Gregorio Guitián 26 de septiembre de 2020
La
naturaleza tiene una finalidad y un orden interno propios –con sus leyes,
ritmos y ciclos–. Este orden interno, la Moral, es como una «gramática» que
debemos aprender y respetar si queremos relacionarnos adecuadamente con la
naturaleza.
La llamada «conciencia ecológica» es mayor cada día.
Nos hemos dado cuenta progresivamente de que el medio ambiente no lo aguanta
todo y es fácil comprobar los efectos negativos del maltrato del entorno
natural. Hoy nadie pone en tela de juicio la necesidad de cuidar mejor nuestra
casa común. Por eso, cuando alguien daña el medio ambiente para conseguir sus
propios intereses, aquello es percibido como un acto de egoísmo, una injusticia,
y en definitiva, un mal moral. No debemos servirnos de la naturaleza de
cualquier manera porque, entre otras cosas, comprometeríamos su futuro.
Gracias a la experiencia y al estudio profundo del
medio natural, reconocemos que la naturaleza tiene una finalidad y un orden
interno propios –con sus leyes, sus ritmos y ciclos–. Ese orden interno viene a
ser como una «gramática» que debemos aprender y respetar si queremos
relacionarnos adecuadamente con la naturaleza. En palabras de Benedicto XVI,
«el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra
admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y
criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario»[1]. Comprendemos así que la propia libertad
no es absoluta y está medida por el respeto de ese orden inscrito en la
naturaleza. Además, se trata de un don recibido, pues sabemos que nosotros no
hemos creado ni el mundo ni el orden interno que posee. Es un regalo que
debemos cuidar de forma inteligente.
Una «gramática» para el ser humano
En este contexto, tiene sentido que nos detengamos a
pensar en una realidad: los seres humanos no somos un elemento artificial de
este mundo; no nos hemos creado a nosotros mismos ni nos hemos situado en este
entorno particular –el mundo– por una decisión de nuestra libertad. Somos parte
de la creación. Y si es así, ¿no es coherente que el ser humano también posea un
orden y finalidad internas, como una «gramática» intrínseca que lo orienta a un
objetivo que ha de alcanzar de manera inteligente y libre?
Entendemos que existe un modo adecuado de cuidar la
salud corporal para proteger la vida humana. No todo lo que a uno le parece
bueno necesariamente hace bien a su salud; no todas las setas son digestivas.
Pero en el ser humano hay más que cuidado de la salud. En nuestro corazón
encontramos un deseo irresistible de felicidad. Gracias a la fe, los cristianos
sabemos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, que «es amor» (1 Jn 4,8),
y por eso, tenemos claro que la felicidad guarda relación con el amor
verdadero, y en definitiva, con Dios. En realidad, es algo que no resulta ajeno
a nadie porque la experiencia nos muestra que todos encontramos dentro el deseo
de amor recibido y dado. Dicho en términos muy gráficos, «nuestro corazón
siempre apunta en alguna dirección: es como una brújula en busca de
orientación. Podemos incluso compararlo con un imán: necesita adherirse a algo»[2].
Muchas propuestas, muchos caminos
¿En qué consiste la felicidad? ¿En las riquezas, en el
placer, en la diversión, en el éxito profesional, en el amor? ¿Y cuál es el
buen camino para llegar a ella? Hoy muchos afirman con rotundidad que no existe
una verdad acerca de la bondad o maldad del obrar en vistas a la excelencia
humana. Lo que existe son las verdades de cada individuo, «que consisten en la
autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas sólo para uno
mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir
al bien común»[3]. De ese modo la «gramática» del amor y la
felicidad humanas, es decir, una verdad más grande acerca del obrar moral que
orienta la vida personal y social en su conjunto hacia una vida lograda, no
existiría y «es vista con sospecha»[4].
Sin embargo, comprobamos que, aunque todo el mundo
busca la felicidad, hay mucha infelicidad en este mundo. Eso es percibido por
todos como un mal, es decir, como la privación del bien adecuado al ser humano.
No todo aquello que el hombre ama y estima ser la clave de la felicidad lo es
en realidad, ni todos los caminos que parecen llevar a la felicidad terminan en
ella: las apariencias y los espejismos abundan. Por ejemplo, es frecuente
cifrar la felicidad en los placeres, en el bienestar físico o en la posesión y
disfrute de las riquezas, y orientar la conducta en consecuencia. Sin embargo,
numerosas personas de todos los tiempos que han perseguido –y logrado– una vida
de placer, bienestar y riquezas afirman desde lo más íntimo de sus corazones
que son infelices. ¿No era esa su verdad acerca de lo bueno para ellos? ¿Y las
obras con las que perseguían la felicidad no eran buenas moralmente, puesto que
aquella era su verdad?
Si la moralidad fuera algo subjetivo, que cambia en
función de las personas, épocas y sociedades, no habría inconveniente en volver
a permitir, por ejemplo, la esclavitud según en qué lugares y circunstancias.
Sólo pensarlo produce repulsión, y es que la inmoralidad de la esclavitud es
una verdad moral incuestionable para la humanidad; una verdad alcanzada tras
vencer fuertes resistencias de una razón oscurecida por poderosos intereses
personales y colectivos.
Desde otra perspectiva, la experiencia de toda persona
que sufre en carne propia los estragos del mal moral puede servir para captar
que existe un orden moral no subjetivo. ¿Cómo explicar racionalmente a quien ha
perdido el empleo y el sustento suyo y de su familia por una calumnia, que en
realidad calumniar no es objetivamente malo? ¿Cómo convencerle de que es malo
para él o ella, pero que puede haber sido moralmente bueno para quien realizó
la calumnia porque ahora es más feliz, o porque le ha venido bien a terceras
personas?
Una intuición se eleva de lo más profundo: es inhumano
que no haya una verdad objetiva acerca del bien o el mal en relación con el ser
humano y el anhelo de su corazón. «Llega siempre un momento en el que el alma
no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las
mentiras de los falsos profetas»[5]. Lo que aparta al ser humano del camino
hacia la auténtica felicidad le hace daño, y es por eso un mal moral. En
cambio, lo que le lleva por esa senda es un bien. Cada persona tiene ante sí la
tarea de aprender a distinguir la verdad acerca del bien y del mal en relación
con el amor y la felicidad, y obrar en consecuencia: es el reto de descubrir el
orden moral o, con otras palabras, la «gramática» del amor y de la felicidad.
¿Quién conoce el orden moral que conduce a la
felicidad humana?
Cada uno ha de encontrar y recorrer el camino de la
felicidad con libertad, a través de su propia conciencia. Sin embargo, sería
frustrante que tuviéramos que comenzar desde cero en la búsqueda del camino
hacia la felicidad. Gracias a Dios, la ley natural está «presente en el corazón
de todo hombre y establecida por la razón»[6] y es algo a lo que todos tenemos
acceso directo porque forma parte de nuestra naturaleza. Además, ninguno es una
isla, y la reflexión sobre lo que hace que una vida humana sea lograda y
excelente –sobre cómo conseguir la felicidad– es muy antigua. Cada persona
cuenta con las fuerzas de la razón y del corazón para esa búsqueda, pero siendo
realistas, también somos conscientes de que, con no poca frecuencia, la inteligencia
se nubla y la voluntad se tuerce víctima de los propios intereses y pasiones
que deforman la verdad. No es fácil dar con el auténtico orden moral que lleva
a la plenitud humana. Se percibe un clamor de voces con propuestas muy
dispares, voces con un atractivo innegable pero que no siempre transmiten la
verdad. ¿Cómo orientarnos?
Si alguien quiere distinguir un buen vino de uno peor,
podrá orientarse con lo que dicen los catadores expertos, quienes fruto de su
experiencia y de su estudio han logrado una llamativa connaturalidad para
detectar las cualidades de un vino. En el orden moral sucede algo análogo. Como
decía santo Tomás de Aquino, «aquel que se comporta rectamente en todo posee un
recto juicio acerca de los casos singulares. Mientras que el que sufre de falta
de rectitud viene a menos también en el juicio: pues quien está despierto juzga
rectamente tanto que él está despierto como que otro duerme; mientras que quien
duerme no tiene juicio recto ni sobre él mismo ni sobre los demás. Por tanto,
las cosas no son como aparecen al que duerme, sino como aparecen a quien está
despierto»[7].
El gran tesoro que los cristianos poseen para
ofrecerlo a la humanidad entera es que, gracias a la fe, han recibido una
brújula y un mapa inigualables acerca del orden moral que permite acertar con
el camino del amor y la felicidad. Se trata de un orden creado por aquel que
tiene el «copyright» del amor y la felicidad: Dios mismo, autor del ser humano
y del mundo. En Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios «manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación»[8]. La vida de Jesús –el Evangelio– conecta
con las intuiciones y experiencias del corazón humano. No contiene solo una
orientación preciosa sobre el amor y la felicidad verdaderas, sino que es sobre
todo el ejemplo y la sabiduría de Jesús, que ha enseñado y recorrido el camino
de la felicidad y acompaña por él a toda persona llamada a la vida: «os he dado
ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros
(…). Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,15.17).
Las verdades sobre el orden moral, cuya revelación fue
plenamente realizada en y por Cristo, han sido recibidas y custodiadas a lo
largo de los siglos a través del magisterio del Papa y de los demás sucesores
de los apóstoles –los obispos–. Su misión ha consistido en guardar el depósito
de la fe y la moral recibidas de Jesucristo, y transmitirlo incólume de
generación en generación. Así, la Iglesia ofrece al mundo una «gramática» del
comportamiento humano, y lo hace a pesar de las fuertes presiones que recibe en
cada tiempo para cambiar esas enseñanzas. Eso es algo que podemos ver con toda
claridad en nuestros días, por ejemplo en lo que toca al matrimonio, al amor y
la sexualidad.
Además de las enseñanzas del Magisterio, la Iglesia
ofrece ante todo el testimonio inigualable de la vida de miles y miles de
hombres y mujeres que, a lo largo de la historia, se han esforzado por vivir
conforme a ese orden moral. Son personas que han alcanzado una excelencia
humana de vida –un amor y una felicidad tales– que causa admiración al mundo y
es imposible de negar. Sin olvidar la miseria que resulta de la incoherencia
con la vida de Cristo de muchos cristianos, la Iglesia es una «fábrica» muy
probada de personas santas, como santa Teresa de Calcuta, san Maximiliano
Kolbe, o la recién beatificada Guadalupe Ortiz de Landázuri, cuyas vidas demuestran
la solidez y profunda humanidad del orden moral vivido y enseñado por
Jesucristo. Quien tenga inquietud por la cuestión ética no debería despreciar
el hecho de que el orden moral que propone el cristianismo es el más probado –y
durante más tiempo– en numerosas culturas del mundo, dando muestras de su
capacidad de conexión con el corazón humano en entornos culturales
extraordinariamente diferentes entre sí.
Por último, cuando la Iglesia se pronuncia sobre
cuestiones relativas a la convivencia humana –por ejemplo, sobre algunas leyes–
lo hace sólo si están en juego la dignidad del ser humano, la justicia u otros
bienes morales importantes. La Iglesia no pretende en absoluto usurpar la justa
autonomía de las realidades temporales ni imponer lo que ella piensa a quienes
no comparten su fe. Participa en el diálogo social ofreciendo su experiencia
ética porque la historia de la humanidad demuestra que la razón humana «ha de
purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la
preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que
nunca se puede descartar totalmente»[9]. En definitiva, lo que la Iglesia desea
es «servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que
crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo
tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto
estuviera en contraste con situaciones de intereses personales»[10].
* * *
Hoy es fácil percibir la llamada a cuidarnos a
nosotros mismos y al mundo que nos rodea. En realidad, esa llamada está relacionada
con la vocación al amor y a la felicidad que es propia del ser humano.
Cualquier persona que quiera tomarse con seriedad ese anhelo podrá encontrar en
el Evangelio de Jesucristo, que resuena en su Iglesia, una clara orientación,
una «gramática» adecuada para entablar un diálogo con el corazón humano y con
el mundo que nos rodea, en la búsqueda de la auténtica felicidad.
[1] Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate,
29-VI-2009, n. 48.
[2] Francisco, Homilía en el Miércoles de
ceniza, 6-III-2019.
[3] Francisco, Enc. Lumen fidei,
29-VI-2013, n. 25.
[4] Ibid.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n.
260.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1956.
[7] Santo Tomás de Aquino, In I Cor, c. 2,
lect. 3, n. 118.
[8] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et
spes, 7-XII-1965, n. 22.
[9] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est,
25-XII-2005, n. 28.
[10] Ibid.
Tomado de: https://www.opusdei.org/es-es/document/luz-de-la-fe-bien-mal-moral/
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