Por Ángel Oropeza
La semana pasada fue
hecho público el Informe de la Misión internacional independiente de las
Naciones Unidas, encargada de investigar las ejecuciones extrajudiciales, las
desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias, y las torturas y otros
tratos crueles, inhumanos o degradantes cometidos desde 2014 en Venezuela.
En un informe que debe
ser de obligatoria lectura para quien quiera entender–más allá de sus creencias
o posturas ideológicas- la actualidad de la situación de los Derechos Humanos
en nuestro país, la ONU identifica en Venezuela “patrones de violaciones y
crímenes altamente coordinados de conformidad con las políticas del Estado” y
agrega que “parte de un curso de conducta tanto generalizado como
sistemático, constituyendo así crímenes de lesa humanidad”. Además, el
Informe determinó que “tanto el presidente Nicolás Maduro como los ministros de
Interior y de Defensa estaban al tanto y dieron órdenes, coordinaron
actividades y suministraron recursos en apoyo de los planes y políticas en
virtud de los cuales se cometieron los crímenes”. Para la Misión independiente
de la ONU, el patrón de torturas y crímenes por motivos políticos, “lejos de
ser actos aislados, se coordinaron y cometieron de conformidad con las
políticas del Estado, con el conocimiento o el apoyo directo de los
comandantes y los altos funcionarios del gobierno”. En otras palabras, forman
parte de una política sistemática del Estado venezolano.
En la actualidad, los
sistemas políticos se definen y clasifican no sólo por su origen sino
fundamentalmente por una dimensión clave para diferenciar democracias de
regímenes tiránicos que se denomina “legitimidad de desempeño”.
De acuerdo con la Carta
Interamericana Democrática, legitimidad de desempeño se refiere al cumplimiento
por parte de los gobiernos de los elementos esenciales contenidos en los
artículos 3 y 4 de dicha Carta, que reza: “son elementos esenciales de la
democracia, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades
fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de
derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en
el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el
régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e
independencia de los poderes públicos”.
De esta manera, el
mundo moderno reconoce y establece taxativamente el respeto estricto a los
derechos humanos de las personas como el primer criterio para evaluar como
legítimo o no cualquier gobierno o práctica política. No son las
etiquetas prefabricadas que cualquier régimen se adjudique a sí mismo, y mucho
menos su ubicación en un continuo de ubicación ideológica. No. El criterio
definitorio principal para ser considerado legítimo es el tratamiento concreto
a personas concretas. Lo humano es el criterio.
La Constitución
venezolana se inscribe en esta visión moderna, y es por ello que establece
desde su Preámbulo no sólo el respeto y defensa del derecho a la vida como
objetivo superior, sino que además desarrolla un amplio articulado en materia
de derechos humanos, uno de los cuales, el artículo 46, obliga a que
«ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes». En este sentido, la tortura y la violación de
los derechos humanos no es sólo una trasgresión y un desacato a lo que ordena
la Constitución nacional, sino que es además –y esto es lo importante– un
factor incontestable y definitivo de deslegitimación política y moral.
En cualquier gobierno
pueden existir delincuentes entre las filas de la burocracia represiva o de los
organismos de seguridad. El problema grave es cuando la tortura y la violación
a los derechos humanos se convierten en una práctica de Estado. Ello no solo
descalifica moralmente al régimen y a sus funcionarios, sino que constituye –de
nuevo- una peligrosa pero inequívoca causa de deslegitimación política. Un
gobierno que recurre de manera sistemática y permanente a la tortura y a los
delitos contra los derechos humanos automáticamente deja de ser legítimo,
además que por supuesto pierde toda justificación moral.
Las personas
inteligentes observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre
personas de mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno, es
que las primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la
autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su
desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones
del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción
infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un
gobierno tortura y viola los derechos humanos como política de Estado, no
importan ni sus autoetiquetas ni sus justificaciones: ya perdió el sustento
moral sobre el cual descansa su legitimidad.
Más allá de las
diferencias ideológicas o de credo político, lo que nos une como raza humana es
la primacía de la persona y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de
quien se trate. Ese es el criterio que en lo individual diferencia a una
persona de un animal, y el que en lo político define si un régimen es o no
moralmente justificable.
Cuando las ideologías
pierden su razón moral, se convierten en simples etiquetas para intentar
disfrazar modelos de dominación y explotación humanas. Por ello son
importantes afirmaciones de estos últimos días provenientes de la izquierda
latinoamericana, como las de la diputada del Partido Comunista de Chile Camila
Vallejo, para quien “los informes de la ONU sobre Venezuela han sido
lapidarios. Las violaciones a los DDHH son intolerables y no pueden quedar
impunes”, o las del alcalde comunista de Recoleta (Chile), para quien “la
vigencia de los Derechos Humanos es de carácter universal y por lo mismo
condeno cualquier tipo de violación en el lugar que sea y venga de donde
venga”, o las del intelectual argentino de izquierda Pablo Stefanoni, quien
habla abiertamente de “la degradación política y moral de la cúpula
cívico-militar bolivariana”
Cuando las etiquetas
ideológicas se confrontan con la moral, los explotadores se ocultan en las
primeras. Parte del trabajo de liberación, por el contrario, es enfatizar
siempre la primacía incuestionable de la última.
24-09-20
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