Humberto García Larralde 30 de agosto de 2020
A
Jorge Díaz Polanco y otros venezolanos de bien, comprometidos con su país, que
no alcanzaron a ver el final de esta pesadilla.
El
país se debate entre dos eventualidades, decisivas para su futuro. No es la
pregonada disyuntiva entre un proyecto socialista y otro capitalista, entre una
alardeada “revolución” o un supuesto desarrollo neoliberal. A pesar de la
repetición, ad nauseam, de consignas y giros retóricos izquierdosos, el
proyecto comunistoide nunca tuvo sentido y jamás será posibilidad en Venezuela.
No sólo por su inviabilidad y porque fracasó rotundamente ahí donde se intentó
imponer –sobre millones de cadáveres—, sino porque no es la intención de
quienes hoy comandan el aparato estatal.
Cuba
y el otro museo del terror, Corea del Norte, con los cuales suele asociarse el
término “socialismo”, son regímenes totalitarios dinásticos, retrógradas,
dedicados a consolidar, a sangre y juego, privilegios para su casta militar
dirigente. Como terminó por reconocer el propio Fidel Castro, no representan
opción para nadie. Pero como el vocablo “socialista” es polisémico, sirve
también para referirse a los estados de bienestar existentes en algunos países
europeos –Dinamarca y otros países escandinavos, el Reino Unido, hoy gobernado
por el Partido Conservador, Alemania, bajo el liderazgo de la socialcristiana,
Angela Merkel–, diametralmente diferentes: economías de mercado robustas,
instituciones sólidas que aseguran derechos individuales, civiles y políticos
para todos, seguridad social omnicomprensiva y los más altos niveles de vida
del globo. Se trata de prósperos países capitalistas, pero con profundo
contenido social. Pero, al provenir de una cultura política que tuvo fuerte
impronta marxista, la socialdemocracia europea ve obnubilada su percepción de
la abominación comunista, que niega toda idea de justicia y de libertad. No
entiende que cierta prédica de izquierda sirve, hoy, para encubrir prácticas
que en nada se diferencian de las peores expresiones fascistas.
Lo
que se juega Venezuela en los próximos meses son sus posibilidades reales de
vida como país o, alternativamente, de segura muerte. Ya ha avanzado demasiado
su desintegración. El 2020 será el séptimo año consecutivo de contracción: para
diciembre, el tamaño de nuestra economía estará en torno a la cuarta parte de
la existente en 2013. No es una mera estadística. Es el cierre y la quiebra
continuada de empresas, la destrucción de empleo, el colapso de la producción
de alimentos y de los servicios públicos, la hiperinflación desatada por un
gasto público financiado con emisión monetaria, la práctica desaparición del
poder de compra de los sueldos y salarios. Es la consecuente desnutrición, la
desesperación y angustia de tantos. Son las muertes evitables –de haberse
podido conseguir los medicamentos y salvaguardado el sistema de salud–, es el secuestro
del futuro para una generación de jóvenes, el robo de una jubilación digna para
quienes trabajaron toda su vida. Son los millones que han tenido que huir,
buscando su sobrevivencia. Y ahora emerge la enorme vulnerabilidad de la
población ante la pandemia mortal que azota el mundo, dada la falta de equipos
e insumos, y el colapso de los hospitales, a pesar del heroico esfuerzo de los
trabajadores de la salud.
Pero
no sólo es el desplome económico. Con el desmantelamiento del marco
institucional que aseguraba nuestros derechos y señalaba nuestros deberes,
desaparecen las bases normativas para la convivencia en sociedad. Se asienta la
anomia, el dictamen arbitrario del más fuerte, del que posee las armas. Las
palancas del Estado están, hoy, en manos de militares corruptos y esbirros
cubanos y, crecientemente, de una variada gama de organizaciones delictivas que
aseguran la permanencia de Maduro en el poder Sin posibilidades de ciudadanía,
sin apego a normas de convivencia civilizadas y con la absoluta ruina de
nuestros medios de subsistencia, Venezuela está dejando de ser. Se considera un
“Estado fallido”.
Esta
consunción no es fruto de guerras ni del azar. Es el resultado inevitable de un
régimen de expoliación articulado en torno al poder, devenido en Estado
Patrimonialista. La narrativa “socialista” ha servido para justificar el
desmantelamiento del Estado de Derecho y el arrinconamiento de los mecanismos
autónomos de mercados en competencia para la asignación eficiente de recursos
productivos. Los sustituye el arbitrio de la fuerza y la lealtad hacia quienes
la comandan, conformando verdaderas mafias que controlan de manera exclusiva y
excluyente al Estado: la “revolución” puesta al servicio de una oligarquía
criminal [1]. Son los verdugos de Venezuela, en primer lugar, la cúpula militar
corrupta y los agentes nazi-cubanos: Maduro, los hermanitos Rodríguez, El
Aissami y cía., quienes se han adueñado del país. En próximas entregas, haremos
referencia a ello.
Insólitamente,
a pesar del desastre urdido por Maduro y la descomposición de su gobierno, el
rechazo masivo de la población y el repudio internacional a su gestión, se
mantiene aferrado al poder. No ha habido límites éticos, morales o políticos
que no haya traspasado con tal de seguir depredando al país. Su perversidad y
capacidad para hacer el mal, al costo que fuese, ha superado toda expectativa
racional. Cuenta, para ello, con más de 60 años de experiencia represiva
cubana. Pone en evidencia, una vez más, que el fascismo concibe a la política
como una guerra conducida por otros medios, ahora contra una mayoría decisiva
de venezolanos. Su última agresión ha sido cerrar definitivamente los
mecanismos constitucionales para que ésta exprese su voluntad, maquinando una
farsa para “elegir” en diciembre el parlamento para el período 2021 – 2026, sin
auditoría alguna de máquinas y del registro electoral, y cambiando los
procedimientos de votación y de asignación de diputados. Para asegurar su
triunfo, el tsj de Maduro confiscó los partidos opositores principales y
trampeó la designación del CNE, además de perseguir dirigentes opositores,
muchos presos o en el exilio. Tales comicios, tan burdamente amañados, han sido
denunciados por los voceros de las democracias occidentales.
No
hay forma que la oligarquía criminal ceda el poder, que no sea por la fuerza.
De ahí la imperiosa necesidad de una respuesta unida, que aglutine la mayor
cantidad de voluntades, para convertir a la farsa electoral de Maduro en una
gran derrota política. Ello contribuirá a minar, aún más, sus bases de
sustento, de manera de forzar las puertas de una transición política que
restituya las condiciones necesarias para recuperar la libertad y el sustento
de los venezolanos.
La
propuesta lanzada por el presidente (e) Juán Guaidó debe ser vista con este
fin. No es tiempo para visiones de parcela, sino para aunar esfuerzos que
logren la salida del usurpador. En este orden, organizaciones de la sociedad
civil proponen realizar una consulta vinculante, conforme al artículo 70 de la
Constitución, sobre el cese de la usurpación. Con tal mandato, la Asamblea
Nacional electa en 2015 designaría, en un lapso no mayor de dos meses, un
gobierno de unidad nacional y el nombramiento o ratificación de los otros
poderes públicos, seguido de la convocatoria a elecciones generales libres y
justas en un plazo perentorio, solicitando el apoyo y certificación de la
comunidad internacional.
El
compromiso de los venezolanos demócratas es evitar que desaparezca nuestro
país. No se trata de regresar al pasado –de esos polvos rentistas, vinieron
estos lodos totalitarios—sino de construir una economía social de mercado,
competitiva, de fuerte protagonismo ciudadano. Dependerá de todos.
Humberto
García Larralde
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