Humberto García Larralde 28 de septiembre de 2020
La destrucción de Venezuela salta a la vista. De
estar, junto a Argentina y Chile, entre los países de mayor ingreso por
habitante de América Latina en 2012 –estimación basada en la Paridad en el
Poder Adquisitivo (PPA) de sus respectivas monedas–, la Encuesta de
Condiciones de Vida (ENCOVI), levantada por la UCAB, la ubica, hoy, en
el “sótano” de la región, apenas por encima de Haití, pero con una tasa de
pobreza –como porcentaje de la población– más alta. Esto se explica porque ese
ingreso medio se distribuye de manera más injusta que en los demás países,
salvo Brasil. Debe sumarse a ello la falta de agua, luz, gasolina y de
seguridad, para comprender el horror en que viven los venezolanos. La economía
está en el suelo. La del subsuelo –petrolera– no podía estar peor. Extrae,
actualmente, la séptima parte de lo que extraía en 2012. Para finales de año,
la deuda pública externa será casi veinte (20) veces el monto de las exportaciones
totales; esta relación era de 115%, en 2012.
Lo anterior no resulta de las sanciones
internacionales impuestas al país. Las restricciones financieras datan de
agosto, 2017, cuando el país se encontraba en su cuarto año seguido de
contracción y entraba ya en hiperinflación. Es obra de una nueva oligarquía que
se apoderó de Venezuela para expoliarla: una coalición de intereses que se
regodea en todo tipo de irregularidades mil millonarias, a sabiendas que, con
ello, terminan matando a su huésped. Los integrantes de esa oligarquía son los
verdugos del país.
En entregas anteriores, hemos reseñado someramente los
integrantes principales de esta oligarquía: una cúpula militar corrupta, sus
patrocinadores y cómplices civiles al mando del Estado, y un tribunal supremo
abyecto que se prostituye, tantas veces sea necesario, para avalar, con sus
sentencias, la violación del ordenamiento constitucional por parte de los
anteriores y aplicar un sicariato judicial contra todo aquel que se oponga. El
presente escrito abordará una de las excrecencias más notorias de este régimen
funesto: la proliferación de bandas paramilitares, de naturaleza criminal, que
han combinado actividades delictivas con la asunción de labores represivas y de
intimidación a la población. En este quehacer confluyen organizaciones muy
diversas, con orígenes y propósitos iniciales bastante disímiles. No obstante,
han ido solapándose en sus actividades y ello permite agruparlas, hoy, en una
misma categoría. Estamos hablando de bandas criminales, propiamente dichas
–megabandas, las que operan desde las cárceles bajo la orden de los pranes,
aquellas adueñadas de distintos barrios, los “sindicatos” mineros– y otras como
las FAES, las brigadas de la DGCIM y del Sebin, el ELN, las FARC cimarronas y
muchos colectivos autocalificados de “revolucionarios”[1].
La confluencia de estas organizaciones en torno al
crimen y su apoyo al régimen se ilustra con el ejemplo del “pranato”. Además de
dirigir secuestros, ajustes de cuenta, asaltos, tráfico de drogas, robo de
vehículos y otras lindezas desde las cárceles, se ofrecen para colaborar con
las acciones represivas de Maduro. Se recordará el caso del Puente Santander,
frontera con Cúcuta, Colombia, a donde fue llevado por la ministra, Iris
Varela, un contingente de presos con franelas amarillas, con la misión de
amedrentar a los voluntarios que intentaban ingresar ayuda humanitaria a
Venezuela. Es notorio, asimismo, que las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES),
comando de la policía Nacional Bolivariana, suele completar sus razias asesinas
contra jóvenes, presuntamente delincuentes, en los barrios humildes, llevándose
también enseres diversos y comida de las viviendas de sus familiares. El ELN,
en coordinación, o a veces en conflicto abierto, con los llamados “sindicatos”
mineros, asume, junto a algunos cuerpos militares, funciones de Estado,
encargado de imponer “orden” en los territorios sin ley en que se han
convertido los saqueos de oro, coltán y de otras riquezas minerales de Guayana.
Y así, sucesivamente. Los cuerpos represivos complementan cada vez más su día a
día con la extorsión de comerciantes y moradores, y la confiscación y robo de
sus bienes. En alcabalas, puertos aeropuertos y fronteras, ello se ha
convertido prácticamente en norma, sobre todo en manos de la Guardia Nacional.
Expresión particular de esta simbiosis entre
delincuencia y orden “revolucionario” son algunos colectivos que se han
enseñoreado en zonas populares, como el 23 de Enero, ejerciendo funciones de
gobierno de facto, resguardándolas de bandas extrañas y cobrando la protección
respectiva. La impunidad de que gozan en estos quehaceres les abre las puertas,
también, a otras menudencias non-sanctas. Notorios son los videos que muestran
supuestos colectivos disparándole a manifestantes anti-gobierno, bajo la mirada
indolente y cómplice de la Guardia Nacional. Tales colectivos suelen incluir a
funcionarios policiales y otros agentes represivos, quienes, junto a algunos
milicianos, comparten con delincuentes. Una versión menos “ideológica” de esta
relación es la planteada en las llamadas “Zonas de Paz”, territorios
entregados, de hecho, a bandas criminales, bajo el acuerdo de que ahí no
entraría la policía. Pero su versión más grotesca es la representada por los
pranes, a quienes, en la práctica, se les ha entregado la gestión de las
principales prisiones, dentro de las cuales, protegidos de sus rivales desde
ámbitos de insospechada comodidad, dirigen acciones delictivas y cobran
importantes sumas.
Desde luego, estas organizaciones se enfrentan mucho
entre sí. Las FAES se tirotean con pandillas en los barrios, las megabandas con
el CICPC y entre ellas, e, incluso, cuerpos represivos se han disparado
mutuamente. Tales enfrentamientos son propios del submundo criminal, donde
resentidos, dotados de poder de fuego, y ávidos de poder y de riquezas,
compiten por imponerse. No se trata de ningún conglomerado consustanciado con
propósitos, valores e intereses comunes. Agrupar a organizaciones tan diversas
bajo la denominación de “bandas paramilitares” en este análisis busca
argumentar que son expresión de una misma descomposición social y política, no
obstante los conflictos entre ellas.
Estas
organizaciones han proliferado gracias al ambiente de impunidad que trajo el
desmantelamiento del Estado de Derecho. Un poder judicial a la orden del saqueo
nacional y policías penetradas por la corrupción, han forjado espacios
auspiciosos para sus actividades. Son una excrecencia del régimen de
expoliación implantado, con el cual se identifican y suelen expresar lealtad.
Muchas son socias o extensiones, a nivel de base, de procesos de despojo y de
robo orquestadas desde altas posiciones de poder; estribaciones de montañas de
corrupción y saqueo erguidas sobre el país. Algunas se cobijan en la retórica
revolucionaria, incluido aquel apotegma según el cual los delincuentes son, en
realidad, víctimas de la explotación capitalista. Otras se valen de supuestas
posturas antiimperialistas para estrechar contactos con organizaciones
similares a nivel internacional, conformando redes criminales que se extienden
a otros países.
Las espantosas tasas de homicidios y de otros crímenes
en Venezuela, las más altas a nivel mundial, son fiel expresión de la anomia
resultante de esta “revolución” bolivariana. Se alterna la represión de algunos
criminales con la tolerancia o, más allá, la convivencia activa con
determinadas bandas, en particular si, con su complicidad, se tiene acceso a jugosas
oportunidades de saqueo o expropiación.
Pero el verdadero rostro criminal del régimen deriva
de su trato desalmado a su propia población. Ello acaba de cobrar gran
visibilidad al hacerse públicos los hallazgos de la Misión
Independiente de Verificación de Hechos del Consejo de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas, que dan testimonio de las torturas, ejecuciones
extrajudiciales, maltratos dantescos a prisioneros políticos y abusos de todo
tipo con que el régimen pretende mantenerse en el poder, calificados, en el
informe, como delitos de lesa humanidad. Se señala, ahí, que Maduro, Padrino
López y Reverol no pueden sustraerse de su responsabilidad en estos crímenes.
Son los que comandan, en última instancia, el terrorismo de Estado.
En fin, expresiones del Hombre Nuevo del
Socialismo del Siglo XXI.
Humberto García Larralde
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