Francisco Fernández-Carvajal 23 de septiembre de 2020
@hablarcondios
— Limpiar la mirada para contemplar a Jesús en medio
de nuestros quehaceres normales.
— La Santísima Humanidad del Señor, fuente de amor y
de fortaleza.
— Jesús nos espera en el Sagrario.
I. En el Evangelio
de la Misa, San Lucas nos dice que Herodes deseaba encontrar a Jesús: Et
quaerebat videre eum, buscaba la manera de verle1.
Le llegaban frecuentes noticias del Maestro y quería conocerlo.
Muchas de las personas que aparecen a lo largo del
Evangelio muestran su interés por ver a Jesús. Los Magos se presentan en
Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?2.
Y declaran enseguida su propósito: vimos su estrella en el Oriente y
hemos venido a adorarle: su propósito es bien distinto del de Herodes. Le
encontraron en el regazo de María. En otra ocasión son unos gentiles llegados a
Jerusalén los que se acercan a Felipe para decirle: Queremos ver a
Jesús3. Y en circunstancias bien diversas, la Virgen, acompañada de
unos parientes, bajó desde Nazaret a Cafarnaún porque deseaba verle. Había
tanta gente en la casa que hubieron de avisarle: Tu Madre y tus
hermanos están fueran y quieren verte4.
¿Podremos imaginar el interés y el amor que movieron a María a encontrarse con
su Hijo?
Contemplar a Jesús, conocerle, tratarle es también
nuestro mayor deseo y nuestra mayor esperanza. Nada se puede comparar a este
don. Herodes, teniéndole tan cerca, no supo ver al Señor; incluso tuvo la
oportunidad de poder ser enseñado por el Bautista –el que señalaba con el dedo
al Mesías que había llegado ya– y, en vez de seguir sus enseñanzas, le mandó
matar. Ocurrió con Herodes como con aquellos fariseos a los que el Señor dirige
la profecía de Isaías: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la
vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este
pueblo, han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos...5.
Por el contrario, los Apóstoles tuvieron la inmensa suerte de tener presente al
Mesías, y con Él todo lo que podían desear. Bienaventurados, en cambio,
vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen6,
les dice el Maestro. Los grandes Patriarcas y los mayores Profetas del Antiguo
Testamento nada vieron en comparación a lo que ahora pueden contemplar sus
discípulos. Moisés contempló la zarza ardiente como símbolo de Dios Vivo7.
Jacob, después de su lucha con aquel misterioso personaje, pudo decir: He
visto cara a cara a Dios8;
y lo mismo Gedeón: He visto cara a cara a Yahvé9...,
pero estas visiones eran oscuras y poco precisas en comparación con la claridad
de aquellos que ven a Cristo cara a cara. Pues en verdad os digo que
muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo...10.
La gloria de Esteban –el primero que dio su vida por el Maestro– consistirá
precisamente en eso: en ver los Cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha
del Padre11. Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales.
Hemos de purificar nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será
siempre el principal motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las
tareas de cada día. Le diremos muchas veces, con palabras de los Salmos: Vultum
tuum Domine requiram...12, buscaré,
Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.
II. Quien
busca, halla13.
La Virgen y San José buscaron a Jesús durante tres días, y lo encontraron14.
Zaqueo, que también deseaba verlo, puso los medios y el Maestro se le adelantó
invitándose a su casa15.
Las multitudes que salieron en su busca tuvieron luego la dicha de estar con Él16.
Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes, como
se verá más tarde en la Pasión, solo trataba de ver al Señor por curiosidad,
por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando se lo remitió Pilato, al
ver a Jesús, se alegró mucho, pues deseaba verlo hacía mucho tiempo, porque
había oído muchas cosas acerca de Él y esperaba verle hacer algún milagro. Le
preguntó con muchas palabras, pero Él no le respondió nada17.
Jesús no le dijo nada, porque el Amor nada tiene que decir ante la frivolidad.
Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos
a su Amor infinito.
A Jesús, presente en el Sagrario, ¡y tan cercano a
nuestras vidas!, le vemos cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de
la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros –incluso los lícitos–
llenen nuestro corazón como si fueran definitivos, pues –como enseña San
Agustín– «el amor a las sombras hace a los ojos del alma más débiles e
incapaces para llegar a ver el rostro de Dios. Por eso, el hombre mientras más
gusto da a su debilidad más se introduce en la oscuridad»18.
Vultum tuum, Domine, requiram..., buscaré, Señor, tu
rostro... La contemplación de la
Humanidad Santísima del Señor es inagotable fuente de amor y de fortaleza en
medio de las dificultades de la vida. Muchas veces nos acercaremos a las
escenas del Evangelio; consideraremos despacio que el mismo Jesús de Betania,
de Cafarnaún, el que recibe bien a todos... es el que tenemos, quizá a pocos
metros, en el Sagrario. En otras ocasiones nos servirán las imágenes que lo
representan para tener como un recuerdo vivo de su presencia, como hicieron los
santos. «Entrando un día en el oratorio –escribe Santa Teresa de Jesús–, vi una
imagen que habían traído allí a guardar (...). Era de Cristo muy llagado y tan
devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien
lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido
aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe Él con
grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez
para no ofenderle»19.
Este amor, que de alguna manera necesita nutrirse de los sentidos, es fortaleza
para la vida y un enorme bien para el alma. ¡Qué cosa más natural que buscar en
un retrato, en una imagen, el rostro de quien tanto se ama! La misma Santa
exclamaba: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien
parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato,
como acá aun da contento ver el de quien se quiere bien»20.
III. Iesu,
quem velatum nunc aspicio...21. Jesús,
a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al
mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria, rezamos en el
Himno Adoro te devote.
Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo
glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al
Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más
pequeño. Estando muy metidos en medio del mundo, en las tareas seculares que a
cada uno han correspondido, y amando ese mundo, que es donde debemos
santificarnos, podemos decir, sin embargo, con San Agustín: «la sed que tengo
es de llegar a ver el rostro de Dios; siento sed en la peregrinación, siento
sed en el camino; pero me saciaré a la llegada»22.
Nuestro corazón solo experimentará la plenitud con los bienes de Dios.
Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los
siglos. En la Sagrada Eucaristía está Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su
Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la
Consagración. Su Humanidad Santísima, escondida bajo los accidentes
eucarísticos, se encuentra en lo que tiene de más humilde, de más común con
nosotros –su Cuerpo y su Sangre, aunque en estado glorioso–; y especialmente
asequible: bajo las especies de pan y de vino. De modo particular en el momento
de la Comunión, al hacer la Visita al Santísimo..., hemos de ir con
un deseo grande de verle, de encontrarnos con Él, como Zaqueo, como aquellas
multitudes que tenían puesta en Él toda su esperanza, como acudían los ciegos,
los leprosos... Mejor aún, con el afán y el deseo con que le buscaron María y
José, como hemos contemplado tantas veces en el Quinto misterio de gozo del
Santo Rosario. A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar
costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a
Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de
purificación. Nos puede ocurrir como a los Apóstoles después de la
resurrección, que, aunque estaban seguros de que era Él, no se atrevían a
preguntarle; tan seguros que ninguno de los discípulos se atrevió a
preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era el Señor23.
¡Era algo tan grande encontrar a Jesús vivo, el de siempre, después de verle
morir en la Cruz! ¡Es tan inmenso encontrar a Jesús vivo en el Sagrario, donde
nos espera!
1 Lc 9,
7-9. —
2 Mt 2,
3. —
3 Jn 12,
21. —
4 Lc 8,
20. —
5 Mt 13,
14-15. —
6 Mt 13,
16. —
7 Cfr. Ex 3,
2. —
8 Gen 32,
31. —
9 Jue 6,
22. —
10 Mt 13,
17. —
11 Hech 7,
55. —
12 Sal 26,
8. —
13 Mt 7,
8. —
14 Cfr. Lc 2,
48. —
15 Cfr. Lc 19,
1 ss. —
16 Cfr. Lc 6,
9 ss. —
17 Lc 23,
8-9. —
18 San
Agustín, Del libre albedrío, 1, 16, 43. —
19 Santa
Teresa, Vida, 9, 1. —
20 Ibídem,
6. —
21 Himno Adoro
te devote. —
22 San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 41, 5. —
23 Jn 21,
12.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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