Alberto Barrera Tyszka 21 de septiembre de 2020
@Barreratyszka
En
Venezuela, el chavismo ha sabido moverse con habilidad en el territorio del
lenguaje: solo ahí puede ser democrático, progresista o bolivariano. Pero
después del informe que se presentó ante las Naciones Unidas, no hay manera de
ocultar la realidad: las víctimas piden justicia.
Hay palabras que se llevan más fácilmente que otras.
Quizás son más manejables, tal vez permiten mayores matices. “Dictador”, al
parecer, es una de ellas. Nicolás Maduro ha lidiado con esa palabra durante
todos estos últimos años. Desde 2014, cuando anunció medidas de control y
regulación de los medios de comunicación, y sentenció: “me van a llamar dictador, no me importa”; hasta
enero de este mismo año, cuando tildó de “imbéciles” a quienes lo calificaban
de esa manera, asegurando que “cuando me llaman dictador ofenden a
todo el pueblo de Venezuela”.
Pero, a partir del informe de 443 páginas que la Misión Internacional e
Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela presentó esta
semana ante Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones
Unidas, Maduro deberá comenzar a lidiar con otras palabras, más difíciles y
ásperas, que no permiten demasiadas manipulaciones: criminal, torturador,
asesino.
El chavismo siempre ha sabido moverse hábilmente en el
territorio del lenguaje. Después de veinte años y miles de millones de dólares desaparecidos, los resultados
de sus gobiernos —en todos los ámbitos— son catastróficos. Pero su retórica se
mantiene intacta. Vive en la ficción épica de su propio discurso. Fuera de su
narrativa, el chavismo es un movimiento que tomó el poder y —de manera
ilegítima— lo trasformó para permanecer en él, corrompiéndose y haciéndose cada
vez más violento. Solo en el lenguaje el chavismo puede ser democrático o
progresista, bolivariano o, incluso, revolucionario. Por eso, su principal
enemigo, su más contundente adversario, siempre ha sido la realidad.
Este 15 de septiembre una parte fundamental de esa
realidad tuvo voz, sonó y se hizo visible en el informe. El documento registra
el trabajo de una estructura autónoma, encargada de llevar a cabo el
procedimiento conocido como Fact Finding Mission, activado por la ONU el año pasado
para seguir evaluando el caso venezolano. La Misión investigó 223 casos, 48 de ellos de manera exhaustiva, y examinó
otros 2891, buscando corroborar los patrones de la violaciones de derechos
humanos. Es un reporte duro, lleno de detalles y testimonios que permiten
establecer responsabilidades directas sobre quién conocía y ordenó las
acciones, además de la cadena de mando en su ejecución. Aunque es un informe
técnico, su nivel de precisión sobre los lugares de reclusión, los métodos de
tortura y las distintas experiencias de las víctimas de la violencia, lo
convierten en un material altamente sensible, en un relato cruel y muy
doloroso.
El informe considera que tanto Nicolás Maduro como sus ministros
del Interior y de la Defensa “tenían conocimiento de los crímenes. Dieron
órdenes, coordinaron actividades y suministraron recursos”. Este
señalamiento no tiene precedentes en América Latina y tipifica por
primera vez en la región el delito de lesa humanidad, abriendo una mayor
posibilidad de que las autoridades venezolanas sean juzgadas
internacionalmente.
La respuesta oficial era previsible: el canciller de
Venezuela, Jorge Arreaza, se aferra a su retórica, descalificando a la Misión,
a todas las víctimas y a las organizaciones de derechos humanos que colaboraron
con el proceso. Invoca los tópicos clásicos de su repertorio: el imperialismo y
las conspiraciones internacionales. No es fácil, sin embargo, destruir 443
páginas con un
tuit.
En el informe hay demasiadas heridas. Se registran
masacres, disfrazadas con el método de “simulación de enfrentamiento”,
ejecuciones arbitrarias, fosas comunes llenas de cadáveres… La investigación
confirma, además, un procedimiento según el cual las autoridades superiores
pueden dar “luz verde para matar” en los operativos. También se documentan
numerosos testimonios sobre detenciones y desapariciones temporales forzadas,
donde se aplicaron a las víctimas diversos tipos de tortura, incluyendo palizas
y “descargas eléctricas en los genitales”. En muchos casos, también, los
detenidos y detenidas fueron violados sexualmente. Un exdirector del Servicio
Bolivariano de Inteligencia Nacional asegura que la institución tiene un
“comportamiento cultural” de tortura.
No es posible enfrentar una investigación como esta
con consignas fáciles. Ante tanta sangre, la ideología no existe. La cháchara
bolivariana se arruga, se desvanece. No en balde, como para evitar debates
estériles y dejar en claro la línea de la institución, el propio secretario
general de la ONU, Antonio Guterres, ha salido a exigir al gobierno de
Venezuela que se tome “muy en serio” el informe.
En Latinoamérica pasamos muchos años pensando que las
dictaduras eran un asunto del pasado, una tragedia antigua, protagonizada por
militares despiadados y ciegos, ya pasados de moda. Creímos que habíamos
superado ese horror. Y bajamos la guardia: nuestro sistema de alarmas comenzó a
relajarse y, junto al cambio de los tiempos, a la antipolítica, a las crisis de
representación, a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, dejamos que se
nos colara nuevamente el autoritarismo criminal, una política de masacre
ordenada y ejecutada desde el Estado.
“No había otra solución. Estábamos de acuerdo en que
era el precio que había que pagar para ganar la guerra contra la subversión”.
Es una frase que podría decir algún militar de alto rango en Venezuela. Pero en
realidad la dijo Jorge Rafael Videla, dictador argentino.
Es necesario respetar las palabras. Este nuevo informe
de la ONU tiene 275.901. Cada una de ellas representa una herida, tiene un
rostro, su propia historia y la historia de mucha otra gente, de muchas
organizaciones de derechos humanos que llevan años denunciando y documentando
la salvaje violencia institucional que existe en Venezuela.
Quizás ahora a Nicolás Maduro sí le importe que lo
llamen dictador. Tal vez comience a preocuparse por las consecuencias que
conlleva ese término. Tal vez ahora su gobierno entienda que, detrás de esa
pequeña palabra, también están las víctimas, hablando, buscando, pidiendo
justicia contra sus crímenes de lesa humanidad.
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