también descender estrepitosamente o incluso salirnos por la tangente y
abandonar el trato con nuestro creador… pero él no ceja en su empeño por
llevarlo a cabo: el suyo es un plan de elección y de justificación, de
santificación y de glorificación (cfr. Rm 8,28-30).
Como tantos autores, san Josemaría describe ese
proceso con enorme realismo y belleza. El alma se va «hacia Dios, como el
hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más
eficaz, con un dulce sobresalto»[2]. Cuando
meditamos los misterios de la filiación divina, la identificación con Cristo,
el amor a la Voluntad del Padre, el afán de corredención… e intuimos que todo
aquello es un don del Espíritu Santo, calibramos mejor nuestra deuda con él. Y
entonces crece impetuosamente en nosotros el agradecimiento. Nos despertamos a
sus mociones, que son mucho más frecuentes de lo que pensamos: «Son, pueden muy
bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin
espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir»[3].
Así, con asombro, se nos va desvelando la inmensidad
del amor que hemos recibido de Dios durante toda nuestra vida: día tras día,
año tras año… ¡desde el seno materno! «En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como
víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Sobrecogidos, nos
descubrimos inmersos en un amor fascinante, cuidadoso, desarmante. Así le
sucede a Isabel: «Se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente» (Lc 1,25).
Tras años de oscuridad, toma conciencia de ser amada de manera infinita por
quien es la fuente de todo amor; y esto de una manera que ni se merece, ni es
capaz de valorar del todo, ni alcanza a corresponder: «¿Quién soy yo para que
me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43); ¿cómo es posible que Dios me ame
tanto? Y también, con algo de desconcierto y de dolor: ¿Cómo no me había dado
cuenta antes? ¿En qué estaba pensando?
Toda buena oración prepara el corazón para saber qué
pedir (cfr. Rm 8,26) y para recibir lo que pedimos. Poner un poco de amor a
Dios en cada detalle de piedad, grande o pequeño, facilita el camino. Tratar a
Jesucristo por su nombre, cariñosamente, expresándole nuestro afecto sin pudor,
acerca el momento. Debemos insistir y responder con prontitud a los pequeños
toques del amor. Hacer «memoria de las cosas bellas, grandes, que el Señor ha
hecho en la vida de cada uno de nosotros», pues una oración memoriosa «hace
mucho bien al corazón cristiano»[4]. Por eso san
Josemaría en su predicación solía recomendar: «Que cada uno de nosotros medite
en lo que Dios ha realizado por él»[5].
Tantas veces, Isabel volvería sobre lo que el Señor
había hecho con ella. ¡Cómo se había transformado su vida! ¡Y cuán audaz debió
de volverse! Desde entonces, todos sus comportamientos adquieren una riqueza
singular. Se esconde durante meses por pudor, como hicieron los profetas, para
significar con gestos la acción divina (Cfr. Lc 1,24); también adquiere una
mayor claridad para seguir sus designios: «¡No!, se va a llamar Juan» (Lc
1,60). También es capaz de vislumbrar la obra de Dios en su prima:
«Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se
cumplirá» (Lc 1,45). Isabel se comporta como quien trata a Dios con todo su
corazón.
De igual modo, en nuestra oración debe haber amor y
lucha, alabanza y reparación, adoración y petición, afectos e intelecto. Es
necesario atreverse con todas las letras del abecedario, con todas las notas de
la escala musical, con toda la paleta de colores, porque ya se ha entendido que
no se trata de cumplir, sino de amar con todo el corazón. Los ejercicios de
piedad, las personas, los quehaceres de cada día... son lo mismo que antes,
pero no se viven ya de la misma forma. Aumenta así la libertad de espíritu, la
«capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de
seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno»[6]. Lo que antes
se presentaba como una pesada obligación, se convierte en una ocasión de
encuentro con el Amor. Los vencimientos siguen costando, pero ahora esos
esfuerzos se llevan a cabo con alegría.
Ante
la infinitud del amor descubierto y de la pobre correspondencia humana, el
corazón se deshace en una honda oración de desagravio y de reparación; surge un
dolor que arranca de los propios pecados y que mueve a una contrición personal.
Crece el convencimiento de que «Dios es todo, yo no soy nada. Y por hoy basta»[7]. Así podemos
arrojar de nosotros tantos escudos que nos dificultan el contacto con él. Surge
también el agradecimiento sincero, profundo y explícito al Señor, que se torna
en adoración, al «reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño
de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso»[8]. Por eso
conviene emplear todas las teclas del corazón. Para que la oración sea variada,
enriquecedora, para que no discurra por cauces gastados; tanto si el
sentimiento acompaña como si no, porque lo que gustamos de Dios no es todavía
Dios: él es infinitamente más grande.
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