Carolina Gómez-Ávila 26 de septiembre de 2020
Como
parte del tinglado, hay quienes —apuntando hacia Bielorrusia— arengan a quien
les preste oídos para que vayan a votar, de modo que así puedan luego
protestar. Son los mismos que fueron a votar en la convocatoria de 2018 en la
que les hicieron fraude y no salieron a protestar. Para estos, la protesta es
una promesa electoral en sí misma, una declaración abierta de que, para obtener
un derecho fundamental, primero deben hacer lo que ellos piden.
Honestamente,
en medio de la pandemia no puedo pensar en protestas coreografiadas, tarimas ni
discursos. Sólo me parece genuina —y peligrosa— la caótica protesta que surge
al calor del abuso que vivimos como pueblo en nuestro intento por tener acceso
a los servicios básicos y aquella con la que los más arrojados reaccionan a la
injusticia cruel y a la violación de sus derechos humanos.
En
este paisaje, las concurridas marchas de protesta registradas recientemente en
pueblos golpeados, pero de tradición oficialista, son una novedad. Algunos
opinan que fueron espontáneas, pero no puedo imaginar cómo es que tanta gente
sale junta a marchar de manera improvisada y en orden. Otros dijeron que se
debía al resurgimiento de liderazgos locales y otros más que, por las consignas
que coreaban, las motorizaba la izquierda dura.
No sé
bien qué habrán querido decir con eso de izquierda dura, porque ninguna me
parece más ceñida a esa ideología ni más constante que el resto. No puede
parecérmelo porque pusieron su bandera al servicio del desmadre actual desde el
principio y, si de verdad fueran de línea dura, ya se habrían alzado. Creo que
si no lo hicieron antes era porque contaban con alguna porción de la torta
clientelar que ahora parecen haberles quitado de la boca.
Eso
sí, si ese fuera el caso, no subestimo su capacidad de lograr algún grado de
rebelión como en Guatire en 1989, pero no creo que sean capaces de convertirla
en votos parlamentarios. Creo que el pueblo que diariamente está obligado a
acarrear un poco de agua potable largas distancias y a buscar leña para mal
comer, no va a transar su rabia por legisladores. Quizás, de tener la
oportunidad, intentarían ir a quitar a quien les prometió que sería su
benefactor sin cumplirlo. Cosas del modelo populista, sólo funciona con las
alforjas llenas.
Luego
está la protesta en el último reducto de una muy relativa libertad de
expresión: la Venezuela virtual que, a juzgar por las recién publicadas cifras
del órgano que regula las telecomunicaciones, somos un minúsculo grupo dentro
de Venezuela.
Eso
sí, todos los que tienen el poder, todos los que compiten o aspiran a competir
por el poder, su órbita de asesores, asistentes y aliados, además de un puñado
de asomados, estamos ahí. Toda la diáspora, por supuesto, creyendo erradamente
que así se puede mantener bien informada. Todos los Gobiernos del mundo, eso
está claro. Todas sus agencias de noticias oficiales, o sea, todos los
laboratorios de propaganda del planeta.
Y toda
la prensa internacional que presume de independiente. Esa que hace lectura de
redes sociales y unas pocas llamadas a su grupo de relacionados —con el sesgo
de confirmación subsiguiente— y que está volviendo trizas el prestigio de los
medios más reputados del mundo.
Esta
es la protesta que puede influir en la percepción internacional sobre nuestra
tragedia, así que aquí venimos todos a diario. A ofrecer contrapeso en la
percepción de los que pueden tomar decisiones, especialmente de los pocos de
ellos que pudieran estar actuando de buena fe. A decirle a los que pueden
definir nuestro futuro qué es lo que queremos. No es mejor ni peor que otras.
Esto explica por qué nadie la abandona y también por qué algunos pretenden que
lo hagamos.
Carolina
Gómez-Ávila
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico