Francisco Fernández-Carvajal 28 de agosto de
2020
@hablarcondios
— La parábola de
los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos
administradores y no dueños.
— Responsabilidad en
hacer rendir los propios talentos.
— Omisiones. Actuación
de los cristianos en la vida social y en la pública.
I. Después de hacer
el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa1 una
parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y
gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice– se marchó de su tierra y, antes de
partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les
sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro
uno, a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad
contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para
medir grandes cantidades de dinero2.
En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un
denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun
el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad
de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido
bienes incontables.
Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el
primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y
ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien,
para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna;
el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos
sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia,
de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más
alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la
misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en
la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto
a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la
Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones
y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores;
un Ángel que nos custodia y protege...
Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a
modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta
al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los
cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos
dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos
dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.
Dos maneras hay de entender la vida: sentirse
administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos
dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en
nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes,
ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su
responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número
de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es
ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.
II. El Señor espera
ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo
recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de
aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del
Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos:
pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por
eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy
bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo
mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la
felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son
siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.
El tercero de los siervos, por contraste, enterró su
talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho.
Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes
materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos
vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente
importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que
realmente se esperaba de él.
Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener
capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a
nosotros (todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener
bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y
desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la
misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la
amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse
llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado
en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en
verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones
perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por
pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo
único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad:
de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es
suficiente, con «no hacer el mal», es necesario «negociar el talento»,
hacer positivamente el bien.
Para el estudiante, hacer rendir los talentos
significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad –sin
engañarse neciamente con la ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio
profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda
llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir
los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se
tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De
manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos
diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está al
frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un
espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera
sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas3.
Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de
nuestro quehacer profesional, cualquiera que este sea. Pidamos luces al Señor
para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia,
que no nos faltará.
III.
Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la
vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia
personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de
amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa
llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación
que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su
vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una
conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente
enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes
que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el
contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso
perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas
obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda
decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de
beber, estaba desnudo y me vestiste4.
Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta
reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la
actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las
asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la
propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los
medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si esta
fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el
respeto a la vida, la educación, la familia...
Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar
para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se
prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada
podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras
manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y
los demás aprecian y tienen en cuenta.
La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las
omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en
la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a
menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la
gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos
perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han
de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una
decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones
de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión
con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia
de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio»5.
Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos
será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.
1 Mt 25,
14-30. —
2 Cfr. 2
Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14. —
3 Cfr. San
Agustín, Miscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. 1, p.
568. —
4 Cfr. Mt 25,
35 ss. —
5 B.
Baur, La Confesión frecuente, pp. 112-113.
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