Francisco Fernández-Carvajal 26 de septiembre de 2020
@hablarcondios
— Parábola de los dos
hijos enviados a la viña. La obediencia nace del amor.
— El ejemplo de Cristo.
Obediencia y libertad.
— Deseos de imitar a
Jesús.
I. ¿Qué os
parece? comenzó Jesús dirigiéndose a los que le rodeaban. Un
hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: Hijo, ve hoy a
trabajar a mi viña. Pero él le contestó: No quiero. Sin embargo se arrepintió
después y fue. Lo mismo dijo al segundo. Y este respondió: Voy,
señor; pero no fue. Preguntó Jesús cuál de los dos hizo la voluntad del padre.
Y todos contestaron: el primero, el que de hecho fue a trabajar a la viña. Y
Jesús prosiguió: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices
os van a preceder en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el
camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las
meretrices le creyeron1.
El Bautista había señalado el camino de la salvación,
y los escribas y fariseos, que se ufanaban de ser fieles cumplidores de la
voluntad divina, no le hicieron caso. Estaban representados por el hijo que
dice «voy», pero de hecho no va. En teoría eran los cumplidores de la Ley, pero
a la hora de la verdad, cuando llega a sus oídos la voluntad de Dios por boca
de Juan, no la cumplen, no supieron ser dóciles al querer divino. En cambio,
muchos publicanos y pecadores atendieron su llamada a la penitencia y se
arrepintieron: están representados en la parábola por el hijo que al principio
dijo «no voy», pero en realidad fue a trabajar a la viña. Obedeció, agradó a su
padre con las obras.
El mismo Señor nos dio ejemplo de cómo hemos de llevar
a cabo ese querer divino, que se nos manifiesta de formas tan diversas, «pues
en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los
Cielos, nos reveló su misterio y efectuó la redención con la obediencia»2.
San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa3,
nos pone de manifiesto el amor de Jesucristo a esta virtud: siendo Dios, se
humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
En aquellos tiempos la muerte de cruz era la más infamante, pues estaba
reservada a los peores criminales. De ahí que la expresión máxima de su amor a
los planes salvíficos del Padre consistió en obedecer hasta la muerte y muerte
de cruz.
Cristo obedece por amor; ese es el sentido de la
obediencia cristiana: la que se debe a Dios, la que debemos prestar a la
Iglesia, a los padres, a los superiores, la que de un modo u otro rige la vida
profesional y social. Dios no quiere servidores de mala gana, sino hijos que
quieran cumplir su voluntad con alegría, que obedezcan. Cuenta Santa Teresa
que, estando un día considerando la gran penitencia que llevaba a cabo una
buena mujer conocida suya, le entró una santa envidia pensando que ella también
la podría hacer, si no fuera por el mandato expreso que había recibido de su
confesor. De tal manera quería emular a aquella mujer penitente que pensó si
sería mejor no obedecer en este consejo al confesor. Entonces, le dijo Jesús:
«Eso no, hija; buen camino llevas y seguro. ¿Ves toda la penitencia que hace?;
en más tengo tu obediencia»4.
II. La obediencia de
Jesús –como nos enseña San Pablo– no consistió simplemente en dejarse someter a
la voluntad del Padre, sino que fue Él mismo quien se hizo obediente: su
obediencia activa asumió como propios los designios del Padre y los medios para
alcanzar la salvación del género humano.
Una de las señales más claras de andar en el buen
camino, el de la humildad, es el deseo de obedecer5,
«mientras que la soberbia nos inclina a hacer la propia voluntad y a buscar lo
que nos ensalza, y a no querer dejarnos dirigir por los demás, sino dirigirlos
a ellos. La obediencia es lo contrario de la soberbia. Mas el Unigénito del
Padre, venido del Cielo para salvarnos y sanarnos de la soberbia, se hizo
obediente hasta la muerte en la cruz»6.
Él nos ha enseñado por dónde hemos de dirigir nuestros pasos: lámpara
es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero, recitan hoy los sacerdotes
en la Liturgia de las Horas7.
La obediencia nace de la libertad y conduce a una
mayor libertad. Cuando el hombre entrega su voluntad en la obediencia conserva
la libertad en la determinación radical y firme de escoger lo bueno y lo
verdadero. Quien elige una autopista para llegar antes y con más seguridad a su
destino, no se siente coaccionado por los límites y las indicaciones que
encuentra; la cuerda que liga al alpinista con sus compañeros de escalada no es
atadura que le perturbe –aunque le tenga firmemente sujeto–, sino vínculo que
le da seguridad y le evita caer al abismo; los ligamentos que unen las diversas
partes del cuerpo no son ataduras que impiden los movimientos, sino garantía de
que estos se realicen con soltura y firmeza. El amor es lo que hace que la
obediencia sea plenamente libre. ¿Cómo pensar que Cristo –que tanto amó y nos
inculcó esta virtud– no lo fuera? «Para quien quiere seguir a Cristo, la ley no
es pesada. Solo se convierte en una carga si no se acierta a ver en ella la
llamada de Jesús o no se tienen ganas de seguir esa llamada. Por lo tanto, si
la ley resulta a veces pesada, puede ser que haya que mejorar no tanto la ley como
nuestro empeño por seguir a Cristo.
»Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). Por esto es por lo que
quiero obedecerte a Ti y obedecer a tu Iglesia, Señor; no principalmente porque
yo vea la racionalidad de lo que se manda (aunque esa racionalidad es tantas
veces evidente), sino –principalmente– porque quiero amarte, y demostrarte mi
amor. Y también porque estoy convencido de que tus mandamientos proceden del
amor y me hacen libre. Corro por los caminos de tus mandamientos, pues
Tú dilatas mi corazón... Andaré por camino espacioso, porque busco tus
preceptos (Sal 119, 32-45)»8.
III. Mejor
es la obediencia que las víctimas9,
leemos en la Sagrada Escritura. «Y con razón –comenta San Gregorio Magno– se
antepone la obediencia a las víctimas, porque mediante las víctimas se inmola
la carne ajena, y en cambio por la obediencia se inmola la propia voluntad»10,
lo más difícil de entregar, porque es lo más íntimo y propio que poseemos. Por
eso es tan grata al Señor, y de ahí el empeño de Jesús, a quien los vientos
y el mar le obedecen11,
por enseñarnos con su palabra y con su vida que el camino del bien, de la paz
del alma y de todo progreso interior pasa por el ejercicio de esta virtud. Ya
en el Antiguo Testamento estaba escrito: Vir obediens loquetur
victoriam12, el que obedece alcanza la victoria, «el que obedece, vence»,
obtiene la gracia y la luz necesaria, pues recibe el Espíritu Santo,
que Dios otorga a los que obedecen13.
«¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes!»14,
exclamaba Santa Teresa. Por ser tantos los bienes que se derivan del ejercicio
de esta virtud y el camino que lleva más derechamente a la santidad, el demonio
tratará de interponer muchas falsas razones y excusas para no obedecer15.
Con todo, la necesidad de obedecer no proviene solo de
los bienes tan grandes que reporta al alma, ni de una eficacia organizativa...,
sino de su íntima unión con la Redención: es parte esencial del misterio de la
Cruz16. Por tanto, el que pretendiera poner límites a la obediencia
querida por Dios, limitaría a la vez su unión con Cristo y difícilmente podría
identificarse con Él, fin de toda la vida cristiana, porque habéis de
tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el
suyo, el cual, teniendo la naturaleza de Dios..., no obstante se anonadó a Sí
mismo tomando forma de siervo17.
El deseo de imitar a Cristo nos ha de llevar a
preguntarnos frecuentemente: ¿hago en este momento lo que Dios quiere, o me
dejo llevar por el capricho, la vanidad, el estado de ánimo? ¿Sé oír la voz del
Señor en los consejos de la dirección espiritual? ¿Es mi obediencia
sobrenatural, interna, pronta, alegre, humilde y discreta?18.
Pidamos a Nuestra Señora un gran deseo de
identificarnos con Cristo mediante la obediencia, aunque alguna vez nos cueste.
«Obedece sin tantas cavilaciones inútiles... Mostrar tristeza o desgana ante el
mandato es falta muy considerable. Pero sentirla nada más, no solo no es culpa,
sino que puede ser la ocasión de un vencimiento grande, de coronar un acto de
virtud heroico.
»No me lo invento yo. ¿Te acuerdas? Narra el Evangelio
que un padre de familia hizo el mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se
goza en el que, a pesar de haber puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, porque
la disciplina es fruto del Amor»19.
1 Mt 21, 28-32. —
2 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 3.
—
3 Flp 2,
1-11. —
4 Santa
Teresa, Cuentas de conciencia, 20. —
5 Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Filipenses, 2, 8.
—
6 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
7 Liturgia
de las Horas, I Vísperas. Sal 119, 105. —
8 C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 75. —
9 1
Sam 15, 22. —
10 San
Gregorio Magno, Moralia, 14. —
11 Mt 8,
27. —
12 Prov 21,
28. —
13 Hech 5,
32. —
14 Santa
Teresa, Vida, 18, 7. —
15 Ídem, Fundaciones,
5, 10. —
16 Cfr. Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Romanos, V, 8, 5.
—
17 Flp 2,
5-7. —
18 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, qq. 104 y 105; q. 108, aa. 5 y
8. —
19 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 378.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico